Los gallinazos sin plumas

Los gallinazos sin plumas Citas y Análisis

A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmósfera encantada. Las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias. Los noctámbulos, macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos en sus bufandas y en su melancolía. Los basureros inician por la avenida Pardo su paseo siniestro, armados de escobas y de carretas. A esta hora se ve también obreros caminando hacia el tranvía, policías bostezando contra los árboles, canillitas morados de frío, sirvientas sacando los cubos de basura. A esta hora, por último, como a una especie de misteriosa consigna, aparecen los gallinazos sin plumas.

Narrador, 6.

El fragmento inicial de “Los gallinazos sin plumas” presenta a la ciudad de Lima en una atmósfera particular, que se da durante la llamada “hora celeste”. Se trata de un momento mágico e irreal, en el que una “fina niebla” le da un aspecto fantasmal a las personas y a las cosas. Allí se encuentran diferentes actores sociales, como los noctámbulos, los canillitas y las beatas, que juntos componen una suerte de cuadro de costumbres de personajes marginales, que transitan esa hora especial de la mañana en la que la ciudad está a punto de despertarse. A este tiempo y este espacio pertenecen también los “gallinazos sin plumas”, el nombre que se le da a los niños pobres que buscan comida entre los cubos de basura. De este modo, el relato abre con un tiempo particular que revela la otra cara de la ciudad moderna, el espacio urbano de la exclusión y la marginalidad.

No es raro, sin embargo, hacer un hallazgo valioso. Un día Efraín encontró unos tirantes con los que fabricó una honda. Otra vez una pera casi buena que devoró en el acto. Enrique, en cambio, tiene suerte para las cajitas de remedios, los pomos brillantes, las escobillas de dientes usadas y otras cosas semejantes que colecciona con avidez.

Narrador, 7-8.

Para los hermanos Enrique y Efraín, buscar restos de comida en los cubos de basura es parte de su rutina diaria. Este hábito los lleva a normalizar la miseria y a remedar algo de la infancia perdida con el hallazgo de objetos que consideran valiosos. Para Efraín, un tirante para fabricar una honra y una pera casi buena representan momentos de pequeña alegría en su dura existencia. Enrique, por su parte, encuentra un conjunto de objetos que serían inservibles para otros, pero que se revisten de valor como objetos de colección que le permitan distraerse, al menos por un rato, de su misera. Estos hallazgos, aunque sean desechos para la sociedad, son vistos por los niños como tesoros, lo que refleja su capacidad de encontrar algo positivo dentro de sus condiciones de vida tan precarias.

Después de una rigurosa selección regresan la basura al cubo y se lanzan sobre el próximo. No conviene demorarse mucho porque el enemigo siempre está al acecho. A veces son sorprendidos por las sirvientas y tienen que huir dejando regado su botín. Pero, con más frecuencia, es el carro de la Baja Policía el que aparece y entonces la jornada está perdida.

Narrador, 8.

Efraín y Enrique realizan su labor diaria de buscar en la basura sabiendo que se trata de una actividad clandestina. Bajo el amparo de la hora celeste, los niños realizan su trabajo con “rigurosidad”, seleccionando qué es útil y qué no para alimentar al cerdo, pero enseguida deben devolver la basura a su lugar y “lanzarse” rápidamente a otro cubo, porque saben que no deben alertar a sus “enemigos”. Uno de estos enemigos son las sirvientas, lo que sugiere una confrontación entre los marginados y aquellos que sirven a las clases más acomodadas que desechan la basura. Pero “el carro de la Baja Policía” es una amenaza aún mayor y más frecuente, puesto que, en el momento en que aparecen, los niños no pueden continuar con la recolección. Esto enfatiza que la actividad que realizan está prohibida por un orden social imperante que los vigila constantemente. De este modo, la tarea de Efraín y Enrique significa una lucha constante por la supervivencia en un entorno urbano hostil que no solo los marginaliza, sino que los pone en un lugar de desobediencia contra el orden establecido y que, en este sentido, los criminaliza y los pone en peligro.

Desde entonces, los miércoles y los domingos, Efraín y Enrique hacían el trote hasta el muladar. Pronto formaron parte de la extraña fauna de esos lugares y los gallinazos, acostumbrados a su presencia, laboraban a su lado, graznando, aleteando, escarbando con sus picos amarillos, como ayudándoles a descubrir la pista de la preciosa suciedad.

Narrador, 10.

Esta cita describe un cambio significativo en la rutina de explotación de Enrique y Efraín, que por orden de don Santos se ven obligados a incluir el muladar como espacio de recolección de desperdicios. El muladar, un lugar descrito como un “acantilado oscuro” de aires nauseabundos, habitado por gallinazos y perros callejeros, los sumerge de forma más profunda en el mundo de la marginalidad y la miseria.

Al principio, los niños le arrojan piedras a los gallinazos porque los ven como enemigos con quienes deben competir por la basura. Pero a medida que tanto los niños como las aves se acostumbran a compartir el espacio, se establece una suerte de alianza, que no solo les facilita la búsqueda de esa “preciosa suciedad” que es motivo de su explotación, sino que también los lleva a identificarse con las aves carroñeras y con su entorno. Esta identificación viene primero desde afuera: es la sociedad y el propio don Santos los que ven en los niños a unos “gallinazos sin plumas”. Pero, luego, ellos mismos llegan a reconocerse como tales, al ver en los gallinazos unos compañeros en sus desventuras. Esta identificación es clave para entender por qué Enrique y Efraín buscarán escaparse de la opresión de su abuelo yéndose al muladar.

—¡Nada de perros aquí! ¡Ya tengo bastante con ustedes!

Enrique abrió la puerta de la calle.

—Si se va él, me voy yo también.

Don Santos y Enrique, 11.

Enrique lleva un perro del muladar al corralón, hallando en el animal algo de alivio y compañía para él y su hermano. Pero Don Santos impone su autoridad, prohibiendo que se quede y comparando a los dos hermanos con el perro, al verlos como una carga similar. La inmediata respuesta de Enrique, que amenaza con irse si el perro se va, al mismo tiempo que abre la puerta de calle de forma desafiante, revela un punto de inflexión en la relación de poder, puesto que es el primer acto de desobediencia de Enrique hacia don Santos. Por primera vez, Enrique afirma su propia voluntad y establece un límite a la tiranía de su abuelo. Él sabe que don Santos lo necesita como fuerza de trabajo, porque sin él y sin Efraín no podrá alimentar a Pascual. Con este acto de rebeldía logra doblegar a su opresor, que cede y permite que Pedro, el perro, se quede. De esta manera, Enrique demuestra que ha empezado a adquirir fuerza y determinación para proteger a su hermano y a su nuevo compañero. Esto anticipa el acto de rebeldía del final, cuando Enrique golpee a su abuelo luego de que este haya matado a Pedro, y lo deje atrapado en el chiquero, para finalmente escapar con su hermano.

—¡Pero no importa! Yo me encargaré de él. ¡Ustedes son basura, nada más que basura! ¡Unos pobres gallinazos sin plumas! Ya verán cómo les saco ventaja. El abuelo está fuerte todavía. ¡Pero eso sí, hoy día no habrá comida para ustedes! ¡No habrá comida hasta que no puedan levantarse y trabajar!

Don Santos, 13.

Ante el hecho de que ni Efraín ni Enrique pueden trabajar porque están enfermos, Don Santos siente la impotencia de depender de sus nietos y, sin mostrar la más mínima compasión, manifiesta que su único interés es alimentar al cerdo. Su total indiferencia hacia el bienestar de sus nietos se expresa en la degradación que infringe en los niños al equipararlos con desperdicios y aves carroñeras, y en la crueldad de castigarlos sin darles alimento mientras estén enfermos y no puedan trabajar. Es evidente que la deshumanización de don Santos ha llegado a un extremo que lo lleva a actuar en desmedro de su propia conveniencia, puesto que, si cuidara bien de sus nietos, ellos podrían sanar más rápido y volver pronto a ser explotados. Lejos de reconocer su incapacidad física por ser viejo y cojo, don Santos se llena de ira y culpa a los niños de la condición de miseria en la que viven, y que él mismo ha reforzado con su actitud autoritaria y opresora.

Efraín ya no tenía fuerzas para quejarse. Solamente Enrique sentía crecer en su corazón un miedo extraño, y al mirar a los ojos del abuelo creía desconocerlo, como si ellos hubieran perdido su expresión humana. Por las noches, cuando la luna se levantaba, cogía a Pedro entre sus brazos y lo aplastaba tiernamente hasta hacerlo gemir. A esa hora el cerdo comenzaba a gruñir y el abuelo se quejaba como si lo estuvieran ahorcando. A veces se ceñía la pierna de palo y salía al corralón. A la luz de la luna Enrique lo veía ir diez veces del chiquero a la huerta, levantando los puños, atropellando lo que encontraba en su camino. Por último reingresaba en su cuarto y se quedaba mirándolos fijamente, como si quisiera hacerlos responsables del hambre de Pascual.

Narrador, 14-15.

En el clima de tensión que se da en el corralón cuando don Santos reconoce que no puede reemplazar en la recolección de basura a los enfermos Efraín y Enrique, los días, pero particularmente las noches, transcurren en una atmósfera cada vez más opresiva y deshumanizante. Don Santos pierde progresivamente el resto que le queda de humanidad y se animaliza al confundirse con el cerdo, puesto que se queja al mismo tiempo que Pascual gruñe. Su odio hacia sus nietos se manifiesta también en unos ojos que pierden “su expresión humana” y en una mirada que los culpabiliza por el hambre del cerdo, lo que refuerza su irracionalidad y su bestialidad. Esto intensifica la sensación de amenaza que presiente Enrique y que culminará cuando don Santos, enajenado, aplique la violencia física sobre sus nietos. Frente a este miedo de peligro inminente, Enrique se aferra a su perro, el único refugio de ternura que le queda en este ambiente cruel, inhumano y hostil.

Y se lanzó a la calle respirando a pleno pulmón el aire de la mañana. En el camino comió yerbas, estuvo a punto de mascar la tierra. Todo lo veía a través de una niebla mágica. La debilidad lo hacía ligero, etéreo: volaba casi como un pájaro. En el muladar se sintió un gallinazo más entre los gallinazos. Cuando los cubos estuvieron rebosantes emprendió el regreso. Las beatas, los noctámbulos, los canillitas descalzos, todas las secreciones del alba comenzaban a dispersarse por la ciudad. Enrique, devuelto a su mundo, caminaba feliz entre ellos, en su mundo de perros y fantasmas, tocado por la hora celeste.

Narrador, 16.

Luego de que don Santos aplicara su violencia sobre Efraín, Enrique consigue reaccionar a pesar de su debilidad y, volviendo a activar su instinto protector hacia su hermano, decide salir una vez más a buscar basura para Pascual. Esta salida momentánea de la opresión del corralón lo lleva a sumergirse de nuevo en el duro mundo del muladar, lo que vive a través de su enfermedad como una experiencia casi onírica que le resulta liberadora. Después de haber estado tanto tiempo en la atmósfera opresiva del corralón, Enrique siente que respira profundamente y, a pesar de su debilidad, experimenta una sensación de ligereza y libertad, viéndolo todo a través de una “niebla mágica” y sintiéndose como un pájaro. Pero el pájaro con el que se asimila es el gallinazo, el ave carroñera que representa su pobreza y explotación. La ironía de esta experiencia de libertad es que Enrique sigue formando parte de una realidad de extrema marginalidad y pobreza. Su pertenencia al mundo fantasmal de la hora celeste sugiere una conexión fugaz con un momento del día en el que la ciudad es de los marginados, pero que termina con el despuntar del día y con el regreso al dominio opresivo de su abuelo.

Al entrar al corralón sintió un aire opresor, resistente, que lo obligó a detenerse. Era como si allí, en el dintel, terminara un mundo y comenzara otro fabricado de barro, de rugidos, de absurdas penitencias. Lo sorprendente era, sin embargo, que esta vez reinaba en el corralón una calma cargada de malos presagios, como si toda la violencia estuviera en equilibrio, a punto de desplomarse.

Narrador, 16.

En efecto, apenas Enrique vuelve al corralón, siente otra vez la opresión del entorno deshumanizante que ha construido su abuelo, separado del mundo exterior de la hora celeste. Pero hay algo distinto: una tensión latente que percibe en la calma ominosa del corralón y que presagia el desenlace de la trama. Que Enrique haya reconocido el contraste entre la sensación de libertad que sintió afuera y el “aire opresor” del adentro es también clave para su decisión de confrontar a su abuelo y escapar de allí.

—¡Pronto! —exclamó Enrique, precipitándose sobre su hermano —¡Pronto, Efraín! ¡El viejo se ha caído al chiquero! ¡Debemos irnos de acá!

—¿Adónde? —preguntó Efraín.

—¡Adonde sea, al muladar, donde podamos comer algo, donde los gallinazos!

Enrique, Efraín, narrador, 18.

Esta conversación del final de la historia entre los dos hermanos revela la inmediata reacción de Enrique, que decide aprovechar que ha neutralizado el poder opresor de su abuelo para escapar de este espacio de explotación y maltrato. La pregunta de Efraín, “¿Adónde?”, subraya la falta total de un lugar alternativo: los niños no tienen o no conocen otro espacio que los pueda cobijar. Por eso, lo único que se le ocurre al desesperado Enrique es ir al muladar, allí donde iban a buscar entre la basura el alimento para Pascual y que les puede dar de comer a ellos también. Al mencionar a los gallinazos, Enrique establece una conexión simbólica con estas aves carroñeras, con las que los niños han sido comparados a lo largo de la narración y desde el título del relato, indicando, de esta forma, su asimilación a la marginalidad. Este diálogo final señala la liberación de los niños de la tiranía de don Santos, aunque su futuro inmediato esté ligado a la miseria y la supervivencia en el mismo entorno hostil del que intentan escapar, como “gallinazos sin plumas”, en busca de sustento.