Un padre y un hijo viven solos en el monte de Misiones, provincia argentina. El padre advierte al niño que tenga cuidado mientras se va de cacería, y este se despide con la promesa de que volverá al mediodía. El padre confía en la habilidad del hijo y su capacidad de “manejar un fusil y cazar no importa qué” (p. 66). Aunque sufre de alucinaciones macabras y se angustia por los recuerdos de un pasado en el que fue feliz, esta mañana aparentemente se siente seguro y tranquilo.
Cuando el padre escucha un disparo de escopeta, no le presta mucha atención y continúa con su tarea. Pero al percatarse de que son las doce en punto y su hijo no ha regresado, comienza a preocuparse. Después de treinta minutos de espera, sale de su taller y recuerda el sonido del disparo más temprano, “el estallido de una bala de parabellum” (p. 69), y se da cuenta de que no ha escuchado nada más desde entonces.
El padre se adentra en el monte y busca desesperadamente a su hijo, convencido de que cada paso que da lo acerca al cadáver de su niño. A pesar de su angustia, no puede pronunciar el nombre del hijo, ya que eso significaría “la confesión de su muerte” (p. 70). Finalmente, agotado y alucinado, ve a su hijo emergiendo de un lugar oculto. Murmura su nombre, se deja caer y abraza las piernas del niño.
Deciden regresar juntos a casa y, en el camino, el padre le pregunta por qué no se fijó en el sol para saber la hora. El niño responde que se distrajo siguiendo unas garzas. El padre regresa a la casa creyendo que cruza uno de sus brazos sobre los hombros de su hijo pero, en realidad, el narrador nos revela que está solo. Detrás de él, al pie de un poste, su hijo “yace al sol, muerto desde las diez de la mañana” (p. 71).