"Soy un hombre enfermo... Soy un hombre malo. Soy un hombre antipático. Creo que sufro del hígado. Aunque no entiendo ni jota de mi enfermedad y no sé bien de qué sufro. No me trato ni jamás me traté, aunque respeto la medicina y a los médicos. Es más, soy extremadamente supersticioso; bueno, al menos lo suficiente como para respetar la medicina. (Soy lo bastante instruido para no ser supersticioso, pero soy supersticioso.)".
Así comienza la novela de Dostoyevski. Desde estas primeras líneas, el hombre del subsuelo se presenta como una persona llena de contradicciones que, a pesar de su egocentrismo y su constante reflexión sobre sí mismo, se muestra incapaz de definirse y tomar postura.
"Lo repito, doblemente lo repito: todas las personas espontáneas y los hombres de acción son activos justamente porque son torpes y limitados. ¿Cómo explicar esto? He aquí cómo: a consecuencia de su limitación, las causas inmediatas y secundarias las toman por primarias, por lo tanto se convencen más rápida y fácilmente que los demás de que han encontrado el fundamento último de su acción, y entonces se tranquilizan; y esto es lo central. Porque para comenzar a actuar hay que estar antes completamente tranquilo y no tener ninguna duda".
Aquí el hombre del subsuelo explica que la condición para convertirse en un hombre de acción, para operar en el mundo, es tener una conciencia limitada. Es decir, para actuar hay que tener certezas. De este modo, él justifica su propia inacción: como hombre de conciencia, moral e intelectualmente superior a los hombres de acción, no puede hacer nada, porque a cualquier posible acción la antecede una profunda reflexión y la pregunta, potencialmente infinita, sobre sus causas y motivaciones.
"Es más, por esas malditas leyes de la conciencia mi maldad padece una descomposición química. Miras y el objeto se evapora, las razones se desvanecen, el culpable no aparece, la ofensa deja de ser ofensa y se convierte en destino, en una suerte de dolor de muelas del que nadie tiene la culpa; por consiguiente, vuelve a quedar la misma salida, es decir, golpear bien fuerte la pared".
El narrador lleva las ideas del racionalismo determinista de la intelligentsia rusa de la época a sus últimas consecuencias y en sus propios términos: utilizando figuras provenientes de las ciencias duras (la química y la medicina), el hombre del subsuelo da cuenta de que, ante la conciencia del determinismo, no tiene sentido ni la acción ni la atribución de responsabilidad por la acción. Lo que le queda, como hombre de conciencia, es "golpear bien fuerte la pared", o sea, quejarse y no hacer más nada.
"Vean: la razón, señores, es una cosa buena, esto es indiscutible; pero la razón es sólo la razón y satisface únicamente la capacidad del hombre de razonar, mientras que el deseo es la manifestación de toda la vida, es decir de toda la vida humana, incluyendo la razón y todos los cosquilleos. Y aunque en esta manifestación nuestra vida revela a menudo toda su miseria, sigue siendo vida y no mera extracción de una raíz cuadrada".
Siguiendo con la crítica al racionalismo imperante en los años de publicación del libro, el narrador destaca el valor del deseo, por más caprichoso, irracional, miserable e, incluso, autodestructivo que sea, porque es para él la manifestación de la vida. La razón puede ordenar un mundo perfectamente, arguye el hombre del subsuelo, pero no someterá el deseo humano, porque solo responde a las necesidades racionales de las personas, y no a todas. Entonces, como el humano no es solamente racional, tenderá a insubordinarse y, eventualmente, destruir un orden perfectamente racional.
"Ahora les pregunto: ¿qué puede esperarse del hombre, en tanto es un ser dotado de tan extrañas cualidades? Cúbranlo con todos los bienes terrenales, sumérjanlo tan profundamente en la felicidad que sólo las burbujitas lleguen hasta la superficie, como en el agua; denle tal satisfacción económica que no tenga absolutamente nada más que hacer excepto dormir, comer bocadillos y procurar que la historia universal no se detenga; pues bien, incluso en tal caso, por pura ingratitud, por puro afán de difamar, el hombre les cometerá una canallada. Arriesgará hasta los bocadillos y deseará a sabiendas el absurdo más perjudicial, el disparate más costoso, sólo para agregar a toda esa positiva sensatez un elemento fantástico destructivo".
Siguiendo con el argumento de la cita anterior, el hombre del subsuelo destaca, con cierta ironía, la complejidad de la psicología humana, que no se contentará jamás con tener sus necesidades materiales satisfechas. Las profundas reflexiones del narrador en esta primera parte del libro anuncian algunas de las nociones centrales del psicoanálisis, disciplina que fundará Sigmund Freud casi medio siglo más tarde.
"(...) dos por dos son cuatro ya no es la vida, señores, sino el comienzo de la muerte (...). Yo estoy de acuerdo con que dos por dos son cuatro es una cosa maravillosa; pero si es por hacer elogios, entonces dos por dos son cinco es también a veces una cosita muy agradable".
El hombre del subsuelo insiste, a lo largo de la primera parte de la novela, con la idea del "dos por dos son cuatro", que utilizará como símbolo del racionalismo en general y del cientificismo en particular para criticarlos. Siguiendo con el argumento a favor del deseo humano como una pulsión que excede la razón y la conveniencia, aquí el narrador afirma que, si bien "dos por dos son cuatro" es maravilloso, "dos por dos son cinco" puede a veces ser muy agradable también.
"(...) entre nosotros (...) es innumerable la cantidad de románticos que terminan alcanzando cargos altos. ¡Extraordinaria versatilidad! (...) Es por eso que entre nosotros hay tantas de esas «naturalezas amplias» que nunca pierden su ideal, ni siquiera en la peor decadencia; y aunque no muevan un solo dedo en pos de ese ideal, aunque sean unos rematados bandidos y ladrones, veneran hasta las lágrimas su ideal original y son extraordinaria y profundamente honrados. Sí, señores, sólo entre nosotros el canalla más rematado puede ser completa y hasta superlativamente honrado en el fondo de su corazón sin dejar de ser al mismo tiempo un canalla".
Ya en el primer capítulo de la segunda parte del libro, contextualizada en la década de 1840, el hombre del subsuelo se despacha contra los románticos rusos con absoluta ironía, destacando su gran versatilidad: pueden defender los ideales más altos sin hacer nada para alcanzarlos, y pueden ser unos ladrones sin dejar de ser hombres honrados.
"Menos mal que durante ese tiempo me distrajo Apollón con sus groserías. ¡Acabó con toda mi paciencia! Era mi úlcera, una plaga que me había enviado la providencia. Tuvimos constantes altercados durante varios años seguidos, y yo lo odiaba".
La compleja relación que el hombre del subsuelo tiene con su criado es un claro ejemplo de la dificultad de aquel para relacionarse con los otros: odia a su criado, pero le importa profundamente lo que este piensa de él, a la vez que no se anima a despedirlo porque le teme.
"Pero sábelo, y sábelo bien, que entonces yo me estaba burlando de ti. Y ahora también me estoy burlando. ¿Por qué tiemblas? ¡Sí, me estaba burlando! Me acababan de ofender en la mesa esos que llegaron antes que yo. Fui a tu casa para pegarle a uno de ellos, un oficial; pero no lo conseguí, no lo encontré; había que vengar la ofensa sobre alguien, salirse con la suya; apareciste tú y yo descargué mi rabia burlándome de ti. Me habían humillado, y yo también quise humillar; me habían tratado como a un trapo, y yo también quise demostrar mi poder..."
Aquí encontramos al hombre del subsuelo en uno de los momentos más patéticos de la novela: cuando le confiesa a Lisa sus sentimientos y sus miserias, y admite su necesidad de humillarla para contrarrestar la humillación de la que él mismo es víctima. Con Lisa quedará muy claro algo que se sugiere a lo largo de toda la novela: el único modo que el protagonista encuentra posible para relacionarse con los otros es mediante el sometimiento.
"¿Y qué hay aquí de inverosímil, cuando había llegado a tal corrupción moral y a desacostumbrarme tanto de la «vida viva» que hacía un rato se me había ocurrido reprochar y avergonzar a Liza por haber venido a escuchar «palabras compasivas», sin adivinar que ella no había venido en modo alguno para escuchar palabras compasivas, sino para amarme (...)?"
Hacia el final del relato, la novela encuentra su clímax en el contraste de la empatía, la entrega y la capacidad de amar y perdonar de Lisa con la actitud despreciable del hombre del subsuelo, quien, corrompido moralmente y desacostumbrado a la vida "real" (es decir, no literaria), es incapaz de establecer con ella ningún tipo de lazo que no está mediado por la humillación y el sometimiento.