El castillo de Otranto

El castillo de Otranto Resumen y Análisis Capítulo 2

Resumen

Matilda, perpleja por las palabras y el comportamiento de su padre, espera el regreso de Bianca, su joven doncella. Bianca regresa por fin y le cuenta a Matilda la historia del misterioso gigante de la galería. Matilda se pregunta por qué su padre necesita ver al capellán, y Bianca especula que simplemente quiere que Matilda se case. Matilda no está de acuerdo y dice que su padre no siente nada por ella.

Bianca divaga sobre que quiere ver a Matilda casada, y le pregunta qué haría si llegara un príncipe apuesto, un héroe que se pareciera al retrato de Alfonso el Bueno de la galería, al que Matilda observa siempre por horas. Avergonzada, Matilda dice que no está enamorada del retrato, pero que admira el carácter del virtuoso príncipe. Tiene la sensación de que su destino está ligado a él, pero no sabe cómo. Bianca le dice que aquello es imposible, porque su familia no está emparentada con la de él. Matilda cree que hay un “fatal secreto” que oculta su madre, y que podría tener que ver con todo esto. Bianca dice que Matilda probablemente acabará en un convento, y añade que Isabella siempre la deja hablar de hombres. Matilda la regaña por manchar la honra de Isabella y replica que aquella es alegre y pura, y simplemente sabe cómo entretener a Bianca.

Mientras las dos hablan, oyen un ruido extraño. Bianca se lamenta, proclamando que el castillo está encantado. Matilda le dice que se calme y que, si hay espíritus, tal vez sería mejor hablar con ellos para apaciguarlos. Las dos oyen a una persona cantando en la habitación debajo de la de Matilda, que permanecía vacía desde que el astrólogo, tutor de Conrad, se ahogó.

Matilda pregunta quién está allí; la voz responde que es un desconocido, que no puede dormir, y que por eso canta para pasar el tiempo, mientras está allí retenido contra su voluntad. Matilda percibe que su voz y su tono son melancólicos; le dice que, si lo acecha la pobreza, Hippolita podrá ayudarlo. Él responde que no se queja de su suerte y que es joven y sano, pero le da las gracias y promete recordarla en sus oraciones.

Bianca está encantada con el joven y le susurra a Matilda que lo interrogue más, aprovechando que el joven debe creer que ella es una de las criadas, pero Matilda no quiere abusar así de su confianza. Bianca dice que el desconocido debe estar enamorado y que por eso está triste, Matilda cree que Bianca está asumiendo sin saber los sentimientos del joven.

Matilda habla de nuevo con el joven desconocido y le dice que busque al padre Jerome en la iglesia de San Nicolás cuando salga, y que le cuente su historia; luego el fraile hablará con Hippolita a su favor. El joven le da las gracias y le ruega una petición. Matilda no quiere que nadie los oiga y piense mal de aquella charla, pero le concede un minuto más de su atención. El desconocido le pregunta modestamente si es cierto que Isabella se ha escapado del castillo. Matilda se enfada, suponiendo que está husmeando en los asuntos familiares, le dice que se ha equivocado con él y cierra la ventana.

Bianca le dice a Matilda que podría estar equivocada, porque aquel hombre podría ser el que ayudó a Isabella a escapar. Ella y los otros criados creen que podría ser un nigromante. Matilda admite que la desaparición de Isabella y la curiosidad de este extraño parecen estar relacionadas. Se dispone a abrir la ventana para preguntarle sobre esto al joven, pero en ese momento oyen sonar la campana de la puerta del castillo.

Matilda le comenta a Bianca que el discurso del joven fue noble y piadoso. Bianca está de acuerdo y luego especula que debe tener un talismán especial para haber salido de debajo del yelmo. Matilda le reprocha a Bianca que todo sea magia para ella, y que un joven tan cristiano no podría lanzar hechizos. Isabella también debía saber que era piadoso, reflexiona, y aunque Bianca parece desconfiar de la espiritualidad de Isabella, Matilda la defiende como hermana y como alguien que la quiere.

Mientras hablan, entra un criado y anuncia que el fraile Jerome ha llegado al castillo con la noticia de que Isabella se encuentra en el convento. Manfred había oído que el fraile quería verlo, pero pensó que se trataba de algo sobre las obras de caridad de Hippolita, por lo que no le pidió a su esposa que saliera de la habitación cuando Jerome entró. Al escuchar que Isabella está bajo la custodia del fraile, Manfred se apresura por hablar con él sin la presencia de Hippolita, por lo que le dice a Jerome que los dos deben retirarse a sus aposentos. El fraile se niega enérgicamente y pregunta si Hippolita sabe por qué huyó Isabella.

Manfred interrumpe y le recuerda a Jerome que él es el soberano del castillo, pero Jerome dice que sirve a alguien más grande que Manfred –a Dios– y que debe escuchar a aquel por quien habla. Manfred se llena de rabia y vergüenza. Jerome afirma que Isabella les agradece a Manfred y a su esposa su amabilidad y les desea unión y felicidad; ella permanecerá en el convento hasta que tenga noticias de su padre o de sus guardianes.

Irritado, Manfred dice que no está de acuerdo y que el joven campesino fue la causa de la huida de Isabella. Jerome pregunta con sarcasmo si fue un joven la razón, y aunque Manfred se enfada aún más, Jerome insiste con que Isabella estará a salvo en el convento. Hippolita toma la palabra y dice que se retirará para respetar el deseo de su esposo de hablar a solas con el fraile. Después de que Hippolita se retira, Manfred le exige a Jerome que traiga de vuelta a Isabella y que convenza a su esposa del divorcio y de retirarse a un monasterio por el resto de su vida. Allí podrá hacer uso de su dinero para obras de caridad y se alegrará de haber salvado al principado de Otranto de la destrucción. Jerome se niega rotundamente a mancillar así a Hippolita y condena a Manfred por sus intenciones adúlteras. Le advierte que no prosiga con sus designios incestuosos sobre quien fuera su hija política. Le anima a llorar por Conrad y a resignarse al hecho de que la casa de Otranto pueda no perdurar; él se hará “merecedor de una corona inmortal” (p.61) en la otra vida.

Manfred insiste: afirma que duda sobre la legalidad de su matrimonio, ya que es pariente de Hippolita en cuarto grado, y se enteró de que ella había estado comprometida con otro. Por lo tanto, cree que su matrimonio debe disolverse. Jerome se asombra de la obstinación del príncipe y se pregunta qué decir, sobre todo porque Manfred podría recurrir a otra mujer si no puede tener a Isabella. Finalmente, decide retrasar su plan diciéndole a Manfred que conseguirá el consentimiento de Isabella, mientras se asegura en secreto que la iglesia se oponga al divorcio.

Manfred siente que por fin Jerome está de su lado. Luego le pregunta quién es el joven que encontraron en la bóveda. Jerome no sabe mucho de esta situación, pero decide sembrar algunas semillas de celos en Manfred para, con suerte, apartarlo de Isabella. Le dice a Manfred que el joven tenía algún tipo de vínculo con Isabella. El príncipe se indigna y ordena que traigan al joven ante él. Cuando lo llevan, el muchacho sabe que puede decir la verdad ahora que Isabella ha escapado, y responde al airado interrogatorio de Manfred diciendo que se llama Theodore y que es labrador en un pueblo vecino. Manfred le pregunta por qué ayudó a Isabella a escapar, y Theodore responde que quiso asistir a alguien que se veía en peligro.

Mientras esto sucede, Matilda se dirige a visitar a su madre. Sin embargo, al pasar por allí, oye a su padre y la voz de Theodore. Ve que el joven es apuesto, noble y que se parece mucho al retrato de Alfonso. Al oír que su padre ordena que se le corte la cabeza, cae desmayada.

En ese momento, Bianca exclama que la princesa ha muerto. Manfred y el campesino se sorprenden, pero pronto descubren que no es cierto, por lo que el primero continúa con la orden de matar a Theodore. Todos los presentes sienten piedad por el joven excepto Manfred, que, de todos modos, accede al pedido de Theodore de confesarse antes de morir. Manfred manda a llamar a Jerome para la confesión. Este llega y se siente terriblemente culpable por lo que le ha hecho accidentalmente al campesino. Le ruega a Manfred que lo reconsidere, pero este no se deja disuadir. Jerome le dice al joven que es su asesino y se muestra abatido. Theodore le ofrece su perdón, mientras Manfred se impacienta con este espectáculo. El joven se desabrocha el cuello y se arrodilla para rezar. El fraile ve la marca de una flecha ensangrentada en su hombro y exclama sorprendido que Theodore es su hijo.

Jerome llora y se abraza con Theodore; los espectadores están estupefactos. Manfred está atónito, pero su orgullo no le permite apartarse de su objetivo, aunque los presentes le piden a gritos que perdone al joven. Jerome le dice que Theodore es de sangre noble porque él, antes de ser fraile, era el conde de Falconara. Se pregunta cómo Manfred puede negarle a un padre su hijo perdido hace tiempo. Manfred se burla, diciendo que él también perdió a su propio hijo. Jerome se lamenta por esto, pero le ruega que le perdone la vida a cambio de la suya. Theodore proclama noblemente que morirá y que su padre debe proteger a Isabella.

El sonido de los cascos de unos caballos y de la trompeta que anuncia una llegada interrumpe la escena. Las plumas negras del yelmo se agitan como movidas por una cabeza invisible.

Análisis

En este capítulo se acumulan los acontecimientos dramáticos del relato. Está el encuentro de Theodore y Matilda, la severa discusión de Jerome con Manfred sobre sus deseos adúlteros e incestuosos, el descubrimiento de que Theodore es hijo de Jerome y de sangre noble, y la llegada de un misterioso visitante que, con su sola presencia, hace que las plumas del sobrenatural yelmo tiemblen. El ambiente sigue cargado de excesos de emoción.

Curiosamente, el cristianismo y lo sobrenatural coexisten con bastante facilidad en esta novela. Al mismo tiempo que Manfred es capaz de aceptar que un retrato cobre vida y que un yelmo gigante aplaste a su hijo, también puede pedir el divorcio ante la Iglesia. Al mismo tiempo que gigantes cubiertos de armaduras acechan la galería, Matilda se inquieta por la posibilidad de casarse o tomar los hábitos. La religión está especialmente vinculada a las mujeres de la historia. Esto no es extraño, dado que el código de conducta moral del cristianismo establecía las formas en que las mujeres debían subordinarse y proteger su virtud e inocencia. La virtud estaba indeleblemente ligada a ser una buena cristiana, al menos para las mujeres. Tanto el cristianismo como la organización patriarcal de la sociedad reprimían la libertad de la mujer en todos los sentidos; Hippolita reconoce este hecho más adelante en la novela cuando comenta: “El cielo, nuestros padres y nuestros maridos deben decidir por nosotras” (p.109). Walpole se ciñe a representaciones bastante convencionales de los personajes femeninos, con Isabella y Matilda como las clásicas damiselas virtuosas, e Hippolita como la abnegada esposa.

La virtuosidad de Matilda es casi excesiva, pues apenas puede consentir hablar con Theodore, no sea que alguien se haga una idea equivocada; más adelante, el modo en que acepta su muerte a manos de su padre podría asombrar a los lectores. Cuando Bianca exclama: “¡la princesa ha muerto!” (p.68), sus palabras son un anticipo de lo que, en efecto, sucederá en el final, cuando Matilda se convierta en una víctima de la villanía de su padre. Hippolita también actúa con demasiada virtud, acatando las órdenes de su marido sin mostrar curiosidad sobre por qué quiere hablar a solas con Jerome sobre Isabella. También, más adelante, aceptará que Manfred se quiera divorciar de ella –basándose en una mentira difundida por él– y casarse con Isabella, que es como una hija para ambos y que estuvo comprometida con su hijo apenas un día antes. Esto refuerza el sentido de la condición de víctima de estos personajes femeninos, que aparecen más como objetos intercambiables que como seres humanos plenamente realizados.

Es probable que Walpole fuera consciente del excesivo victimismo y virtud de sus personajes femeninos, pero, aun así, no hay ningún intento de matizarlos. De hecho, la propia sexualidad de Walpole ha entrado en juego al hablar de los personajes de su obra y de la relación entre lo masculino y lo femenino. Muchos críticos se han centrado en la supuesta homosexualidad de Walpole y en cómo podría manifestarse en El castillo de Otranto. Max Fincher, por ejemplo, reconoce que no hay nada abiertamente homoerótico en el enfoque de la novela sobre el incesto, el matrimonio y el deseo. No obstante, hay una preocupación constante “por la amenaza y el miedo a la exposición pública en su trama, que se centra en que Manfred no encarna la nobleza y el honor que él creería poseer por medio de su ilegítimo reclamo del castillo” (Fincher 2001, p.234, traducción propia). Manfred posee el secreto de que su abuelo es un usurpador de Otranto y pasa el transcurso de la novela intentando desesperadamente mantener ese secreto oculto y subvertir la inevitable usurpación del poder.

Manfred ha interiorizado la genealogía corrupta de su familia hasta el punto de que apenas la reconoce ya. Se convence a sí mismo de numerosas cosas que no son ciertas para alcanzar sus propósitos. Cuando se enfrenta a algún elemento reprimido reacciona con extremo terror, como cuando confunde a Theodore con Alfonso más adelante en la novela. Fincher sostiene que el miedo de Manfred “se produce al contemplar los efectos del poder de un individuo sobre una alteridad, un Otro. La resolución catastrófica y la dispersión de los cuerpos al final de la novela implica que el miedo a ser descubierto, a que se revele la identidad, reside en la perspectiva de que el conocimiento se utilice como un instrumento poderoso sobre la voluntad del individuo” (Fincher 2001, p.235, traducción propia). Fincher también sugiere que Walpole podría estar intentando extirpar aspectos de lo femenino en la subjetividad masculina para proteger su verdadera identidad, pero que lo que acaba haciendo es revelar una homofobia internalizada. El yelmo, símbolo masculino, mata al enfermizo y débil Conrad; Manfred se pregunta si el cielo ordenó esto a causa de la débil constitución de su hijo. El mencionado retrato misógino de los personajes femeninos es también una forma de la homofobia. En cuanto a Theodore, “puede simbolizar la presencia perturbadora del Otro homoerótico” (Fincher 2001, p.238, traducción propia). Tiene honor y compasión, a diferencia del agresivo Manfred, quien, cuando se encuentra con aquel, siempre termina asombrado, confundido y enfadado. Theodore frustra la “noción claramente definida de masculinidad” (p.239, traducción propia) de Manfred y se asocia, en el inconsciente de este, “con su vida erótica, con su ambición frustrada, y con lo femenino" (ibid.).

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