Libro VIII
Resumen
El Libro VIII continúa la conversación entre Adán y el arcángel Rafael. Movido por la curiosidad, Adán le pregunta acerca de los cielos y el orden del universo. Mientras tanto, Eva se retira a cuidar su jardín. Rafael responde con prudencia: le habla de los cielos y de la posible existencia de otras criaturas en mundos lejanos, pero lo exhorta a no dejarse llevar por una curiosidad excesiva sobre los misterios celestes. Tales preguntas, advierte, pueden desviarlo del propósito que Dios le asignó en la Tierra.
Luego, Adán narra lo que recuerda de su propia creación, que no fue presenciada por Rafael, pues este estaba custodiando el Infierno cuando aquella tuvo lugar. Dice haber despertado en un lugar hermoso, consciente de sí mismo, pero sin comprender quién lo había hecho ni por qué existía. Dios se le revela en un sueño, le explica que Él lo ha creado y le advierte que la única prohibición es que no coma del Árbol “cuyo efecto trae del Bien y el Mal la ciencia” (361). A su vez, le concede dominio sobre el resto de la creación y la facultad de poner nombre a todas las criaturas.
Adán percibe que todos los animales poseen compañía y le pide a Dios una pareja semejante. Dios primero le recuerda que incluso Él, que está solo, vive en perfecta suficiencia. Sin embargo, le revela que ya había planeado darle una compañera. Entonces hace que Adán caiga en un profundo sueño, toma una costilla de su costado y de ella forma a la mujer: la criatura más bella que Adán haya visto jamás.
Después de esta narración, Adán y Rafael conversan sobre la naturaleza del amor. Rafael distingue entre el amor puro y racional, propio del ser humano, y el amor carnal o pasional, propio de las bestias. Dios, le dice, le dio a Adán una mujer, no una bestia, y, por lo tanto, debe practicar una forma más elevada de amor.
Análisis
En este libro concluye la extensa narración en forma de diálogo didáctico entre Adán y el arcángel Gabriel de la guerra celestial y la creación del Hombre. Comienza con la curiosidad de Adán por comprender el funcionamiento del universo, a lo que Rafael responde con prudencia, exhortándolo a moderar su deseo de saber, ya que el conocimiento sin medida puede tornarse destructivo:
Pero el saber es cual comida y no menos necesita
La templanza en el deseo, conocer
En qué medida lo podrá la mente contener:
Pues el exceso oprime en otro caso, y pronto torna
En locura la sapiencia, como en viento el alimento.
(317)
De esta manera, Rafael advierte que no todos los secretos son accesibles a la mente humana, y que el hombre debe admirar las cosas divinas sin intentar poseerlas intelectualmente, limitando su sabiduría al ámbito de la experiencia terrenal.
Deseoso de prolongar la visita de Rafael, Adán le ofrece relatar la historia de su propia creación y la de Eva, narración que anticipa lo que más tarde será la causa de su caída: su inclinación a dejarse guiar por los impulsos de la sensibilidad y la belleza. Adán le confiesa al ángel que a veces se siente dominado por la admiración que le inspira Eva, y aunque reconoce que “ella es la inferior en mente / y talentos interiores”, así como por su menor semejanza “a la imagen de ese que a los dos nos hizo”, su hermosura lo deslumbra al punto de parecerle “lo más sabio, virtuoso, más discreto, lo mejor” (372).
Milton introduce aquí una visión fuertemente jerárquica de las relaciones entre los géneros. Adán, el varón, ocupa naturalmente el lugar de autoridad por ser, según esta concepción, más racional y virtuoso. Eva, por el contrario, encarna lo sensible y lo emocional, dimensiones necesarias pero subordinadas al orden de la razón.
El diálogo entre Adán y Rafael también sintetiza los motivos que atraviesan el poema respecto a la desobediencia: Satán cae por orgullo; Eva, por vanidad, y Adán, por amor. En ellos puede leerse una suerte de tríada de la caída, que contrasta simbólicamente con la Trinidad divina.
Aunque la conversación entre Adán y Rafael puede parecer misógina desde una lectura contemporánea, también es cierto que contiene una reflexión sobre el amor humano. Rafael advierte que el amor puramente carnal convierte al otro en objeto de deseo –una forma degradada del vínculo–, mientras que el verdadero amor, en la concepción de Milton, debe ser racional, recíproco y respetuoso de la vida del otro.
Libro IX
Resumen
Cae el crepúsculo sobre el Jardín del Edén; luego, la oscuridad. Satán se desliza en el jardín en forma de niebla y se oculta dentro de la serpiente. Mientras recorre el Paraíso contemplando la belleza de la creación, se lamenta nuevamente por la pérdida del Cielo: “La venganza, si primero dulce, / Pronto sobre sí amarga retrocede” (388).
Al amanecer, Adán y Eva salen a cuidar el jardín. Eva sugiere que se separen para avanzar más rápido con las tareas. Adán no lo considera prudente, pero finalmente cede cuando ella insinúa que él no confía en su fortaleza.
Satán encuentra a Eva sola y, por un instante, queda sobrecogido por su belleza: se siente “Estupefactamente bueno, de vileza desarmado” (404). Luego, en forma de serpiente, comienza a halagarla, diciéndole cuán hermosa es. Eva se asombra de que la serpiente pueda hablar y le pregunta cómo es posible. Satán responde que adquirió ese poder al comer del fruto de un árbol del jardín, y la conduce hasta el Árbol de la Ciencia para mostrárselo.
Eva, al principio, se niega a comer del fruto, pero Satán le asegura que Dios solo les prohibió hacerlo porque el conocimiento del Bien y del Mal los haría igual a él. Finalmente, Eva toma un fruto y lo come. Movida por el amor, decide compartirlo con Adán. Cuando se encuentran frente al árbol, Adán se desespera, pero decide que no puede vivir sin Eva y también come del fruto. Inmediatamente, ambos son tomados por una pasión lujuriosa. Adán conduce a Eva al mismo lugar donde se amaron por primera vez y allí yacen juntos. Al despertar, perciben por primera vez su desnudez. Avergonzado, Adán toma unas hojas para cubrir sus partes íntimas. Luego, ambos comienzan a culparse mutuamente: Adán acusa a Eva por su desobediencia, Eva reprocha a Adán por haberla dejado trabajar sola, y ambos se pierden en una cadena de recriminaciones.
Análisis
El Libro IX marca el trágico punto de inflexión del poema al narrar el acto de desobediencia que conduce a la pérdida del Paraíso. La acción se inicia con la partida del Arcángel Rafael, que deja a Adán y Eva libres para ejercer su albedrío ante el peligro que los acecha. Satán reaparece, primero como niebla y luego como serpiente, animal que simboliza el ingenio y la sutileza del engaño.
William Blake afirmó que “Milton era del partido del diablo sin saberlo”. Se refería a la simpatía con que el poeta retrata a Satán, cuya rebelión contra el ojo omnipresente de Dios parece resonar con las convicciones políticas del propio Milton, enemigo de toda forma de tiranía. Asimismo, el hecho de que Satán experimente asombro ante la belleza de Eva –desarmando por un instante su odio– revela un rasgo propio a la condición de la humanidad caída: la capacidad de reconocer lo bello y abstraerse del Mal. Sin embargo, “el ígneo Infierno que arde siempre en él” (404) termina por imponerse, y Satán prosigue con su propósito de corromper a Eva del mismo modo en que él fue corrompido: por el deseo de igualarse a Dios. En este sentido, el poema deja en claro que Satán peca por su arrogancia y por actuar fuera de la voluntad divina.
Milton escribe en un momento de transición: el final de la Edad Media y el surgimiento del Renacimiento. Las nuevas ciencias, artes y literaturas estaban configurando una concepción distinta del individuo. El poeta vive entre dos mundos: el de la religión medieval y el del naciente humanismo, que exalta la razón, la libertad y la dignidad humana. En muchos aspectos, Milton era un humanista: valoraba la vida humana y creía en los derechos y libertades inherentes al Hombre. Sin embargo, sostenía que la verdadera libertad solo puede alcanzarse cuando se alinea con la voluntad racional y ordenada de Dios.
Desde una perspectiva humanista, el gesto de Adán al comer del fruto por amor a Eva podría parecer un acto libre y noble. Sin embargo, Milton muestra que incluso un acto motivado por amor puede volverse corrupto si contradice la ley divina. La obediencia a Dios es el criterio último del Bien: cualquier acción fuera de ese marco, por más humana o amorosa que sea, termina siendo pecado.
En esta parte, resulta claro que, inmediatamente después de que Adán muerde el fruto, Adán y Eva tienen relaciones sexuales lujuriosas. Si se remite al Libro IV, donde se infiere que ya mantenían relaciones desde antes, puede notarse con claridad la diferencia entre el amor puro anterior a la Caída y el deseo carnal posterior. Antes del pecado, la unión entre Adán y Eva estaba guiada por la razón y el orden; después, se vuelve animal, desbordada por la pasión.
El episodio adquiere, además, una dimensión numérica significativa: el momento exacto en que la naturaleza tiembla tras la mordida de Adán ocurre en el verso 999 del Libro IX, y el verso 1000 inaugura la tormenta. Esta coincidencia no es casual, y remite al simbolismo numerológico que atraviesa toda la obra.
Milton convierte cada decisión moral interior en un acontecimiento cósmico visible. El universo entero se estremece con el pecado del hombre: la naturaleza, antes ordenada, se corrompe. A partir de entonces habrá catástrofes, violencia y muerte; la Tierra se transforma en una mezcla de Cielo e Infierno, capaz tanto de una belleza deslumbrante como de un caos devastador.
Las descripciones físicas de Adán y Eva también cambian: ya no irradian luz ni gracia angelical, sino que se vuelven opacos, dominados por emociones nuevas –ira, vergüenza, tristeza– y por la conciencia de su propio cuerpo. La atención hacia sus órganos sexuales, que los ha conducido a la lujuria, marca la entrada del deseo y la pérdida de la inocencia. Para Milton, el estado interior del alma siempre se manifiesta visiblemente: el pecado deja huella, se ve.