Resumen
Capítulo 3
Manfred se sobresalta por el movimiento de las plumas del yelmo y le ruega a Jerome que interceda ante el cielo por él. Jerome le dice con severidad que debe perdonar a Theodore, y Manfred acepta apresuradamente. El fraile abraza a su hijo y luego se dirige a la puerta del castillo, donde pregunta en nombre de Manfred quién ha llegado. Un heraldo responde que se trata de un caballero que quiere hablar con el usurpador de Otranto. Al enterarse de esto, el miedo de Manfred se transforma en rabia. Le dice a Jerome que mantendrá a su hijo como rehén mientras él recupera a Isabella. Jerome se marcha, consternado, y Manfred hace entrar al heraldo.
El heraldo del Caballero del Sable Gigante dice que está allí en nombre de Frederic, marqués de Vicenza y padre de Isabella, quien demanda ver a su hija. Si Manfred no accede a devolverla, el caballero lo combatirá a muerte en nombre del marqués. Manfred sabe que Frederic tiene derecho al principado de Otranto porque Alfonso murió sin descendencia, pero él, su padre, y antes su abuelo, eran muy poderosos y no pudieron ser desplazados. Frederic se casó con una mujer que murió al dar a luz a Isabella. Dolorido por la pérdida, Frederic viajó a Tierra Santa, donde fue herido, encarcelado y dado por muerto. Ahora Manfred planea casarse con Isabella por la misma razón por la que antes había arreglado el casamiento de su hijo con la hija de Frederic: para unir las dos casas y legitimar su soberanía de Otrano.
Manfred se dirige hacia el heraldo y le dice que su señor es bienvenido y que primero hablarán; luego permitirá que el caballero se marche sin ser molestado. Mientras tanto, Jerome llega al convento, donde un monje le dice que recibieron la noticia de que Hippolita ha muerto. Jerome dice que no puede ser verdad, porque acaba de estar en el castillo con ella. Desgraciadamente, Isabella ha huido del convento porque se ha enterado de la supuesta muerte de Hippolita y ha pensado que la asesinó Manfred. Jerome, preocupado sobre todo por su hijo, decide regresar al castillo.
El caballero y su séquito entran en el castillo. Hay un amplio despliegue de heraldos, pajes, músicos y demás. El caballero va montado en un corcel castaño, y su rostro está completamente oculto por un visor de plumas. Lleva una espada gigantesca. Manfred se queda boquiabierto y, al ver que las plumas del yelmo vuelven a moverse, teme por su suerte. Intenta ser valiente y recibe al caballero, que no habla, pero sigue a Manfred hasta el gran salón. Cuando cruzan el patio en esa dirección, la espada gigantesca salta de improvisto de las manos de sus portadores y cae al suelo frente al yelmo. Manfred está acostumbrado a que sucedan estas cosas extrañas, pero se sigue sintiendo perturbado.
Una vez en el salón, el Caballero se niega a quitarse la armadura. Manfred le promete que no los traicionará, e intenta hacer gala de su encanto y ganarse a los invitados con su frivolidad. Sin embargo, nadie quiere hablar, así que el anfitrión se lleva al caballero y a dos compañeros a una habitación para charlar en privado.
Manfred explica que obtuvo el principado de Otranto por herencia de su abuelo, un servidor de Alfonso a quien este le legó su propiedad antes de morir en Tierra Santa sin descendencia. El caballero no responde, pero niega con la cabeza. Molesto, Manfred pregunta dónde está Frederic, y si el caballero puede hablar en su nombre. Este asiente. Manfred dice que tiene algo que proponerle. Les cuenta que Conrad ha muerto, lo que sorprende a los visitantes. Luego, adopta un aire afligido y les pregunta si han oído los rumores sobre Hippolita. Ellos niegan con la cabeza y él les cuenta que espera que en cualquier momento se disuelva su unión. Manfred finge sus lágrimas y dice que solo quiere un sucesor para su pueblo. Puesto que Isabella está libre y pronto lo estará él también, sugiere que él debería casarse con ella para asegurar su reclamo de Otranto y también el de Frederic.
En ese momento, entra un criado y dice que Jerome y varios cofrades exigen hablar con Manfred. Antes de que este pueda excusarse, los frailes irrumpen en la habitación. Manfred se enfada por la intrusión, pero Jerome exclama que Isabella ha huido y que él es inocente. El jefe de los caballeros habla por primera vez y acusa a Manfred de ocultar la verdad. Le pregunta por qué huyó Isabella, a lo que Manfred responde que la puso en el convento tras la muerte de Conrad mientras pensaba qué hacer con ella. Mientras miente, mira a Jerome con severidad, dándole a entender que no debe contradecirlo. Pero otro de los frailes dice que eso no es cierto, y el caballero se enfurece.
La compañía abandona el castillo y Manfred ordena a todos sus hombres que busquen a Isabella. Matilda oye todo esto y deduce que su padre no pensó en conservar la guardia de Theodore, así que aprovecha que está sin vigilancia y lo libera. Theodore, asombrado, le da las gracias y le dice que huya con él. Ella suspira y dice que es hija de Manfred y que no puede irse. Él pide permiso para besarle la mano, pero ella se niega y le pregunta si Isabella lo aprobaría. Él se muestra confundido y dice que no sabe quién es Isabella. Finalmente, se da cuenta de que Matilda no es la mujer de la bóveda a la que ayudó a escapar. Antes de marcharse, Theodore dice que necesita una espada, y que le demostrará a Manfred que no huirá cobardemente.
De repente, suena un profundo gemido, pero los jóvenes ignoran de dónde proviene. Matilda lleva a Theodore a la armería y le da una armadura y una espada. Le dice cómo salir del castillo por los pasadizos hasta alcanzar un bosque cerca de la costa. Theodore se arroja a sus pies y le suplica ser su caballero. Un trueno sacude el castillo y Matilda se retira rápidamente. Ambos están llenos de pasión, pero el joven tiene que marcharse.
Theodore llega al convento y se entera de que Jerome ha ido tras Isabella. No puede dejar de pensar en Matilda y se siente melancólico. Decide irse al bosque del que le habló la princesa. Allí deambula por las cavernas que antes eran de ermitaños y que ahora, se cree, son frecuentadas por espíritus. Escucha un murmullo y desenvaina su espada. De repente, una mujer cae aterrorizada ante Theodore. Él la tranquiliza y le pregunta si es Isabella. Ella dice que sí y le implora que no la entregue a Manfred. Theodore le dice que no tiene intención de hacerlo, y que deben esconderse en las cavernas, pero a ella le preocupa su reputación en caso de que los vean entrar juntos. Entonces, él le asegura que su corazón le pertenece a otra, y luego le dice que ella entre en la caverna primero mientras él vigila el exterior.
Oyen voces y Theodore sale a enfrentar al caballero armado, al que un campesino le dijo que Isabella podría estar allí. Ambos asumen que el otro pertenece al séquito de Manfred y los dos comienzan a luchar. El combate termina cuando Theodore hiere gravemente al caballero.
Cuando llegan algunos de los guardias de Manfred, Theodore se entera de que el caballero era, en realidad, un enemigo del tirano. El caballero moribundo pide por Isabella. Ella teme a los guardias de Manfred, pero Theodore le asegura que están desarmados y que él la protegerá.
El caballero, agonizando, le dice a Isabella que es su padre, Frederic, que ha venido a liberarla. Angustiada, Isabella lo besa y le dice que Theodore la defenderá. El joven jura hacerlo y luego ayuda a vendar las heridas de Frederic y a llevarlo de regreso al castillo.
Capítulo 4
En el castillo, los médicos atienden a Frederic y declaran que está fuera de peligro. Isabella, Matilda, Hippolita y Theodore se acercan a verlo, y Frederic, aunque distraído por la encantadora presencia de Matilda, se las arregla para contar su historia. Cuando estaba prisionero, soñó que su hija estaba encerrada en un castillo y que necesitaba su ayuda. Poco después de ser liberado, viajó por el bosque que había visto en sueños. Él y su séquito se encontraron con un ermitaño moribundo que les dijo que tenía un secreto encomendado por San Nicolás, que solo podía revelar en su lecho de muerte. Antes de morir, señala una zona de la tierra donde hallarían enterrado el secreto. Después de sepultar al ermitaño, Frederic y su séquito desenterraron una enorme espada, la misma que llevó a la corte.
Frederic se detiene un momento, dudando si continuar con la revelación delante de Hippolita. Ella sabe que Frederic dirá algo que perturbará el destino de su familia, pero le dice que continúe, porque no se puede detener la voluntad del cielo. Frederic cuenta que en la espada está inscrito que encontrará a su hija en el lugar donde está el yelmo que combina con la espada, y que ella será salvada por la sangre de Alfonso. Theodore pregunta qué tiene que ver todo esto con las princesas, para él es algo inconexo y misterioso. Frederic le responde que no sea impertinente.
Entran Manfred, Jerome y los demás. Al ver a Theodore en armadura, Manfred se espanta, creyendo que aquella figura es el espectro de Alfonso. Hippolita lo tranquiliza diciéndole que es el joven campesino, y Manfred le pregunta al joven cómo logró escapar. Theodore da a entender que lo ayudó a escapar Jerome, quien no entiende por qué su hijo lo incrimina, aunque calla para no ponerlo en peligro. Manfred le exige a Theodore que explique cómo llegó a este castillo.
Theodore cuenta su historia. A sus cinco años, él y su madre fueron tomados prisioneros por los corsarios en Sicilia y llevados a Argel. Ella murió al cabo de un año, dejando papeles que constataban que Theodore era el hijo del conde de Falconara. Después de pasar muchos años esclavizado, Theodore fue rescatado, dos años atrás, por un barco cristiano. Intentó encontrar la casa de su padre y la halló en ruinas. Supo también que su padre se había retirado para acoger vida religiosa. Ha llegado hace seis días a la región de Otranto, donde tomó trabajo como labrador. Frederic toma la palabra y afirma que Theodore es valiente, generoso y noble; luego, insta a Manfred a que le perdone la vida. Manfred accede a que Theodore se vaya al convento con Jerome, con tal de que vuelva al otro día.
Matilda e Isabella se retiran a sus habitaciones, cada una sumida en sus pensamientos. Matilda se pregunta si hay algo entre Isabella y Theodore. Isabella cree que la forma en que Theodore mira a Matilda revela que ella es la mujer a quien él ama. Sin embargo, está confundida porque no sabe cómo conoció a Matilda, ni si ella corresponde a sus sentimientos. Isabella resuleve que convencerá a su amiga para que tome los hábitos.
Las dos jóvenes se encuentran y se ruborizan, sintiéndose incómodas. Hablan de Theodore entrecortadamente y fingiendo desinterés; Isabella dice que lo aborrece porque hirió a su padre y Matilda, que apenas lo conoce. Isabella intenta advertir a su amiga, sugiriendo que Theodore ama a otra, pero enseguida confiesa que cree que el joven está enamorado de ella. Las dos admiten sus sentimientos por Theodore y empiezan una “batalla generosa, en la que cada una insistía en ceder el lugar a su amiga” (p.107). Finalmente, Isabella decide dejar que Matilda se quede con Theodore, porque es evidente que él la prefiere a ella.
Hippolita entra en la habitación y cuenta a las jóvenes que le ha propuesto a Manfred que Frederic se case con Matilda, para evitar la ruina de su casa. Las muchachas se escandalizan, sobre todo Isabella, que decide revelar la verdad sobre el propósito de Manfred de divorciarse de Hippolita y casarse con ella. Madre e hija están desconsoladas. Hippolita dice que ella misma propondrá el divorcio y se retirará a un convento, porque ese parece ser su destino. Isabella intenta disuadilra y le dice que nunca consentirá lo que Manfred pretende de ella. Hippolita replica que deben respetar los mandatos del cielo, de los padres y de los esposos. Las muchachas revelan su pasión compartida por Theodore, pero Hippolita dice que Matilda debe olvidarlo. Ella responde que hará lo que la madre le ordene, pero que no quiere casarse con otro. Su madre le responde que su destino está en manos de su padre.
Hippolita quiere preguntarle a Jerome en secreto si puede consentir en buena conciencia el divorcio, por lo que se dirige a la iglesia para hablar con él. Mientras tanto, el fraile y su hijo discuten sobre el amor que siente Theodore por Matilda. Jerome le reprocha su afecto por la hija de Manfred, porque el tirano debe ser aniquilado hasta la tercera y la cuarta generación. Jerome le está por contar a su hijo la historia de Alfonso cuando llega Hippolita. Theodore deja que la dama se entreviste a solas con Jerome y se retira. Ella pregunta por el divorcio, y el fraile la disuade enérgicamente de ese plan.
Frederic, entretanto, queda fascinado por los encantos de Matilda y acepta la propuesta de Manfred de casarse con ella; también dejará que Isabella se case con Manfred si Hippolita acepta el divorcio. Manfred se dirige al convento para hablar con su esposa y se indigna al encontrarla allí con Jerome. El fraile confronta a Manfred y le dice que la Iglesia desprecia su plan, y que, si persiste, se lanzará una anatema sobre su cabeza.
Mientras Manfred habla de su plan, tres gotas de sangre caen de la nariz de la estatua de Alfonso. Manfred palidece, el fraile indica que es una señal divina, e Hippolita le pide a su esposo que se sometan a la voluntad de Dios. Manfred se recompone, ordena a Hippolita que se marche al castillo y le prohíbe a Jerome la entrada a su casa por traidor. El fraile replica que el poder de los usurpadores se marchitará pronto.
Análisis
En estos capítulos, Walpole despliega los recursos góticos con todo su esplendor. Hay un caballero misterioso que revela su identidad, mujeres apasionadas y abnegadas, un héroe noble y apuesto, una damisela en apuros, visiones y tragedias. La emoción es más intensa que nunca, con Hippolita, Matilda e Isabella manifestando paroxismos de dolor y desesperación, y Manfred con sus ataques de ira y creciente ansiedad. Se puede detectar un rechazo de los ideales neoclásicos de proporción, equilibrio y armonía que imperaban en el siglo XVIII. En la novela de Walpole, todo es acción trepidante, exceso y emoción desenfrenada.
Aunque los lectores contemporáneos no leyeron El castillo de Otranto como si fuera una historia real (especialmente después de que Walpole se sincerara sobre su autoría en el segundo prólogo), la novela puede ofrecer mucha información sobre el tipo de historia y narrativa que Walpole valoraba. Walpole no pretendía hacer la crónica de un periodo de tiempo real; más bien, como argumenta el crítico Jonathan Dent, "le [preocupaban] más las formas en que el pasado es narrativizado y estructurado" (Dent 2012, p.25, traducción propia). Su uso del gótico revela que no se puede conocer verdaderamente una realidad pasada. Solo podemos conocer el pasado a través de los textos, que pueden estar perdidos o ser difíciles de traducir; esto sugiere el primer prologo de El castillo de Otranto, en el que se presenta la historia como una traducción de un impreso medieval.
Otro elemento en juego aquí es, como señala Dent, que "el gótico es, en esencia, una revuelta imaginativa contra la actitud de la historiografía del siglo XVIII, que se reía del predominio de la superstición en épocas anteriores; por esta misma razón, las creencias supersticiosas proliferan en la novela gótica de Walpole" (Dent 2012, p.27, traducción propia). En los capítulos 3 y 4 se suman nuevos elementos sobrenaturales: las plumas del yelmo se mueven ominosamente, la espada gigante cae junto al yelmo, se oye un gemido desconocido, Frederic cuenta el secreto profético de un ermitaño, Theodore parece el espectro de Alfonso y la estatua de Alfonso emana sangre. Aunque Walpole escribe en la época de la Ilustración, se niega a omitir las supersticiones de su novela, y propone así su propio sentido de lo que es natural a la sensibilidad humana: en pocas palabras, creer en fantasmas. La imaginación es una herramienta valiosa para ayudar a que el pasado cobre vida para los que están en el presente.
Walpole también juega con la cronología y el orden, negándose a construir una progresión racional y coherente de los acontecimientos. Estos, a veces, no parecen tener sentido en cuanto a su lugar: los personajes pasan del castillo al bosque, a la iglesia y el convento como si no existieran límites reales de tiempo y espacio; los acontecimientos se repiten; los relatos de los personajes se superponen y la información se va recuperando de a pedazos. Sin embargo, se podría afirmar que hay más verdad en esto que en el orden rígido que se le da a las narraciones históricas o a las narraciones de ficción que pretenden transmitir una verdad. El gótico es, por naturaleza, desordenado e irracional, y se centra intensamente en lo escabroso y lo inmoral. El incesto, la violencia, la muerte y los impulsos reprimidos son moneda corriente en El castillo de Otranto; el gótico es una protesta imaginativa contra las técnicas historiográficas racionales y reductoras.
Cabe destacar la prevalencia del tema del doble en estos capítulos, que contribuye a la sensación de inquietud del texto. Matilda e Isabella son, en varios aspectos, intercambiables: ambas aman a Theodore; ambas son víctimas de la tiranía de Manfred; ambas son jóvenes, bellas y virtuosas. Al ver a Matilda, Theodore se confunde, pensando que ella es a quien rescató en la bóveda; en el final, terminará casado con Isabella, porque Matilda será asesinada por su padre. Cuando en el convento se cree que Hippolita murió, es porque Bianca exclamó antes que la princesa había muerto cuando Matilda cayó desmayada. Esto no solo anticipa el final de Matilda; también contribuye al juego de equívocos de la novela, ayudado por el hecho de que tanto Hippolita como Matilda e Isabella son llamadas “princesas”. Frederic llega tras años de ser dado por muerto y es atacado por Theodore porque este supone que el caballero es un aliado de Manfred. Al final de la novela, Manfred confunde a Matilda con Isabella, el error de identidad más letal de todos. El desdoblamiento de los personajes conduce así al trauma y al terror, lo que aumenta la sensación de inestabilidad y de destino irremediable de los personajes.
Por último, se puede establecer un paralelismo entre la conversación que tiene Hippolita con Matilda e Isabella y la que tiene Jerome con Theodore a propósito de sus sentimientos amorosos. En la conversación de las mujeres se hace evidente la villanía de Manfred, a la que la esposa se somete siguiendo el mandato patriarcal: “No nos es dado elegir por nosotras mismas. El cielo, nuestros padres y nuestros maridos deben decidir por nosotras” (p.109). Hippolita obliga a seguir este mandato a su hija, Matilda, a la que fuerza, a su vez, a casarse con Frederic por designo del padre, solicitando que abandone sus sentimientos por Theodore. Isabella es como una hija para ella –lo que acentúa el sentido incestuoso de los propósitos de Manfred–, pero Hippolita está dispuesta a acceder al divorcio si la Iglesia se lo permite. Jerome también condena la pasión de Theodore, pero por otro motivo, que se relaciona con los temas del pecado del padre y del derecho a gobernar. Jerome le dice a su hijo que es pecado “codiciar a quienes el cielo ha condenado”, porque “la descendencia de un tirano debe ser aniquilada de la faz de la tierra hasta su tercera y cuarta generación” (p.112). Dado que el pecado –la usurpación de Otranto– lo inició el abuelo de Manfred, la cuarta generación alcanza a sus hijos: muerto Conrad en el inicio, queda la muerte de Matilda en el final. Luego, cuando Manfred increpa a Jerome por obrar en contra de sus designios, este le asegura que no tiene derecho a gobernar (“No sois mi príncipe legal, no sois un príncipe”, le dice, p.115), y luego le augura el final de su reinado de terror, con la devolución del principado de Otranto a su heredero legítimo.