La figura de Satán ha producido fascinación desde el momento en que se publicó El paraíso perdido. Desde el comienzo, lectores y críticos notaron que Milton construía un personaje extraordinariamente complejo: un rebelde altivo, elocuente y capaz de suscitar cierta identificación, aunque encarnara el Mal. En el siglo XIX, el Romanticismo consolidó una línea interpretativa que veía a Satán como una figura heroica o trágica, un protagonista digno de compasión.
Aún hacia mediados del siglo XX, los estudiosos de Milton estaban divididos respecto de las simpatías del autor hacia Satán. Algunos creían que Milton, al fomentar empatía hacia su figura, se alineaba con “el partido del Diablo”. Otros, en cambio, afirmaban que la obra expresaba de manera inequívoca la adhesión del poeta al orden divino, y que la compasión estaba dirigida únicamente al ser humano.
Es entonces, en 1967, cuando Stanley Fish publica su influyente estudio Surprised by Sin: The Reader in 'Paradise Lost' (Sorprendido por el pecado: el lector en 'El paraíso perdido'). Esta obra permitió conciliar ambas posturas, y dio origen a una lectura que ha marcado la crítica miltoniana hasta nuestros días.
Fish argumenta que el verdadero sujeto de El paraíso perdido no es Satán ni Dios, sino el propio lector. Su idea central sostiene que el poema busca revelar al lector cómo llegó a ser lo que es –es decir, un ser caído– mediante la construcción de un Satán capaz de despertar empatía. Así, cada vez que el personaje actúa o habla de una manera que conmueve o con la que podemos identificarnos, Milton estaría dramatizando el mecanismo mismo por el cual la humanidad sucumbe a la tentación. En este sentido, el costado humano de Satán refleja la corrupción satánica latente en cada ser humano.
Desde su publicación, la interpretación de Fish ha ejercido una influencia perdurable en los estudios sobre Milton. Hoy se acepta ampliamente su tesis de que la tensión entre repulsión y empatía hacia Satán constituye el núcleo de la experiencia del poema: leer El paraíso perdido implica, en sí mismo, una forma de tentación, un espejo del relato de la caída que se reactualiza en cada lector.