El paraíso perdido

El paraíso perdido Resumen y Análisis Libros I-II

Libro I

Resumen

El paraíso perdido comienza con una exposición de su propósito: narrar la primera desobediencia del Hombre y la consiguiente “pérdida del Edén”, un tema “no [intentado] todavía en prosa ni en rima” (25). El objetivo principal del poema es “justificar los caminos del Señor ante los hombres” (26).

A continuación, la acción se centra en la figura de Satán, recién caído del Cielo. La escena inicial transcurre en un lago ardiente y sombrío del Infierno, donde Satán, aturdido, recupera la conciencia tras su caída y descubre que yace encadenado sobre las llamas.

Levanta la vista y distingue “a uno próximo en poder y próximo también en crimen” (29): Belcebú –el Señor de las Moscas–, transformado de espléndido arcángel en un ser degradado y horrendo. Al recobrar la lucidez, Satán se dirige a él y comprende lo sucedido: en su deseo de igualarse a Dios, se ha rebelado contra su creador. Muchos ángeles lo siguieron, y la batalla que libraron hizo temblar el trono divino.

Derrotados, los rebeldes fueron arrojados “nueve veces el espacio que computa día y noche” (27) hacia el abismo infernal. Sin embargo, Satán le asegura a Belcebú que no todo está perdido. No se someterá jamás, y ahora que conoce el poder de Dios, cree que los ángeles caídos podrán continuar la guerra de forma eterna.

Belcebú se pregunta por qué siguen existiendo: ¿qué propósito tiene Dios al conservarles el alma y el espíritu para que sufran eternamente? Satán responde que esa es precisamente la forma de su castigo: vivir por siempre en el tormento. Pero también –dice– eso significa que ya no deberán obedecer. Su propósito será ahora pervertir todo lo bueno, sembrar el Mal en cada rincón de la creación y provocar sin cesar la ira divina.

Satán y Belcebú reúnen fuerzas y logran alzarse sobre el lago en llamas, buscando un terreno más firme, aunque igualmente abrasador. Contemplan el desolado paisaje del Infierno, pero Satán se mantiene desafiante: “Mejor reinar en el Infierno que servir en el Empíreo” (38).

A lo lejos, distinguen a su ejército de ángeles caídos, confusos y derrotados sobre el lago ardiente. Satán los convoca y ellos acuden de inmediato. Reúne a sus doce más cercanos y, al son de la música y el ondear de los estandartes, la legión de espíritus caídos se pone de pie, torturados y vencidos, pero todavía leales a su general.

Satán les recuerda que antes ignoraban la magnitud del poder divino, pero ahora lo conocen y pueden decidir cómo enfrentarlo. Ha oído rumores de que Dios planea crear una nueva raza llamada “Hombre”. La guerra, entonces, continuará en un nuevo campo de batalla: el mundo humano. El ejército responde golpeando los escudos con las espadas en señal de aprobación. Los rebeldes construyen un gran templo para el trono de su líder y el nuevo gobierno infernal, más majestuoso que las pirámides o la Torre de Babel. Millones de ángeles caídos se congregan allí para celebrar un gran consejo, reduciendo su tamaño hasta parecer enanos para poder caber dentro del recinto.

Análisis

En el inicio de El paraíso perdido, Milton anuncia que su poema abordará la historia narrada en el Génesis: la caída de Adán y la pérdida del Jardín del Edén. A través de este relato, también explora una batalla cósmica entre el Bien y el Mal. Seres sobrenaturales –entre ellos Satán y el Dios judeocristiano– interactúan con los seres humanos, actuando y reaccionando con sentimientos y emociones humanas. Al igual que en otras épicas, como la Ilíada y la Odisea de Homero, el Popol Vuh o el Gilgamesh, Milton intenta describir la naturaleza del Hombre reflexionando sobre quiénes son sus dioses y cuáles son sus orígenes. Al mostrar la naturaleza de los seres que crearon a la humanidad, Milton propone una visión de lo que significan el Bien y el Mal, de cómo es la relación del ser humano con lo Absoluto y de cuál es su destino, tanto individual como colectivo.

Milton abre el Libro I con un resumen claro del tema central de su epopeya: la desobediencia que lleva a la caída del Hombre y la pérdida del Paraíso. Declara que su musa celestial es la misma que la de Moisés –el Espíritu Santo, que une lo divino con lo literario– y adopta una voz de narrador que explica el propósito de su relato. Luego del prólogo, que conjuga en tiempo pasado, el poema cambia súbitamente al presente y sitúa al lector en un lago de fuego del Infierno. Ese pasaje del tono calmo y expositivo del comienzo hacia el centro de la acción (que inicia in media res, con Satán expulsado del Cielo) genera un comienzo de gran dinamismo y fuerza visual.

En ese escenario aparece Satán, general y rey de los ángeles caídos. Desde la publicación de El paraíso perdido, la representación de la figura de Satán ha fascinado a los críticos. Durante el Romanticismo, algunos escritores sostuvieron que Satán era el verdadero héroe de esta obra. En todo caso, esta imagen de Satán ha sido influyente en posteriores representaciones del diablo en el arte y la literatura occidentales.

Al comienzo, el lector se encuentra con un Satán aturdido, encadenado a un lago ardiente y rodeado por sus cómplices. La causa de su caída es el orgullo de haberse creído igual a Dios. Pero el Infierno no lo hace más humilde; por el contrario, fortalece su decisión de no someterse jamás al “Todopoderoso”, término que refiere a Dios, que no es mencionado como tal en los pasajes dedicados al Infierno y Satán.

Aunque es la fuente del Mal, Satán se presenta como un personaje con el que se puede empatizar. Él le explica a su ejército que fueron engañados, porque Dios no mostró su poder absoluto hasta el momento de la batalla. De haber conocido ese poder, los ángeles no se habrían rebelado, ni Satán habría creído posible superarlo. Ahora están condenados eternamente, pero en vez de arrepentirse o compadecerse, Satán los incita a mantenerse firmes y a “hacer del Cielo Infierno, del Infierno un Cielo” (38).

El contraste entre el Cielo y el Infierno, así como entre estos y la Tierra, es un motivo recurrente del poema. Satán elige doce compañeros cercanos –figuras tomadas de la mitología pagana o de reyes foráneos del Antiguo Testamento–, en un claro paralelo con los doce apóstoles de Cristo. Los ángeles caídos erigen un templo majestuoso y celebran un concilio que imita la organización del Cielo. Tanto en el Cielo como en el Infierno hay un rey y una jerarquía militar de ángeles. Incluso el arquitecto del Infierno, de nombre Mammón, es el mismo que diseñó el Cielo.

Las estructuras de ambos reinos reflejan una relación de espejo invertido: en el Cielo reina la luz, mientras que en el Infierno predomina la oscuridad; los ángeles caídos, antes bellos, se han vuelto grotescos y deformes. Esta inversión no es solo visual, sino teológica: la tiniebla simboliza la distancia entre Satán, su ejército y la gracia luminosa de Dios. Asimismo, su alejamiento físico del Cielo expresa su corrupción interior: cuanto más se apartan de la luz divina, más dolor y deformidad padecen. En este sentido, la corrupción física y la desfiguración que sufren todos los ángeles caídos representa la corrupción que se ha producido en sus almas.

El Infierno se describe como un cuerpo que expele fuego de sus “entrañas combustibles” (37), y que los ángeles caídos excavan para que de la “herida amplia” (60) se obtengan los metales para construir el templo de Satán. La naturaleza infernal, con su oscuridad y su podredumbre, funciona como metáfora del deterioro espiritual.

También las motivaciones psicológicas operan en espejo. El Infierno es un castigo por haberse apartado del Bien, pero, en lugar de arrepentirse, Satán se vuelve más orgulloso y obstinado. Mientras que el Cielo es un espacio orientado hacia la obediencia y la comunión con Dios, Satán convierte el Infierno en un reino que se define por la oposición deliberada a lo divino. Si antes era solo un pecador, ahora se transforma en un creador: inventa el Mal, es decir, la dirección contraria a Dios.

Algunos críticos han señalado el trasfondo político del Infierno miltoniano. Al igual que en el Infierno de Dante, tanto los personajes como las estructuras pueden leerse como alusiones a los conflictos de la época. El templo que erige Satán, por ejemplo, ha sido interpretado como una parodia de la basílica de San Pedro en Roma, sede del papado y símbolo del poder católico que Milton, desde su convicción protestante, cuestionaba abiertamente. Asimismo, la comparación de la gloria infernal con la luz de un sol eclipsado podría aludir al rey Carlos I, el “Rey Sol”, contemporáneo de Milton.

No obstante, comprender plenamente los símbolos del poema requiere más que conocimiento histórico o teológico. Milton toma elementos de múltiples tradiciones: la mitología griega, las religiones egipcia y cananea, el Viejo y el Nuevo Testamento, textos apócrifos, los Padres de la Iglesia y la poesía épica clásica.

En cuanto a la forma, El paraíso perdido se inscribe en la tradición de la poesía épica, especialmente la de Homero. Por eso también puede analizarse desde su sonoridad y su ritmo. Ya en los primeros dos versos –“Del hombre la desobediencia, la primera, y del fruto / De aquel prohibido árbol…” (9)– Milton utiliza recursos como el hipérbaton, que emula la sintaxis homérica y otorga al verso una resonancia arcaica y solemne. El desplazamiento del orden lógico de las palabras no solo reproduce el tono elevado de la épica clásica, sino que también refuerza la sensación de que el poema se inscribe en una lengua casi originaria, anterior al orden y a la caída que relata. Así, la estructura del verso anticipa la tensión entre lo divino y lo humano, entre el lenguaje y el misterio, presente en toda la obra.

Libro II

Resumen

Satán convoca a todos los ángeles caídos a un gran consejo en su templo, erigido sobre la cima de un volcán. Les dirige la palabra para infundirles valor: ya no tienen que temer, puesto que no pueden caer más bajo. Luego los invita a proponer estrategias sobre cómo continuar la guerra contra el Cielo.

Móloc se levanta y propone una guerra abierta, librada en el campo de batalla. Afirma que no tienen nada que perder, pues no hay Infierno peor que este al que Dios pudiera enviarlos si son derrotados. Incluso si fueran destruidos, sería preferible morir a vivir para siempre en el tormento. Finalmente concluye que, aunque no haya victoria, siempre quedará la venganza.

Belial toma la palabra y se opone. Incluso si Dios pudiera matarlos, dice, nunca lo haría. Además, pueden existir Infiernos peores a este en el que están. Iniciar una nueva guerra sería inútil, porque Dios todo lo ve y sabría de antemano sus planes. Belial sugiere, en cambio, que permanezcan en el Infierno y esperen que, con el tiempo, Dios ceda en su castigo, o que ellos mismos se acostumbren a los odiosos humos y al dolor.

Mamón interviene y señala que ninguna de las dos opciones es aceptable. La guerra sería un acto inútil y, aunque se les permitiera volver al Cielo, ¿acaso querrían pasar la eternidad como servidores? Es mejor vivir en el Infierno, donde la luz de Dios no los alcanza. Propone, por tanto, no combatir más, sino construir un reino en ese lugar, que con el tiempo podría llegar a ser igual al del Cielo. La multitud aclama el discurso de Mamón.

Entonces se alza Belcebú y les dice que tampoco eso es posible. No hay lugar donde Dios no reine: también domina en el Infierno, aunque su presencia sea menos visible. Por lo tanto, resulta absurdo hablar de guerra o de paz, ya que estarán eternamente en oposición a Dios y a su reino, lo deseen o no. “La guerra nos determinó, causándonos lesión / Irreparable” (85), sentencia. Belcebú revela entonces que Dios ha creado una nueva raza llamada “Hombre”. No es tan poderosa como los ángeles, pero es su criatura predilecta. Propone que busquen venganza contra Dios tentando al Hombre y llevándolo a su perdición. Los ángeles caídos aceptan por unanimidad. Satán pregunta quién se ofrece a ir a averiguar más sobre esta creación, pero ninguno se atreve: todos temen al Abismo, dirigido por Caos, que separa el Infierno del mundo de los hombres. Finalmente, Satán declara que irá él mismo.

El poema describe luego la geografía del Infierno, con sus ríos y montañas, “Donde toda vida muere, muerte vive, y Natura engendra, / Retorcida, los monstruos y las cosas de portento, / Abominables, inefables…” (99). El Infierno reúne todo lo peor de la naturaleza: desastres, corrientes violentas, volcanes, mares hostiles y tinieblas absolutas.

Satán vuela hasta las Puertas del Infierno, donde encuentra a dos guardianes. Una es Pecado, mitad mujer y mitad serpiente, quien se encuentra rodeada por una jauría de perros infernales. El otro es Muerte, una figura negra gigantesca que se interpone en su camino. Satán lo derriba lanzándole pestilencia y guerra. Pecado lo reprende y le revela su identidad: es su hija, nacida en el Cielo de la cabeza de Satán cuando concibió por primera vez la idea de rebelarse. Más tarde fueron amantes, y de esa unión nació Muerte, su hijo. Muerte violó luego a su madre, y de esa unión surgieron los perros infernales que la rodean eternamente.

Satán les explica que busca salir del Infierno para encontrar la Tierra. Si logra hallarla, y si allí vive la raza humana, los tres podrán gobernarla juntos, así el hambre de Muerte nunca quedará insatisfecha.

Pecado abre las Puertas del Infierno, que desde entonces no podrán volver a cerrarse, y todos contemplan el Abismo. Satán vuela durante un tiempo en la oscuridad hasta llegar al trono de Caos y su consorte, Noche. Les explica que solo está de paso, en busca del camino hacia la Tierra. Caos le indica la dirección: el mundo está conectado al Cielo por una cadena dorada.

Análisis

En cada una de las propuestas de los demonios para combatir a Dios se reflejan distintas concepciones terrenales del Bien y del Mal, del Cielo y del Infierno. A través de los discursos de los caídos, Milton pone en juego diversas ideas sobre cómo se equilibran estas dos fuerzas opuestas, al mismo tiempo que refuta este equilibrio dentro de su marco teológico.

Entre estas ideas se concibe: una guerra eterna entre el Bien y el Mal (presente en religiones populares en las que los espíritus malignos deben ser alejados por espíritus benéficos); la sumisión del Mal ante el Bien y la esperanza de redención (propia de ciertas corrientes espiritualistas que sostienen que todo ser es, en su esencia, bueno); y la existencia de dos reinos opuestos pero equivalentes, el del Bien y el del Mal (como en las religiones orientales con el concepto del Yin y el Yang). Ninguna de estas alternativas funciona para los demonios, y Milton sugiere que tampoco funcionan desde el punto de vista teológico.

En primer lugar, no puede haber una guerra abierta entre el Cielo y el Infierno, porque sería un acto fútil. A pesar de la lógica de la propuesta de Móloc, el Cielo y la bondad siempre serán más poderosos que el Mal. En segundo lugar, el Mal nunca desaparecerá. Los ángeles caídos existirán por siempre; no serán perdonados ni reincorporados al favor divino. Finalmente, tampoco puede haber paz entre el Cielo y el Infierno, como sugiere Mamón. El Infierno existirá, pero no será un imperio equivalente al del Cielo. El Mal existirá, pero no será igual al Bien. No hay aquí una igualdad de fuerzas como en el Yin y el Yang: el Mal, por más alejado que esté de Dios, sigue bajo su dominio.

El campo de batalla, como propone Belcebú, se trasladará al alma humana. La idea del alma como un espacio de lucha constante entre las fuerzas del Bien y del Mal es constitutiva de la teología del siglo XVII. En ese terreno neutral, equidistante del Cielo y el Infierno, los ángeles buenos y los caídos pueden enfrentarse en condiciones casi iguales. Esta noción sigue vigente incluso hoy en representaciones populares, como lo demuestran la imagen del ángel y el demonio susurrando a uno y otro oído de una persona. La venganza de los ángeles caídos, por lo tanto, se descargará sobre el Hombre, aunque Milton sugiere que, en el final, el Bien siempre prevalecerá.

La descripción del Infierno como un lugar con características geográficas como montañas, valles, ríos y mares lo asemeja al mundo terrenal y, más adelante, también al Cielo. Pero, a diferencia de estos, el Infierno concentra lo peor de la naturaleza: sus olores insoportables, sus tormentas perpetuas, sus ríos de fuego. Al representar el Infierno como una naturaleza corrompida, Milton ofrece una respuesta a la vieja pregunta de por qué, si Dios creó un mundo bello, existen en él desastres, hambrunas e incendios que destruyen y matan, abordando así el tema de los designios de Dios. Según el poeta, estos fenómenos son la manifestación de una naturaleza desviada de su propósito original, una consecuencia directa de la caída de Satán y la creación del mal.

El Abismo del Caos y la Noche, en cambio, presenta un orden distinto. Milton describe estas dos entidades como dominios regidos por “Rumor y Azar, / Y Tumulto y Confusión enmarañada” (117). El Caos es la verdadera oscuridad, similar a una nación devastada por una guerra civil o a un hombre paralizado por la indecisión y la pérdida de razón. El Infierno, al menos, está contenido y gobernado por alguna forma de ley: tiene un rey, un templo y una geografía reconocible. Pero en el Abismo no hay orden alguno; uno puede caer eternamente en la Nada de un océano oscuro. No obstante, el Caos no es malvado: no es una corrupción del Bien ni de la naturaleza. Es un espacio sin forma ni estructura, de donde –según el relato del Génesis– Dios crea el Cielo, la Tierra y la luz.

Por último, en este libro se introduce la primera de varias tríadas paralelas que Milton compara a lo largo del poema: la trinidad impía –contraria a la santa trinidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo– compuesta por Satán, su hija Pecado y su hijo Muerte. Su vínculo está basado en la lujuria: Satán engendró a Pecado cuando concibió su rebelión en el Cielo, luego la poseyó y, de esa unión, nació Muerte. Más tarde, Muerte violó a su madre Pecado, y de esa unión surgieron los perros infernales que la acompañan. Cabe notar que, cuando Satán se aproxima por primera vez a las Puertas del Infierno, intenta matar a su propio hijo, Muerte; este episodio contrasta con el sacrificio del Hijo de Dios que se narrará más adelante.

La personificación de conceptos abstractos, como Muerte y Pecado, era un recurso literario común en la época de Milton, empleado con gran maestría por Edmund Spenser en La Reina Hada, obra que influyó profundamente en El paraíso perdido.