Libro VI
Resumen
Abdiel, el único ángel que se opuso a la rebelión de los caídos, es recibido nuevamente en el Cielo y elogiado por su valentía. Luego, Dios envía a Miguel y Gabriel al frente de su ejército para enfrentar y derrotar a las huestes de Satán. La batalla comienza con un estruendo tremendo. Satán y Miguel se enfrentan cara a cara y combaten con sus espadas. Miguel hiere a su adversario en el costado derecho, atravesando su armadura. Satán siente dolor por primera vez. Los ángeles rebeldes corren en su auxilio y lo retiran del campo, obligando a sus fuerzas a retroceder momentáneamente. Aunque la herida cicatriza pronto, el orgullo de Satán queda profundamente herido: creía ser igual a Dios, pero ha sido abatido por un simple arcángel.
Al caer la noche, Satán convoca un consejo de guerra. Allí transforma la derrota en aparente victoria: si Dios fuera verdaderamente infalible –argumenta–, ¿cómo es posible que los ángeles caídos resistieran un día entero de combate y siguieran con vida? Si pudieron luchar contra Dios durante un día, “¿por qué no días sin final?” (285). Decide, entonces, regresar al combate con nuevas armas, “máquinas diabólicas” (262) forjadas con los recursos naturales del Cielo, como pólvora y cañones.
Al día siguiente, sus tropas sorprenden al ejército divino con esas armas y derriban a miles de ángeles. Pero los fieles pronto reaccionan: recurren a la propia naturaleza del Cielo y, arrancando colinas, las arrojan contra los rebeldes. El campo de batalla se convierte en un caos, donde montañas enteras vuelan de un lado a otro.
En el tercer día de combate, Dios envía a su Hijo. Este le ordena a su ejército que descanse y avanza solo en su majestuoso carro. A medida que se aproxima, las colinas vuelven a su lugar y el Cielo recupera su orden natural. El Hijo de Dios lanza rayos contra el enemigo, y las huestes de Satán huyen, aterrorizadas. Entonces se abre una brecha en el muro del Cielo, y los ángeles rebeldes caen por ella, precipitándose al Infierno.
Análisis
El relato de la derrota de Satán en la batalla celestial, consumada por el Hijo de Dios, sirve como ejemplo para Adán, al mostrarle que la verdadera libertad está hermanada a la razón, y que la perduración de la felicidad reposa en la sumisión voluntaria al Creador, una lección que Adán debe aplicar para precaverse de quien conspira para seducirle.
La mención de los cañones y la pólvora como máquinas de origen diabólico introduce en el poema una crítica política por parte de Milton. Estas armas eran invenciones recientes en su tiempo, y muchos de sus contemporáneos las consideraban inspiradas por el demonio. De modo análogo a la guerra nuclear en la actualidad, la artillería estaba transformando radicalmente la forma de hacer la guerra: aumentaba su eficacia –y, con ello, la cantidad de muertes posibles en un corto lapso– al mismo tiempo que la volvía más impersonal: ya no era necesario mirar al enemigo para darle muerte. Esta distancia forzaba a la sociedad a modificar –o incluso a abandonar por completo– sus concepciones tradicionales del heroísmo y de la caballerosidad. En este sentido, el uso de la artillería suponía una forma de trampa: sustraía el honor del combate y revelaba el carácter moralmente dudoso de la empresa bélica.
Milton ofrece una descripción poética del cañón, en la que emplea un lenguaje técnico. El “hórrido orificio” alude a la cavidad del cañón, mientras que el “pináculo de fuego” (293) designa el punto de ignición: la mecha que prende la pólvora.
En Milton no hay coincidencias: cada número, cada alusión a una estrella, casi cada palabra, funciona como una pista o una clave hacia un sentido ulterior. Esto se advierte con claridad en su uso de la numerología. El tercer día de batalla remite a los tres días que Jesucristo permaneció en la tumba, según el Nuevo Testamento. Los cristianos creen que, al resucitar al tercer día y levantarse de entre los muertos, Cristo venció a la Muerte, que en el poema es presentada como hijo de Satán. De este modo, cuando el Hijo de Dios sale a combatir a Satán y a su ejército en el tercer día, su triunfo refleja simbólicamente la victoria de Cristo sobre la Muerte. Es significativo, además, que el Hijo enfrente solo a las huestes infernales, del mismo modo que Cristo afrontó la crucifixión y la muerte sin la ayuda de los ángeles.
Con la llegada del Hijo de Dios, los montes arrancados del Cielo vuelven a su lugar y la naturaleza recupera su orden. En un sentido macrocósmico, el Hijo devuelve el orden y la razón al caos con su sola presencia. Así también traerá orden, razón y bondad a la humanidad cuando venga a la Tierra bajo la forma de Jesucristo.
Otra alusión bíblica en este punto es el símil que compara al ejército derrotado de Satán con un rebaño de ovejas lanzado al abismo. Aparece en el clímax de la guerra celestial, cuando el Hijo confronta a los rebeldes y, en lugar de aniquilarlos, los eleva “cual rebaño / de carneros o hato temeroso apretujado” y los conduce hasta el “Muro de Cristal del Cielo”, que se abre para revelar “una ancha boca / al Abismo Yermo” (307). Los demonios, sobrecogidos por el pánico, se precipitan de cabeza fuera del Empíreo hacia lo insondable. Este símil remite al pasaje del Evangelio de Marcos en el que Jesús expulsa a los demonios y los envía a los cerdos gadarenos, que luego corren hacia el precipicio.
Es interesante que Milton, aunque evita la palabra “original” —tan recurrente en los discursos teológicos sobre el pecado de Adán y Eva—, utiliza con frecuencia la palabra “todo” (all en el original inglés, que aparece más de seiscientas veces en el poema). Este uso enfatiza que, en el universo miltoniano, la totalidad del Bien o del Mal son realidades posibles y absolutas. La creación inicial es presentada como enteramente buena, y Adán, concebido justo y recto, posee en sí mismo la plenitud de la dicha y del amor en un estado de perfección inalterable. Sin embargo, la corrupción que sigue a la desobediencia es también absoluta: el Hombre lo pierde todo y queda reducido a la desnudez, la culpa y el sufrimiento. Ese principio de totalidad se refleja también en la mente de Satán, donde el Bien se invierte por completo en Mal, y la necesidad de autoafirmación lo lleva a erigirse como el artífice del Mal sobre toda la Tierra.
Libro VII
Resumen
Adán le pregunta a Rafael cómo fue creado el hombre, cómo se formó la Tierra y con qué propósito. Rafael le responde que, tras la caída de Satán, Dios advirtió que el Cielo había perdido la mitad de sus habitantes. Para impedir que Satán considerara eso una victoria, decidió poblarlo nuevamente con una criatura dotada de libre albedrío, capaz de alcanzar la gloria divina mediante sus propias acciones.
Dios envía a su Hijo, el Verbo, y un cortejo de serafines y querubines a realizar el trabajo de la Creación en seis días. El primer día, el Hijo le ordena al Abismo ser Cielo y Tierra, separando la luz de las tinieblas. El segundo día, crea el firmamento, y el tercero hace surgir la tierra y la vegetación. Posteriormente, el cuarto día, crea las luminarias celestes –el sol, la luna y las estrellas–, y en el quinto, los peces y las aves. Finalmente, el sexto día crea los animales terrestres y su obra culminante: el Hombre.
El Hijo de Dios llega al trono del Padre y se sienta a su derecha, consagrándose a la bendición en el séptimo día, mientras los ángeles celebran la creación con himnos. Rafael finaliza su relato esperando haber satisfecho la demanda de Adán, exhortándolo a no exceder “la mesura humana” en el conocimiento (345).
Análisis
El Libro VII de El paraíso perdido constituye una sección crucial, ya que alberga el relato de la creación del Mundo y del Hombre, narrado por el arcángel Rafael a Adán. Milton retoma en este pasaje el orden del Génesis, y en ciertos fragmentos reproduce algunas de sus palabras de manera literal.
Desde el punto de vista teológico, Rafael expone el motivo de Dios para crear al Hombre y el universo: repoblar el Cielo con seres que, mediante la razón y el dominio de sus pasiones, puedan elevarse hasta un estado angélico. El Hijo, en calidad de Verbo –se lo llama “Su Palabra, la Filial Deidad” (320)–, es enviado para ejecutar esta obra. Con su “Omnífica Palabra” ordena al Caos que cese su discordia y lo circunscribe con el “compás de oro” (322) para crear el universo en seis días, desde la aparición de la luz, el firmamento, la tierra y la vegetación hasta la de los astros, culminando con la creación del hombre.
El relato de Rafael, junto con los recuerdos de Adán, anticipa y contrasta con la narración que hará Miguel en el Libro XI sobre la historia de la humanidad tras la caída. El contraste comienza con los propios mensajeros: Rafael llega como un amigo invitado a cenar, un ángel amable y prudente que advierte con ternura; Miguel, en cambio, aparece como un mensajero severo, revestido con armadura y acompañado de una hueste angelical, encargado no solo de contar la historia, sino también de expulsar a Adán y Eva del Paraíso. Rafael representa la suavidad y el consejo previo a la caída; Miguel, la firmeza y la justicia posteriores. En ellos se refleja la diferencia entre la relación de Dios con el Hombre antes y después del pecado original.
Milton también reafirma su condición de poeta épico y su pertenencia a la gran tradición literaria al invocar a la musa antes de varios episodios del poema. En este libro, llama a la musa celestial Urania –no la entidad mitológica, sino su esencia, vinculada al Espíritu Santo– como fuente de inspiración, estableciendo así una competencia simbólica con Homero y Virgilio, quienes invocaron musas paganas. Con este gesto, Milton muestra que su obra no solo se inscribe en la tradición épica, sino que se fundamenta en la autoridad divina cristiana: la Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo) legitima su relato de la creación y de la redención, un tema que, desde su perspectiva filosófica, trasciende la grandeza de los poemas épicos clásicos.