No hay ampulosidad, símiles, florituras, digresión o descripción superflua. Todo tiende directamente a la catástrofe. Jamás se permite que vague la atención del lector. A lo largo de la obra se observan casi las reglas del drama.
Walpole, pretendiendo ser el traductor Marshal, defiende la legitimidad y la notabilidad del supuesto texto italiano que él tradujo. Uno de sus argumentos es el siguiente: la historia no posee nada insustancial y sigue las reglas del drama, en la medida en que está dividida en cinco capítulos-actos y todo lo que se narra y describe se relaciona directamente con la sucesión de la trama. El lenguaje no es estridente ni ampuloso, no hay escenas ni personajes inútiles y la descripción se reduce al mínimo. Esto es así, en efecto, aunque, curiosamente, la novela no es completamente naturalista. Los excesos de emoción y sentimiento sustituyen los símiles y las digresiones; los elementos sobrenaturales reemplazan la ampulosidad.
¡Qué escena para un padre! Allí yacía su hijo, despedazado, medio sepultado bajo un inmenso yelmo, cien veces mayor que cualquier casco hecho jamás para uso humano y cubierto de numerosas plumas negras.
Hay muchas maneras en las que Walpole podría haber matado a Conrad, el joven heredero de Otranto, pero esta es perfecta para lo que quiere conseguir en la novela. En primer lugar, Conrad es asesinado por un yelmo parecido, aunque mayor en tamaño, al de la estatua de Alfonso. El yelmo y las otras partes de la armadura que van apareciendo en la novela representan al verdadero gobernante de Otranto, y cuando la primera aparición mata a Conrad, esto demuestra que los tiempos están a punto de cambiar. En segundo lugar, el tamaño del yelmo se relaciona, como señala Edmund Burke, con la teoría de lo sublime; lo gigantesco produce conmoción y terror. La imagen de Conrad despedazado por el enorme objeto es impactante, a lo que se añade la descripción de las plumas negras del yelmo, que sugieren un cuervo u otra ave ominosa, recordatorio del tono oscuro y de terror que envuelve la novela.
Alentada por estos pensamientos y creyendo, por lo que podía observar, que se encontraba próxima a la cueva subterránea, se acercó a la puerta recién abierta. Al abrirla, una inesperada ráfaga de viento apagó la lámpara, sumiéndola en una total oscuridad.
No hay palabras para describir la terrible situación de la princesa. Se encontraba sola en un lugar siniestro, con la mente llena de los horribles acontecimientos del día, sin esperanzas de escapar, temiendo a cada momento que apareciera Manfred…
Esta escena es absolutamente ejemplar del gótico: la joven y hermosa damisela en apuros se abre paso por el oscuro pasadizo subterráneo para escapar de su torturador, temerosa pero decidida, hasta que la ráfaga de viento apaga su luz. Esta ráfaga es un clásico deus ex machina, un elemento externo y ominoso que aumenta la intensidad del momento en el relato. Como escribió Edmund Burke, “la noche aumenta nuestro terror quizás más que cualquier otra cosa” (p.63). El miedo de Isabella es palpable, aunque Walpole no se priva de ser explícito al resumir la situación en la que la joven se encuentra.
Esta presencia de ánimo, unida a la franqueza del muchacho [Theodore], sorprendió a Manfred. Incluso se sintió inclinado a perdonar a alguien que era inocente de todo crimen. Manfred no era uno de esos tiranos salvajes que disfrutan con la crueldad gratuita. Los avatares de un destino habían teñido su carácter, de natural bondadoso, de cierta aspereza, y siempre que sus pasiones no cegaran su razón, sus virtudes surgían con presteza.
Ninguno de los personajes de El castillo de Otranto es especialmente polifacético o complejo, pero Walpole dota a su protagonista-antagonista de algunas características interesantes. Aunque Manfred es un villano ejemplar –imprudente, arrogante, terco, rencoroso, lujurioso, y sediento de poder– también tiene algunos momentos en los que es consciente del error y la maldad de sus actos. En esta parte, se da cuenta de que hay mucho que admirar en Theodore y de que es imposible que el joven tuviera algo que ver con la muerte de Conrad. Sin embargo, estos pensamientos y otros semejantes son reprimidos lo antes posible para que el personaje pueda continuar su camino hacia la destrucción. De esta manera, Walpole parece sugerir que la fatalidad, el destino y la voluntad divina son inevitables: Manfred se encuentra en este camino desde que su abuelo usurpó el principado y no puede desviarse de él.
–¡Que Dios me dé paciencia –dijo Manfred–. Estos memos me vuelven loco. Aléjate de mi vista, Diego, y tú, Jaquez, respóndeme con una sola palabra: ¿estás sobrio?, ¿tienes alucinaciones? Solías tener sentido común: ¿es el que el otro borracho te ha hecho perder el juicio a ti también? ¿Qué es lo que imagina haber visto?
Esta escena es una de las más cómicas del texto. Diego y Jaquez son dos tontos torpes que hablan uno encima del otro mientras intentan explicar lo que han visto. Manfred está claramente molesto con ellos, y el lector puede identificarse mucho con ese sentimiento. Tardan casi dos páginas de la novela en articular que vieron al gigante, y para entonces su relato parece aún menos creíble.
Walpole entreteje intencionadamente elementos cómicos y trágicos en su texto. Estos criados tienen una reacción naturalista ante lo que vieron, pero su verosimilitud parece casi exagerada cuando se sitúa dentro de la novela. Nos distraen y nos hacen conscientes de que queremos que se revele lo que ha ocurrido al frustrar nuestro deseo de llegar al conocimiento oculto sobre esta importante catástrofe. También desvirtúan la elevación y la nobleza de los personajes aristócratas con los que entran en contacto, lo que les permite a los lectores reflexionar sobre las dinámicas del poder y sobre el derecho a gobernar.
Si son almas en pena, tal vez podemos aliviar su sufrimiento hablando con ellas.
En esta cita, Matilda demuestra su consideración y ecuanimidad porque, en lugar de asustarse o paralizarse, sugiere hablar con el espíritu para ver si puede serle de ayuda. Es una alusión directa a Hamlet, la obra de Shakespeare que más influyó en Walpole para la escritura de la novela. En el acto I de Hamlet, Horacio habla con el fantasma del rey Hamlet, diciéndole: “Si hay algo bueno que deba hacerse, / Que pueda traerte paz a ti y gracia a mí, / ¡Háblame!” (Acto I, escena 1, vv.130-132).
Theodore decidió encaminarse al bosque que Matilda había indicado. Al llegar allí buscó la parte más sombría por armonizar mejor con la dulce melancolía que reinaba en su mente. En este estado de ánimo vagó sin darse cuenta hasta las cuevas que antaño habían servido de refugio de ermitaños y que ahora se decía que habitaban los malos espíritus.
Desde los tiempos de Platón, las cuevas han ocupado un lugar destacado en la literatura y la filosofía. Las cuevas suelen simbolizar el camino hacia la iluminación o el autodescubrimiento; un lugar de sueños y visiones; el inconsciente; y una conexión con el inframundo. Walpole utiliza estas asociaciones en El castillo de Otranto cuando hace que Theodore deambule por el bosque y se encuentre con las misteriosas cuevas. Sin duda estaba influenciado por la cueva de Shakespeare en Cimbelino, las historias de Merlín y su cueva en la leyenda artúrica, la cueva de los cíclopes en la Odisea y la historia bíblica de David y la cueva de Adullum. Cuando Theodore llega a estas cuevas, se encuentra con Isabella y se acerca así a su destino final como gobernante de Otranto. Frederic también se encuentra en una cueva con un ermitaño, representante de lo divino, del cual recibe una poderosa espada con un mensaje profético que le indica cómo debe seguir su curso de acción.
Al decir [Manfred] estas palabras cayeron tres gotas de sangre de la nariz de la estatua de Alfonso. Manfred palideció y la princesa cayó de rodillas.
Se trata de uno de los momentos sobrenaturales más memorables del texto por el impacto que genera en los personajes. Hippolita y Jerome reconocen la señal del cielo en contra de Manfred, y este, aunque atemorizado, no puede evitar continuar con sus propósitos. Walpole no ideó esta escena enteramente a partir de su propia imaginación. Hace referencia a las graves hemorragias nasales de Jacobo II que le impidieron responder a la amenaza de invasión de Guillermo de Orange en 1688. Se supone que este hecho anecdótico terminó redirigiendo el linaje real; por lo tanto, según afirma el crítico Nick Groom, es un recordatorio del destino histórico de los whigs y del asentamiento constitucional del protestantismo en Inglaterra. Como whig y protestante, Walpole sabía a lo que aludía con esta inquietante escena.
Matilda, resignándose a su sino con paciencia, le agradeció a Theodore sus esfuerzos con miradas de ternura.
Matilda es un personaje característico de la novela gótica: es la joven virtuosa, encantadora y excesivamente abnegada y piadosa. Su obsesión con el retrato de Alfonso marca el modo en que Matilda aspira a enamorarse y casarse con un caballero noble y apuesto, y en el que cree que su destino está ligado al del antiguo gobernante de Otranto. Posee una elevada brújula moral y siempre es consciente de cómo actúa y como la perciben. Después de recibir una puñalada mortal de su padre, que la mata por accidente, aunque nunca la amó, Matilda se resigna pacientemente ante su destino. No tiene palabras duras ni remordimientos, ni muestra ira o desesperación. De hecho, se las arregla para consolar a su padre y a su madre mientras agoniza; le dice a Manfred que lo perdona y pide por el cuidado de Hippolita. Así pues, los roles de género tradicionales son tan característicos del género como los fantasmas y las profecías.
Frederic ofreció al nuevo príncipe la mano de su hija, algo que el cariño de Hippolita por Isabella había ayudado a promover. Pero el dolor de Theodore era demasiado reciente para pensar en un nuevo amor. Solo tras numerosas conversaciones con Isabella acerca de Matilda se convenció de que no podía encontrar la felicidad salvo en la compañía de alguien con quien poder compartir la tristeza que se había adueñado de su corazón.
El final de la novela es a la vez apropiado y desconcertante. Theodore, el legítimo heredero de Otranto, se adueña del principado. Se casa con Isabella, poniendo así fin a cualquier conflicto con el reclamo del linaje de Frederic. Manfred ha reconocido el error de sus actos y renuncia voluntariamente al poder para pasar el resto de sus días expiando sus errores. Sin embargo, la muerte de Matilda es espantosa y horrible, como lo es el hecho de que Theodore la termine sustituyendo por Isabella. Se tiene la sensación de que, al tratarse de una supuesta crónica histórica, muchos elementos permanecen en la ambigüedad. Este pasado sigue siendo remoto y extraño. Los pecados de los diversos sucesores de Otranto pueden perdurar; es difícil imaginar un futuro feliz en un castillo asediado por el deseo incestuoso, la violencia y el horror.