Resumen
El padre, embargado por la angustia, es incapaz de pronunciar el nombre del niño, ya que hacerlo significaría "la confesión de su muerte" (p. 70). Sigue su búsqueda en el monte hasta que le es inevitable gritar “chiquito”, y el narrador pide: “tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz” (p. 70). Pero a ese grito nadie responde, y el padre continúa “buscando a su hijo que acaba de morir” (p. 70).
El narrador dice que “las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la más atroz pesadilla tienen también un límite” (p. 70), y así es como, de pronto, el padre vislumbra a su hijo emergiendo de un lugar oculto. Murmura el nombre del niño, se deja caer al suelo, vencido por el agotamiento, y aferra las piernas de su hijo en un abrazo desesperado. Consciente del dolor de su padre, el niño acaricia su cabeza y murmura compasivamente: "Pobre papá" (p. 70).
Luego, “padre e hijo emprenden el regreso a la casa” (p. 71). En el trayecto, el padre le pregunta por qué no se fijó en el sol para saber la hora. El hijo responde que se distrajo siguiendo unas garzas. Tras un breve silencio, el padre indaga si mató a las garzas, a lo que el niño responde negativamente. El padre pasa su brazo por sobre el hombro de su hijo, y aunque está “empapado de sudor” (p. 71), es feliz y sonríe.
El padre retorna a su hogar, pero ahora el narrador confiesa que, en verdad, el hombre camina solo y que su brazo “se apoya en el vacío” (p. 71). En realidad, no ha encontrado al niño en el monte. Es todo parte de una nueva alucinación y, detrás de él, al pie de un poste, su hijo "yace al sol, muerto desde las diez de la mañana" (p. 71).
Análisis
En esta sección vemos cómo las desesperadas andanzas del padre se convierten en una búsqueda melodramática de su hijo. El melodrama, género dramático por lo general presente en la ópera, en el teatro y en el cine, no es exclusivo de las artes escénicas. Su rasgo distintivo es la exageración de sentimientos patéticos y angustiosos para generar emociones fuertes en el público. En este caso, podemos ver cómo Quiroga utiliza recursos del melodrama para caracterizar al padre, que hasta este momento recorría mudo el monte, aunque con el corazón clamando por su hijo “a gritos” (p. 70), pero la angustia lo excede y se le escapa, a viva voz, “¡Chiquito!” (p. 70). La escena es de un patetismo tal que el mismo narrador nos pide que intentemos no escucharlo: “si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz” (p. 70).
Hasta este momento, el padre no había querido llamar a su hijo, ya que pensaba que “llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte” (p. 70). Esta suposición que hace el narrador en torno a lo que piensa el padre está estrechamente ligada a sus alucinaciones. Como dijimos anteriormente, las visiones terroríficas que el padre ha tenido con la posible muerte de su hijo parecen funcionar como un vaticinio, una imagen oracular propia del pensamiento mágico, de lo que sucederá en el desenlace del cuento. Es por esto que lo que piensa el padre es razonable: si no llama a su hijo, este no responderá, y de este modo no estará vivo ni muerto. Es el modo, nuevamente, patético en que el hombre intenta torcer las fuerzas de la naturaleza.
Como dijimos anteriormente, el tema de la muerte violenta está presente en gran parte de la obra de Quiroga, y esta aparece, muchas veces, como un destino ineludible. La fatalidad trágica de los personajes de Quiroga puede encontrarse en otros cuentos célebres: en “El almohadón de plumas”, una joven muere de una enfermedad inexplicable, fruto de un insecto que habitaba en su almohada; en “La gallina degollada”, una niña será asesinada brutalmente por sus hermanos; en “A la deriva”, un hombre es picado por una víbora y, pese a todos sus intentos, muere envenenado mientras navega por el río; en “El hombre muerto”, un hombre se accidenta con su machete y, sabiendo que va a morir, intenta pensar en otras cosas para pasar el tiempo mientras se desangra. En todos estos cuentos, así como en el “El hijo”, hay una visión trágica del mundo, en donde el único destino posible es la muerte violenta.
El narrador continúa, apegado al padre, ya sin esperanza alguna, en la búsqueda de “su hijo que acaba de morir” (p. 70). El hombre recuerda la alucinación en la que vio la muerte de su niño, y es por eso que “en cada rincón sombrío del bosque ve centelleos de alambre” (p. 70), que, como dijimos anteriormente, representan el peligro acechante. Pero, de pronto, sucede el milagro y, por qué no, el giro sorpresivo de la trama. El padre, luego de gritar una última vez por su hijo, logra ver al niño en el monte. El melodrama alcanza su clímax: el padre se acerca a su hijo, cae en el piso y lo abraza por sus piernas. El niño le acaricia la cabeza y le dice “Pobre papá…” (p. 70). Luego, ambos emprenden el regreso a su casa, con el padre sonriendo y cruzando un brazo sobre los hombros de su hijo.
El narrador ha hecho una advertencia en el momento del encuentro: “Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la más atroz pesadilla tienen también un límite” (p. 70). Y aquí se desenvuelve, entonces, el verdadero desenlace del relato. El padre, en verdad, “sonríe de alucinada felicidad… A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana” (p. 71). La fatalidad y la muerte violenta resultan ser, entonces, como tantas veces se sugirió en el relato, ineludible.
En el párrafo anterior se reponen las tres últimas frases del relato. Recordemos que en las primeras líneas del cuento se hace hincapié en que el relato trascurre durante un día caluroso y calmo, se le da protagonismo a la naturaleza y se presenta al padre como un hombre con confianza en ella. En las últimas líneas del cuento, la imagen se invierte: el padre es ahora un hombre loco, que sonríe y camina con un brazo levantado en el aire, y el entorno es un paisaje de horror, en el que puede verse, detrás, la macabra imagen, casi sensacionalista, de un niño muerto patas arriba hace horas bajo el rayo del sol.
Quiroga hereda de Poe, y también de Guy de Maupassant, a quien admiraba, dos elementos clave: el horror, como vimos, y también el recurso de la narración de dos historias en las que, según el crítico argentino Ricardo Piglia, "el efecto y la sorpresa final se construye produciendo una conexión inesperada entre las dos anécdotas"(1993, p.64). La sorpresa en "El hijo" no se da en la solución final del relato, sino en la manera de llegar a ella, entrecruzando lo que sucede en la mente del padre con lo que, efectivamente, sucede en la realidad. Desde un punto de vista técnico, el cuento construye mediante sugerencias un desenlace esperado; todos los elementos del relato hace presuponer que el hijo será encontrado muerto. De pronto, el hijo aparece vivo. Pero ese final falso y alucinado resulta ser un señuelo: las últimas tres líneas revierten la sorpresa del encuentro entre padre e hijo y revelan, finalmente, lo que el lector podía presuponer desde un principio: que el niño yace muerto y el padre ha enloquecido completamente.
Este "señuelo", o falsa resolución de la trama, a la que nos lleva el narrador en principio, es posible gracias al corrimiento que hace esta voz de autoridad. Pasa de presentarse como un narrador confiable, más propio del naturalismo, de mirada cientificista y pretendida objetividad, a ser un narrador sospechoso, poco fiable, apegado a la mirada dislocada del padre que alucina. Este es un recurso que también Poe ha empleado en su literatura. Lo que resulta un agregado llamativo, en el caso del cuento de Quiroga, es que, luego de arrastrar al lector a este irreal encuentro entre padre e hijo, vuelve a tomar el lugar de narrador de autoridad para, desde la distancia, describir la escena del padre solo y el cadáver del niño muerto a sus espaldas.