Suele afirmarse que en la antigua Grecia existía un gran margen de tolerancia y aceptación de las relaciones homosexuales masculinas, práctica extendida y comúnmente realizada entre hombres jóvenes y ancianos. Sin embargo, tal como plantea Michel Foucault, “La noción de homosexualidad es muy poco adecuada para recubrir una experiencia, formas de valoración y un sistema de cortejo tan distinto del nuestro. Los griegos no oponían, como dos elecciones exclusivas, como dos tipos de comportamiento radicalmente distintos, el amor del propio sexo y el amor del otro. Las líneas divisorias no seguían semejante frontera” (2008: 203). Es decir, que aquellos hombres que practicaban el sexo con otros hombres no eran etiquetados como ‘homosexuales’, noción que ni siquiera existía para los griegos en ese momento.
A su vez, pensar el margen de tolerancia que este tipo de relaciones tenían para la cultura griega es igualmente erróneo: “En cuanto a las nociones de «tolerancia» o de «intolerancia», también éstas serían insuficientes para dar cuenta de la complejidad de los fenómenos. Amar a los muchachos era una práctica «libre» en el sentido de que no sólo estaba permitida por las leyes (salvo circunstancias particulares) sino aceptada por la opinión” (2008: 207).
Por lo tanto, intentar comprender la cultura sexual de los griegos bajo nuestros conceptos y lógicas contemporáneas relativas a la orientación sexual es, en sí, una equivocación. En lugar de ello, Foucault propone otra serie de distinciones respecto a la forma en que los griegos valoraban este tipo de relaciones. En la Antigua Grecia, la pederastia era un asunto socialmente instalado e institucionalizado, y los vínculos afectivos entre hombres mayores y adolescentes formaban parte de la formación cívica e intelectual de los jóvenes que se preparaban para la vida adulta: “Aquellas que pueden anudarse entre un hombre mayor, ya de formación acabada —y de quien se supone que desempeña la función social, moral y sexualmente activa— y el más joven, que no ha alcanzado su estatuto definitivo y que necesita ayuda, consejos y apoyo” (2008: 212).
No por ello, cabe aclarar, se desaprobaba sin más las uniones entre hombres de edades similares. Pero sí había un estigma asociado a los roles sexuales y sociales instituidos entre amantes y amados. Esto hacía que las relaciones entre adolescentes y adultos fueran complejas, especialmente porque eran más comunes en los círculos aristocráticos y, por ende, objeto de interés público. En estas dinámicas sexuales se establecía una división de papeles en la que los hombres mayores ocupaban el rol del amante que tomaba la iniciativa, cortejaba y perseguía al joven amado, y el amado debía guardarse de acceder con demasiada facilidad, dejarse seducir por intereses políticos o materiales, o no valorar adecuadamente a su amante. En estas relaciones, los hombres mayores ocupaban el rol sexual activo y los mancebos, el pasivo, y, en este punto, si un hombre ya maduro seguía cumpliendo el rol de pasivo, se exponía a ser marginado. Algo similar sucedía con los hombres que se mostraban públicamente como afeminados.
Cabe mencionar que, si bien existe muy poca información acerca de la homosexualidad femenina en la antigua Grecia, se sabe que existieron relaciones lésbicas. En el mito recreado en “El discurso de Aristófanes”, se alude a la existencia de mujeres lesbianas, a quienes presenta como descendientes de la tierra. A las mujeres no se les dejaba participar en la política. Tampoco tenían derechos como los hombres, no podían votar ni poseer bienes ni tampoco participar de la vida pública. Por ello, en parte, puede comprenderse la poca información que hasta el día de hoy tenemos sobre las relaciones lésbicas en el periodo.