El banquete

El banquete Resumen y Análisis "El discurso de Alcibíades" 

Resumen

Mientras Sócrates recibe aplausos por su discurso, un ruidoso grupo de borrachos irrumpe en el lugar. Están precedidos por Alcibíades, quien ingresa a la habitación exigiendo ver a Agatón, a quien elogia como el hombre más inteligente y bello de la ciudad. Alcibíades pregunta si puede unirse a la reunión y, como el resto del grupo acepta, termina por sentarse entre Agatón y Sócrates. Recién entonces Alcibíades advierte la presencia de Sócrates y lo acusa de haberse sentado al lado del más bello, Agatón. Sócrates le pide ayuda a Agatón, afirmando que desde el momento en que se enamoró de Alcibíades se siente constantemente atacado por él, ya que le tiene celos y envidia. Por su parte, Alcibíades afirma que nunca lo perdonará por lo que vivieron, pero que en esa ocasión prefiere que se dediquen a beber y conversar.

Erixímaco le explica a Alcibíades que se encontraban ofreciendo discursos en honor a Eros y lo invita a que él también hable. Sin embargo, Alcibíades considera que es injusto ofrecer su homenaje estando borracho. Finalmente, Erixímaco le sugiere que dé un discurso en alabanza a Sócrates y Alcibíades acuerda con ello, ofreciéndole a Sócrates la posibilidad de interrumpirlo y corregir lo que crea necesario.

Alcibíades comienza su discurso comparando a Sócrates con las típicas estatuas de los silenos, que se abren en dos mitades y esconden esculturas de dioses en su interior. También lo compara con el sátiro Marsias, ya que se le parece físicamente y, además, es un lujurioso que encanta a los hombres con el sonido de sus palabras. Para Alcibíades, todo el que oye a Sócrates termina pasmado y poseído. Aunque tiene respeto por sí mismo y se considera un buen político ateniense, las palabras de Sócrates lo hacen sentir avergonzado. Las emociones que le despierta son tan poderosas que lo hacen huir de él, e incluso desearía que Sócrates muriera, pero sabe que se sentiría adolorido si eso pasara.

Sócrates es un amante de los jóvenes hermosos, pero poco le importa la belleza física, la riqueza o la fama. Además, se pasa la vida ironizando con la gente y haciendo bromas. No obstante, cuando alguien consigue advertir su interior, la belleza que encuentra allí lo hace someterse inmediatamente a su voluntad.

Un día, tras pensar que Sócrates lo deseaba, Alcibíades se sintió orgulloso de su belleza y decidió convertirse en su amado para aprender de él. Sin embargo, las cosas no sucedieron según sus deseos. Primero lo invitó a realizar gimnasia juntos, con la expectativa de conseguir algo con él en el encuentro, pero terminó siendo en vano. Luego lo invitó a cenar, percatándose de que estaba actuando más como un amante que como un amado. Sócrates accedió y acabaron pasando la noche juntos, aunque no concretaron un encuentro sexual. Ofuscado, Alcibíades le reveló sus sentimientos a Sócrates, quien le respondió que el intercambio entre ellos sería injusto. Si realmente él era tan digno de admiración como Alcibíades afirmaba, este terminaría obteniendo mucho más por el encuentro que Sócrates, quien solo recibiría a cambio la apariencia de belleza de Alcibíades. Desde entonces, Alcibíades se siente humillado, al tiempo que continúa admirando la templanza, prudencia y valentía de Sócrates.

Alcibíades también recuerda las batallas en las que participó con Sócrates, quien siempre era el más resistente a la hambruna, no conseguía embriagarse sin importar cuánto hubiera bebido, y podía pasar días enteros meditando descalzo sobre la nieve, mientras el resto de los soldados sufría terriblemente las heladas. Un día, recuerda, Sócrates le salvó la vida durante la batalla.

Para Alcibíades, Sócrates es único: no existe nadie pasado o presente con quien compararlo. Sus discursos, aunque parecen ridículos en un comienzo, son irrefutables cuando se penetra en ellos. Alcibíades afirma que la compañía de Sócrates es fundamental para cualquiera que quiera convertirse en un hombre verdaderamente bueno. Sin embargo, agrega que engaña a todos al presentarse primero como un amante, cuando termina convirtiendo a los jóvenes en amantes de él mismo.

Alcibíades finaliza su discurso y un coro de risas envuelve al grupo, ya que parece que sigue enamorado de Sócrates. En ese momento, Sócrates lo acusa de tener un motivo oculto en sus alabanzas: hacer que Agatón desconfíe de él para que Alcibíades pueda quedarse con ambos en forma simultánea.

En ese momento, otro ruidoso grupo de borrachos llega al lugar para beber. Algunos de los invitados se retiran y las conversaciones finalizan. Aristodemo se queda dormido y despierta poco antes del amanecer. Para entonces, solo Agatón, Aristófanes y Sócrates permanecen despiertos, aún bebiendo y conversando. Sócrates intenta demostrar que los buenos autores deben ser capaces de escribir tanto tragedias como comedias. Sin embargo, Aristófanes y Agatón se duermen durante la charla. Tras ello, Sócrates se retira y Aristodemo lo sigue.

Análisis

La entrada de Alcibíades cambia abruptamente el estado de ánimo generalizado que dejó el discurso de Diotima. Si consideramos la opinión de Sócrates acerca de la importancia de dominar tanto la comedia como la tragedia en la escritura, esta afirmación parece ponerse a prueba con la llegada de Alcibíades, quien aporta un elemento cómico que contrasta fuertemente con el estado serio y reflexivo que caracterizó al discurso anterior.

A su vez, esta intromisión se ve acompañada de toda una serie de imágenes sensoriales que se orientan a caracterizar a Alcibíades como una representación del propio Dionisio, el dios del vino. Al llegar, los comensales escuchan cómo “la puerta del patio fue golpeada y se produjo un gran ruido como de participantes en una fiesta, y se oyó el sonido de un flautista” (750. Línea 212c). También advierten “la voz de Alcibíades, fuertemente borracho, preguntando a grandes gritos dónde estaba Agatón” (751. Línea 212d). Finalmente, cuando ingresa a la habitación tiene tal estado de embriaguez que se vuelve necesario que un flautista lo sostenga y, además, está “coronado con una tupida corona de hiedra y violetas y con muchas cintas sobre la cabeza” (751. Línea 212e), accesorios con los que tendía a representarse a Dionisio. En esta línea, cabe mencionar que su presencia arrastra a los comensales a un estado de jolgorio y embriaguez que puede emparentarse a los bacanales, celebraciones que se realizaban como forma de tributo para este dios.

La llegada de este personaje no solo cambia el estado de ánimo del banque, sino que también marca un rumbo temático distinto respecto a los discursos anteriores y debe considerarse separado de ellos. Si los primeros disertantes tenían como objetivo delinear y caracterizar la figura de Eros, el discurso de Alcibíades se transforma, no ya en una alabanza al demon, sino al propio Sócrates. Así y todo, las palabras con las que lo presenta son sospechosamente similares a las que utiliza Diotima para describir a Eros, lo cual genera un paralelismo entre ambos personajes. Al igual que Sócrates, Eros se presenta como “un filósofo cuya posición se encuentra a medio camino entre la sabiduría y la ignorancia, puesto que no solo carece de sabiduría, sino que es consciente de ello” (Kahn, 2010: 276). Más aun, ni Eros ni Sócrates son bellos, lo cual les permite desear la belleza.

En cuanto a sus atributos físicos, Alcibíades compara a Sócrates con el sátiro Marsias, figura mitológica asociada a Dionisio, que se manifestaba en la cultura griega antigua como una criatura barbuda y anciana. Cabe mencionar que Marsias es un sátiro con grandes dotes para la música, que hechizaba a los hombres con el sonido de su flauta llevándolos a alcanzar estados de posesión y éxtasis divino. Alcibíades afirma que Sócrates tiene el mismo don, con la diferencia de que no encanta con la música sino con las palabras: “Ya se trate de mujer, hombre o joven quien las escucha quedamos pasmados y posesos” (755. Línea 215d). Además, tiende a presentarse descalzo y vagando por los caminos, de un modo similar al que aparece Eros, según Diotima.

En suma, Alcibíades caracteriza a Sócrates como un ser casi demónico, al igual que Eros. Más aún, las anécdotas que recupera de las batallas compartidas enaltecen el carácter y las virtudes del filósofo, quien no solo parece encantar con sus palabras, sino que también soporta la hambruna como nadie, puede pasar largas jornadas de tiempo semidesnudo en la nieve y beber hasta el hartazgo sin embriagarse. Si a ello le sumamos su invaluable capacidad de raciocinio, podemos deducir que la imagen que Alcibíades tiene de Sócrates es la de un ser superior, casi sobrehumano. Sobre ello, Charles H. Kahn afirma que,

Para Platón, y para Sócrates tal como este lo representa, la entrega a la filosofía se concibe como algo comparable a una conversión religiosa: el alma se vuelve de las sombras a la luz. Y esto implica una reestructuración radical de la personalidad en sus valores y prioridades, el tipo de transformación psíquica que los místicos orientales denominan iluminación. Pese a su racionalismo, entre sus seguidores Sócrates desempeña un papel comparable al de un maestro Zen o un gurú indio. Esto se pone de manifiesto con claridad en el Banquete, donde el primer narrador, Apolodoro, se comporta como un neófito en la filosofía y acompaña a diario a Sócrates, mirando a todos los demás como miserables seres humanos” (2010: 283)

Como vemos, este carácter sobrehumano de Sócrates se condice con la propia doctrina filosófica platónica en el hecho de que ascender en la virtud y llegar a conocer las formas ideales ocasiona una experiencia casi divina, mística. Si consideramos el modo en que Platón lo presenta en sus textos, es posible afirmar que Sócrates, siguiendo lo dicho por Kahn, asume la figura de un iluminado: es un hombre que, debido a su compromiso con la verdad y a su amor por la sabiduría, ha alcanzado estados de virtuosismo y conocimiento tan elevados que todos sus seguidores se sienten irresistiblemente impulsados a obedecerle y seguirle como si de una autoridad religiosa se tratara. Las palabras que Alcibíades utiliza para describirlo son un buen ejemplo de ello: “Cuando se pone en serio y se abre, no sé si alguno ha visto las imágenes de su interior. Yo, sin embargo, las he visto ya una vez y me pareció que eran tan divinas y doradas, tan extremadamente bellas y admirables, que tenía que hacer sin más lo que Sócrates mandara” (p.756. Líneas 216e-217a).

Para finalizar, cabe mencionar la ironía presente en la relación amorosa que Sócrates y Alcibíades tuvieron entre sí en el pasado. Tal como fuimos analizando a lo largo de las sucesivas secciones, las relaciones homosexuales masculinas eran una práctica común en la antigua Grecia, en las que operaba una práctica de tutelaje donde los jóvenes recibían la instrucción de los mayores a cambio de gratificarlos sexualmente. Los jóvenes ejercían el rol del amado, poseían la belleza física y eran objeto de cortejo. Los mayores ocupaban el rol de amantes, poseían la belleza del alma y eran los que perseguían y seducían al amado. Sin embargo, Alcibíades resiente a Sócrates por haberlo inducido a invertir esta relación, lo que lo lleva a sentirse humillado: “Él engaña entregándose como amante, mientras que luego resulta, más bien, amado en lugar de amante” (763. Línea 222b). Sin dar lugar a su reclamo, Sócrates afirma el valor de su superioridad intelectual al responderle que concretar un intercambio amoroso con él sería similar a cambiar “oro por bronce” (Sócrates, 758. Línea 218e). En línea con todo lo aprendido en el Banquete, este gesto jerarquiza la importancia de la belleza espiritual sobre la material.

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