"El inspector decapitado" (Metáfora; Introducción, página 43)
El pasaje completo que incluye esta métafora es el siguiente: “Entretanto, la prensa había comentado mi situación, y durante un par de semanas el inspector decapitado se paseó por las noticias como el jinete sin cabeza de Irving, sombrío y siniestro (...). Mientras eso le pasaba a mi yo figurado, el ser humano real, con la cabeza sobre los hombros, había llegado a la cómoda conclusión de que todo era para bien” (p.43).
La metáfora del inspector decapitado refiere al hecho de que este fue removido por motivos políticos de su puesto, como sucede en la Aduana cada vez que hay un cambio de gobierno. Acto seguido, se compara a este decapitado con un famoso decapitado de la literatura: el jinete sin cabeza de La leyenda de Speepy Hollow, de Washington Irving, un cuento de 1820. Como corolario, se explicita el recurso literario: el inspector decapitado es el “yo metafórico” del narrador. El ser humano real aún tiene la cabeza sobre los hombros. Este tono algo humorístico del narrador es muy diferente al que luego usa para el cuerpo de la novela. Además del humor, el narrador también abandona estos gestos metadiscursivos que tienen que ver con el proceso de escritura.
“Ahora [Chillingworth] hurgaba en el corazón del pobre clérigo como un minero buscando oro o, mejor dicho, como un sepulturero cavando una tumba para hallar una joya que había sido enterrada en el pecho del difunto (...)” (Símil; Capítulo 10, Página 116)
El narrador compara la obsesión de Chillingworth con la de un minero y su búsqueda de oro. Inmediatamente presiente que este símil no es suficiente, y lo compara a un sepulturero. La obsesión del minero se carga de un sentido mórbido: el oro está enterrado en el pecho de un difunto. Las acciones de Chillingworth pueden llevar a la muerte.
“Sin poder contenerse, lanzó un alarido, un grito que resonó en la noche, rebotó en las casas y reverberó en las lejanas colinas, como si una legión de demonios, al detectar tanta desdicha y pavor en ese sonido, lo hubiera transformado en un juguete y lo arrojara de aquí para allá” (Símil. Capítulo 12, página 132)
El eco del grito de Dimmesdale resuena en todos lados, rebota y llega hasta las lejanas colinas. La comparación con el juego de los demonios tiene que ver con que, por primera vez, al reverendo le ha ganado el impulso de la confesión. Al borde de la locura se para solo, de noche, en el cadalso, donde años atrás fue castigada Hester Prynne. Algo de este gesto lo hace sentir que se entrega a sus pasiones y el destino; que por primera vez pierde el control de sus acciones y se lo cede a los demonios.
“(...) el arroyo murmuraba con voz amable y serena, tranquilizadora pero melancólica, como la de un niño que nunca hubiera jugado y no supiera cómo estar alegre entre amigos tristes y acontecimientos sombríos” (Símil; Capítulo 16, página 164)
El narrador compara el sonido del arroyo con algo que podemos reconocer ya, a esta altura del texto, en Pearl, que es nuestra imagen de infancia por excelencia. Más allá de que con los años ha aprendido a jugar en el bosque, muchas veces sus juegos son sombríos. La suya es una infancia triste, rodeada de acontecimientos que no comprende totalmente, pero que no la hacen feliz, como la soledad. Como el arroyo, Pearl aún no sabe cómo estar alegre.
“(...) cualquiera de estos severos puritanos (...) habría considerado suficiente castigo (...) que, al cabo de tantos años, el viejo tronco del árbol familiar, que tiene tanto musgo venerable, haya engendrado, en su rama superior, un perezoso como yo” (Metáfora, Introducción, página 15)
La metáfora del árbol, muy frecuente a la hora de hablar de genealogía, en este caso cobra otro sentido. A pesar de lo venerable de sus orígenes, de ese tronco formado por severos puritanos puede en las ramas superiores surgir siempre algo diferente. En este caso, el narrador se llama a sí mismo “perezoso”, pero a lo largo del texto se deja entrever que es mucho más lo que lo distancia de sus antepasados que el simple hecho de dedicarse a la literatura.