Poemas sobre la muerte
Lady Lázaro
He vuelto a hacerlo.
Un año de cada diez
Lo consigo: devenir
En esta suerte de milagro andante, volver mi piel
Brillante como la pantalla de una lámpara nazi,
Mi pie derecho,
Un pisapapeles,
Mi rostro, una fina tela de lino
Judía, sin rasgos.
Ah, arráncame este paño y
Despelléjame, enemigo mío.
¿Qué es lo que tanto te aterroriza?
¿La nariz, las cuencas de los ojos, las dos hileras de dientes?
No te preocupes, este aliento agrio
Se esfumará en un día.
Enseguida, enseguida la carne
Que devoró el sepulcro volverá
A acomodarse en mí
Y seré de nuevo una mujer sonriente,
Tan sólo tengo treinta años.
Y siete ocasiones, como el gato, para morir.
Ésta es La Tercera.
Menuda basura
A aniquilar cada diez años.
Menuda infinidad de filamentos.
La turba que masca cacahuetes
Se arremolina para ver cómo me quitan
Las vendas de las manos y los pies:
El gran strip tease.
Damas y caballeros:
Éstas son mis manos,
Mis rodillas. Tal vez les parezca
Un mero saco de piel y de huesos,
Pero yo sigo siendo yo, la misma de antes, idéntica.
La primera vez que ocurrió, sólo tenía diez años.
Y no lo hice adrede.
La segunda sí, estaba decidida
A llegar hasta el final, a no regresar jamás.
Meciéndome, me cerré
Como una concha.
Tuvieron que llamarme y llamarme a gritos,
Despegarme los gusanos adheridos como perlas.
Morir
Es un arte, como todo.
Yo lo hago extraordinariamente bien.
Tan bien que me parece el infierno.
Tan bien que me parece real.
Lo mío, supongo, es como un llamado.
Es muy fácil hacerlo en una celda.
Es muy fácil hacerlo y quedarse así, inmóvil.
Es la forma teatral
De regresar, a plena luz del día,
Al mismo lugar, al mismo rostro, al mismo grito
Brutal de embeleco
Que me anonada:
«¡Milagro!».
Hay que pagar
Por ver mis cicatrices, hay que pagar
Por oír mi corazón:
Realmente late.
Y hay que pagar, pero mucho,
Por una palabra, un roce,
Un poco de sangre,
Un mechón de mis cabellos o un jirón de mi ropa.
Sí, sí, Herr Doktor.
Sí, Herr Enemigo.
Yo soy tu gran obra,
Tu pieza más valiosa,
El bebé de oro puro
Que se funde en un grito.
Viro y me abraso.
No creas que subestimo tu enorme celo.
Ceniza, ceniza
Que tú remueves y avivas.
Carne y huesos, no hay nada más ahí:
Una pastilla de jabón,
Un anillo de boda,
Un empaste de oro.
Herr Dios, Herr Lucifer,
Cuidado, mucho
Cuidado,
Porque yo, con mi cabellera
Roja, resurjo de la ceniza
Y me zampo a los hombres como si fuesen aire.
Ariel
Estasis en la oscuridad.
Después, el azul e insustancial
Diluvio de peñascos e infinitudes.
Leona de Dios,
Eje de talones y rodillas,
¡Cómo nos fundimos en una! El surco
Se abre y avanza ante nosotras, hermana
A cuya cerviz marrón y
Arqueada no consigo asirme,
Las bayas con mirada de negro
Lanzan oscuros
Anzuelos,
Bocanadas de sangre negra y dulce,
Sombras.
Algo más
Me lleva por el aire, arrastra
Muslos, cabellos;
Escamas que se desprenden de mis talones.
Blanca
Godiva, así me voy esfolando, despojando
De manos muertas, de rigores muertos.
Y ahora voy dejando
Espuma sobre el trigo, un centelleo marino.
El grito del niño
Se disuelve en la pared.
Y yo
Soy la flecha,
El rocío que vuela
Suicida, unida a esta fuerza
Que me impulsa hacia el rojo
Encarnado, el caldero del alba.
Tulipanes
Los tulipanes son demasiado susceptibles, y aquí estamos en
invierno.
Mira qué blanco está todo, qué nevado, qué apacible.
Estoy aprendiendo a estar en paz, yaciendo sola, tranquila
Como la luz sobre estas paredes blancas, esta cama, estas
manos.
No soy nadie; no tengo nada que ver con ningún tipo de
explosión.
He entregado mi nombre y mi ropa de diario a las enfermeras,
Mi historia al anestesista, y mi cuerpo a los cirujanos.
Y aquí estoy, con la cabeza suspendida entre la almohada y el
embozo,
Como un ojo entre dos párpados blancos que no quieren
cerrarse.
Estúpida pupila, siempre tiene que captarlo todo.
Las enfermeras pasan una y otra vez, sin molestar,
Igual que pasan las gaviotas volando tierra adentro, con sus
cofias blancas,
Las manos ocupadas, la una idéntica a la otra,
Por lo que resulta imposible decir cuántas hay.
Mi cuerpo es un guijarro para ellas, que lo cuidan como el agua
Cuida los cantos sobre los que ha de fluir, puliéndolos
suavemente.
Ellas me traen el sopor con sus brillantes agujas, me traen el
sueño.
Ahora que me he perdido a mí misma, estoy harta de
equipajes:
Mi neceser de charol, como un pastillero negro;
Mi marido y mi hija sonriéndome desde la foto de familia.
Sus sonrisas se aferran a mi piel como pequeños anzuelos
sonrientes.
He dejado fluir las cosas, yo, carguero de treinta años,
Obstinadamente amarrada a mi nombre y mi dirección.
Aquí me han restregado bien, hasta dejarme limpia de
asociaciones afectivas.
Asustada y desnuda en la camilla de plástico verde,
almohadillada,
Veía cómo mi juego de té, mis aparadores, mis libros
Se hundían hasta perderse de vista, mientras el agua me iba
llegando al cuello.
Ahora soy una monja, nunca he sido tan pura.
No quería flores, tan sólo yacer
Con las palmas de las manos vueltas hacia arriba,
completamente vacía.
Ah, y no sabes hasta qué punto resulta liberador:
Sientes una paz tan grande que te aturde, y sin exigir nada
A cambio, salvo una etiqueta con tu nombre, unas cuantas
naderías.
Eso es lo que consiguen los muertos, al final; me los imagino
Cerrando su boca sobre ella, como si fuera una hostia
consagrada.
Los tulipanes, para empezar, son demasiado rojos, me
lastiman.
Incluso a través del papel de regalo podía oírlos respirar
Ligeramente, a través de sus pañales blancos, como un bebé
malísimo.
Su rojo intenso le habla a mi herida, se corresponde con
ella.
Son de lo más sutiles: parecen flotar, aunque a mí su peso me
hunde,
Perturbándome con sus súbitas lenguas y su color,
Una docena de rojas plomadas alrededor de mi cuello.
Nadie me observaba antes, ahora me siento observada.
Los tulipanes se vuelven hacia mí y la ventana que tengo
detrás,
En la que la luz, una vez al día, lentamente se va abriendo y
cerrando;
Y hasta yo me veo a mí misma plana, ridícula, una sombra de
papel recortado
Entre el ojo del sol y los ojos de los tulipanes,
Aunque ya no tengo cara, pues quise borrarme del todo.
Los vividos tulipanes devoran mi oxígeno.
Antes de su llegada, el aire era bastante calmo,
Iba y venía, bocanada a bocanada, sin la menor agitación.
Pero luego los tulipanes lo saturaron de su estruendo,
Y ahora el aire se traba y se arremolina alrededor de ellos,
Igual que lo hace un río alrededor de una máquina hundida,
rojo óxido.
Los tulipanes captan toda mi atención, que antes se regocijaba
Jugando y descansando, sin obligarse a nada.
También las paredes parecen avivarse. Habría que encerrar
A los tulipanes tras unos barrotes, como animales peligrosos;
Ya están empezando a abrirse, como la boca de un gran felino
africano.
Y lo mismo hace mi corazón: noto cómo abre y cierra,
De puro amor por mí, su cuenco de rojas floraciones.
El agua que bebo está caliente y salada, como el mar,
Y proviene de un país lejano como la salud.
Espejo
Soy plateado y exacto. No tengo prejuicios.
Me trago de inmediato todo cuanto veo,
Tal y como es, sin sombra de aprecio ni desprecio.
No soy cruel sino sincero:
El ojo cuadrado de algún diosecillo.
Casi siempre estoy meditando sobre la pared de enfrente.
Es rosada, con manchas. Llevo tanto tiempo observándola
Que creo que ya forma parte de mi corazón. Pero ella va y
viene.
Los rostros y la oscuridad nos separan una y otra vez.
Ahora soy un lago. Una mujer se inclina sobre mí,
Buscando en mi superficie lo que realmente es.
Luego se vuelve hacia esas mentirosas, las velas, la luna.
Veo su espalda, y la reflejo con toda fidelidad.
Ella me recompensa con su llanto y el temblor de sus manos.
No le importo nada. Me deja y vuelve a mí constantemente.
Cada mañana su rostro viene a reemplazar la oscuridad.
En mí se ahogó una joven antaño, y en mí una anciana hoy
Se yergue hacia ella, día tras día, como un pez terrible.
Límite
La mujer se ha perfeccionado.
Su cuerpo
Muerto luce la sonrisa del acabamiento,
La ilusión de un anhelo griego
Fluye por las volutas de su toga,
Sus pies
Descalzos parecen decir:
Hasta aquí hemos llegado, se acabó.
Cada niño muerto, enroscado en sí,
Una serpiente blanca, uno a cada lado de
Su jarrita de leche, ya vacía.
Ella los ha plegado
De nuevo hacia su cuerpo, como se cierran
Los pétalos de una rosa cuando el jardín
Se retesa y los aromas sangran
De las dulces y profundas gargantas de la flor de noche.
La luna no tiene por qué entristecerse.
Está acostumbrada a ver este tipo de cosas,
Oculta bajo su capuchón de hueso,
Arrastrando sus vestiduras crepitantes y negras.
Poemas sobre la locura
La mota en el ojo
Inocente como la luz del día, me quedé mirando
Un prado con caballos: los cuellos alabeados, las crines al
viento,
Las colas ondeando sobre el fondo verde
De los sicomoros. El sol asaeteaba
Los blancos pináculos de los tejados,
Manteniendo las bestias, las nubes, las hojas
Firmemente enraizadas, aunque todas fluyesen
Hacia la izquierda como cañas en un mar,
Cuando una astilla volando se me clavó en el ojo,
Cosiéndolo de oscuro. Entonces comencé a ver
Una amalgama de formas bajo una lluvia cálida:
Los caballos deformados sobre el verde cambiante,
Tan insólitos como los camellos o los unicornios,
Paciendo en los márgenes de una mala monocromía,
Bestias de oasis, de un tiempo mejor.
Ahora el minúsculo grano me raspa el párpado, arde:
Es una brasa, y, girando a su alrededor, yo,
Los caballos, los planetas, los pináculos.
Ni las lágrimas ni el refrescante flujo
De los baños oculares han conseguido sacar
La mota: está incrustada desde hace ya una semana.
Ahora llevo esta comezón por piel,
Ciega a lo que ocurrió y a lo que ocurrirá.
Sueño que soy Edipo.
Lo que ansío recuperar es lo que fui
Antes de que la cama, antes de que el cuchillo,
Antes de que el alfiler del broche y el ungüento
Me fijaran así, en este paréntesis;
Caballos fluyendo al viento,
Un lugar, un tiempo fuera de la mente.
El rostro asolado
Extravagante como un circo, el rostro asolado
Enfila el mercado de la plaza, colorado y afligido
Por un pesar indecible,
Lloroso desde el ojo que hace aguas hasta la nariz hinchada.
Dos piernas flacas se tambalean bajo la masa.
Tremendamente amoratada, la boca se espeta en un gemido,
Sin el menor recato, sin la menor discreción
—¡Yo, yo!—, obscena, lúgubre.
Más vale la mera mirada impúdica del idiota,
La cara de palo del hombre que no siente,
Los sibilinos ardides del hipócrita:
Más valen si, y son más aceptables
Que los niños timoratos, que la dama en la calle.
Oh, Edipo. Oh, Cristo. Cómo me utilizáis.
Las piedras
Ésta es la ciudad donde arreglan a la gente.
Aguardo tendida sobre una gran bigornia.
El círculo del cielo azul mate
Voló como el sombrero de una muñeca
Cuando caí fuera de la luz. Entré
En el estómago de la indiferencia, en el armario silente.
La madre de los morteros me reduce.
Me transformo en un guijarro inmóvil.
Las piedras del vientre eran pacíficas,
La lápida muda, nada la zarandeaba.
Tan sólo el hueco de la boca rompió a sonar,
Grillo inoportuno
En una cantera de silencios.
Las gentes de la ciudad lo oyeron
Y, taciturnas, por separado, dieron caza a las piedras,
Mientras él les decía a gritos dónde se ocultaban.
Borracha como un feto,
Mamo los pechos de la oscuridad.
Las sondas me abrazan. Las esponjas me curan los líquenes
Con su beso. El maestro joyero hurga con su cincel
Y me labra un ojo de tigre.
Esto es el post infierno: ya veo la luz.
Un viento desatasca el pabellón
Del oído, ese viejo aprehensivo.
El agua ablanda el labio de sílex,
La luz del día esparce su mismidad por la pared.
Los injertadores están contentos,
Calientan las pinzas, empuñan sus delicados martillos.
La corriente sacude los cables,
Voltio tras voltio. El hilo sutura mis fisuras.
Un obrero pasa llevando mi torso rosado.
Los depósitos están llenos de corazones.
Ésta es la ciudad de las piezas de repuesto.
Mis piernas y mis brazos vendados
Exhalan un olor dulzón, como a goma.
Aquí te curan la cabeza, cualquier miembro.
Los viernes vienen los niños a que les cambien sus garfios
Por manos, y los muertos ceden sus ojos a los demás.
Mi enfermera calva lleva el amor por uniforme.
El amor, carne y sangre de mi maldición.
El florero, reconstruido, alberga
La rosa esquiva.
Diez dedos conforman un cuenco para las sombras.
Me pican las costuras. Qué se le va a hacer.
Pronto estaré como nueva.
Amnésico
De nada vale, de nada vale ahora empezar a Reconocer.
No hay nada que hacer con esta hermosa laguna mental salvo
suavizarla.
Nombre, casa, llaves del coche,
La pequeña esposa de juguete,
Borrada de golpe, suspira, suspira.
Cuatro críos y un cocker.
Enfermeras del tamaño de gusanos y un médico minúsculo
Lo arropan, lo miman.
De su piel se desprenden
Los hechos pasados.
¡Al carajo con ellos!
Abrazado a su almohada, como si fuera aquella
Hermana pelirroja que él nunca se atrevió a tocar,
El hombre sueña con una nueva
—Estériles, todas estériles—
Y de otro color.
Cuántos viajes harán, cuántos paisajes verán
Poniendo en marcha sus traseros de hermano-hermana,
Una cola de cometa.
Y el dinero será el esperma de todo ello.
Una enfermera le trae
Una bebida verde, otra, una azul,
Apareciendo por cada lado de su cama como sendas estrellas.
Las dos bebidas flamean, espumean.
Oh, hermana, madre, esposa,
Mi vida es un dulce Leteo.
¡Ya no me percato de nada, de nada, de nada!
El ahorcado
Asiéndome del cabello, un dios se adueñó de mí.
Sus descargas azules me achicharraron como a un profeta del
desierto.
Las noches se volvieron invisibles, como el tercer párpado
de un lagarto,
Un mundo de días blancos y descarnados en una cuenca sin
sombra.
Un hastío rapaz me ató a este árbol.
Si ese dios fuera yo, haría lo que hice.
Poemas en torno al rol de la mujer en la sociedad
Lesbos
¡Crueldad en la cocina!
Las patatas protestan silbando.
Todo es muy vulgar e indecente, este lugar sin ventanas,
La luz fluorescente, encendiéndose y apagándose en una
mueca de dolor,
Como una terrible jaqueca,
Estas modestas tiras de papel a modo de puertas—
Telones de teatro, rizos de viuda.
Y yo, cariño, soy una embustera patológica,
Y mi hija —mírala, tumbada bocabajo en el suelo,
Una marionetilla sin hilos, pataleando desesperada por
desaparecer,
Porque es una esquizofrénica,
Da miedo verla así, con la cara roja y blanca.
Y todo porque arrojaste sus gatitos por la ventana
A una especie de pozo de cemento
Donde cagan, vomitan y gimotean, y ella no los puede oír.
Dices que no la soportas,
Claro, la cabrona es una niña.
Tú, a quien se le han fundido las lámparas, como a una radio
barata,
Limpia ya de voces y de historia, del ruido
Electroestático de lo novedoso.
Dices que debería ahogar a los gatitos, porque ¡apestan!
Dices que debería ahogar a la niña,
Pues, si a los dos años ya está así de loca, a los diez se cortará
el cuello.
El bebé, en cambio, ese caracol rechoncho, sonríe
Desde los pulidos rombos de linóleo anaranjado.
Te lo comerías. Claro: él es un niño.
Dices que tu marido no es bueno contigo.
Su mamá judía le guarda su dulce sexo como si fuera una
perla.
Tú tienes un solo hijo, yo dos. Debería sentarme en una roca
Allá en Cornwall y dedicarme a peinarme el cabello.
Debería llevar pantalones de piel de tigre y liarme con alguien.
Las dos, sí, deberíamos reencontrarnos en otra vida,
Reencontrarnos en el aire.
Tú y yo.
Entretanto, la cocina hiede a grasa y a cagada de bebé.
Me siento atontada y lenta por culpa del somnífero de ayer.
La humareda de la cocina, la humareda del infierno
Flota sobre nuestras cabezas, dos oponentes ponzoñosas,
Nuestros huesos, nuestros cabellos.
Yo te llamo Huérfana, huérfana. Estás enferma.
El sol te produce úlceras, el viento, tuberculosis.
Una vez fuiste hermosa.
En New York, en Hollywood, los hombres decían: «¿Llegaste?
Guau, nena, pues sí que eres especial».
Pero tú fingías, fingías, fingías por puro placer.
El marido impotente se escabulle pesarosamente fuera, en
busca de un café.
Yo intento retenerlo,
Esa vieja vara que aguanta los rayos,
Los baños de ácido, los cúmulos que surgen de ti.
Al fin se larga bajando la colina empedrada de plástico,
Tranvía apaleado,
Desparramando chispas azules
Que se fragmentan como el cuarzo en millones de astillas.
Oh, joya. Oh, objeto valioso.
Esa noche, la luna
Arrastraba su bolsa de sangre, como un enfermo
Animal,
Por encima de las luces del puerto.
Y de pronto volvió a ser ella,
Dura, distante, blanca.
Su brillo de hojuela, reflejado en la arena, me daba un miedo
de muerte.
Nos entretuvimos cogiendo puñados de ella, amándola,
Amasándola como si fuese pasta, el cuerpo de un mulato,
Gravilla sedosa.
Un perro husmeó y se quedó mirando a tu perruno marido.
Y así continuaron por un buen rato.
Ahora estoy aquí callada, inmersa
Hasta el cuello en mi odio.
Un odio denso, denso.
No hablo.
Estoy empaquetando las patatas duras como si fueran ropa
buena,
Empaquetando a los niños,
Empaquetando los gatos enfermos.
Oh, jarra de ácido, pero si es de amor
De lo que estás llena. Tú bien sabes a quién odias.
Ahora él está abrazado a su bola de prisionero ahí abajo,
Junto a la puerta de la verja que da al mar,
Justo donde éste se adentra, blanco y negro,
Y luego refluye.
Cada día lo rellenas de sustancia anímica, como si fuese un
cántaro.
Estás tan cansada.
Tu voz es mi pendiente,
Un murciélago deseoso de sangre, aleteando y chupando.
Eso es. Eso es.
Asomas la cabeza por la puerta,
Triste, endemoniada bruja. «Todas las mujeres son unas putas.
No logro comunicarme con nadie».
Veo cómo tu precioso decorado
Se cierra sobre ti como el puño de un bebé
O una anémona, esa querida
Del mar, esa cleptómana.
Yo aún estoy muy verde.
Te digo que tal vez vuelva.
Ya sabes para qué sirven las mentiras.
Pues tú y yo jamás nos reencontraremos, ni siquiera en tu cielo
zen.
Papi
Tú ya no, tú ya no
Me sirves, zapato negro
En el que viví treinta años
Como un pie, mísera y blancuzca,
Casi sin atreverme ni a chistar ni a mistar.
Papi, tenía que matarte pero
Moriste antes de que me diera tiempo.
Saco lleno de Dios, pesado como el mármol,
Estatua siniestra, espectral, con un dedo del pie gris,
Tan grande como una foca de Frisco,
Y una cabeza en el insólito Atlántico
Donde el verde vaina se derrama sobre el azul,
En medio de las aguas de la hermosa Nauset.
Yo solía rezar para recuperarte.
Ach, du.
En tu lengua alemana, en tu ciudad polaca
Aplastada por el rodillo
De guerras y más guerras.
Aunque el nombre de esa ciudad es de lo más corriente.
Un amigo mío, polaco,
Afirma que hay una o dos docenas.
Por eso yo jamás podía decir dónde habías
Plantado el pie, dónde estaban tus raíces.
Ni siquiera podía hablar contigo.
La lengua se me pegaba a la boca.
Se me pegaba a un cepo de alambre de púas.
Ich, ich, ich, ich.
Apenas podía hablar.
Te veía en cualquier alemán.
Y ese lenguaje tuyo, tan obsceno.
Una locomotora, una locomotora
Silbando, llevándome lejos, como a una judía.
Una judía camino de Dachau, Auschwitz, Belsen.
Empecé a hablar como una judía.
Incluso creo que podría ser judía.
Las nieves del Tirol, la cerveza rubia de Viena
No son tan puras ni tan auténticas.
Yo, con mi ascendencia gitana, con mi mal hado
Y mi baraja del Tarot, y mi baraja del Tarot,
Bien podría ser algo judía.
Siempre te tuve miedo: a ti, a ti
Con tu Luftwaffe, con tu pomposa germanía,
Con tu pulcro bigote y esa
Mirada aria, azul centelleante.
Hombre-pánzer, hombre-pánzer, ah tú…
No eras Dios sino una esvástica
Tan negra que ningún cielo podía despejarla.
Toda mujer adora a un fascista,
La bota en la cara, el bruto
Bruto corazón de un bruto como tú.
Mira, papi, aquí estás delante del encerado,
En esta foto tuya que conservo,
Con un hoyuelo en el mentón en lugar de en el pie,
Mas sin dejar por eso de ser un demonio,
El hombre de negro que partió
De un bocado mi lindo y rojo corazón.
Yo tenía diez años cuando te enterraron.
A los veinte intenté suicidarme
Para volver, volver a ti.
Creía que hasta los huesos lo harían.
Pero me sacaron del saco
Y me amañaron con cola.
Y entonces supe lo que tenía que hacer.
Creé una copia tuya,
Un hombre de negro, tipo Meinkampf,
Amante del tormento y la tortura.
Y dije sí, sí quiero.
Pero, papi, se acabó. He desconectado
El teléfono negro de raíz, las voces
Ya no pueden reptar por él.
Si ya había matado a un hombre, ahora son dos:
El vampiro que afirmaba ser tú
Y que me chupó la sangre durante un año,
Siete años, en realidad, para que lo sepas.
Así que ya puedes volver a tumbarte, papi.
Hay una estaca clavada en tu grueso y negro
Corazón, pues la gente de la aldea jamás te quiso.
Por eso bailan ahora, y patean sobre ti.
Porque siempre supieron que eras tú, papi,
Papi, cabrón, al fin te rematé.
La bestia
Él era un hombre-toro antes,
Un rey para su muñeca, mi animal de la suerte.
Yo respiraba a mis anchas en su diáfana propiedad.
El sol anidaba en su axila.
Nada era malo ni horrible. Los pequeños seres invisibles
Estaban a su entera disposición.
Pero las hermanas azules me enviaron a otra escuela.
Mono vivía bajo el bonete de burro.
No paraba de lanzarme besos,
Aunque yo apenas lo conocía.
Ahora no hay modo de librarse de él:
Mascullapatas, llorón y pesaroso,
Pequeña-alma fiel, el amigo de las entrañas.
Con un cubo de basura le basta.
La oscuridad es su hueso.
Aunque lo llames por otro nombre, siempre responde.
Cara-de-pocilga feliz, sumidero de fango.
Yo me casé con una despensa de desperdicios.
Me acuesto en una charca de peces.
Aquí abajo, el cielo siempre está cayendo.
Cerdo-revolcón está en la ventana.
Los bichos de las estrellas no me salvarán este mes.
Hago mis labores en el lugar más recóndito de las vísceras del
Tiempo
Entre hormigas y moluscos, yo,
La Duquesa de la Nada,
La Novia del pasador de pelo.
El coloso
Nunca conseguiré recomponerte del todo,
Armarte, encolarte y ensamblarte adecuadamente.
De tus enormes labios surgen
Rebuznos, gruñidos y cacareos obscenos.
Esto es peor que vivir en un corral.
Supongo que te crees un oráculo,
El portavoz de los muertos o de algún que otro dios.
Treinta años llevo ya luchando
Por drenar el cieno de tu garganta,
Y aún no sé por qué.
Trepando por mis escalerillas, con botes de pegamento
Y cubos de lisol, me arrastro como una hormiga
Enlutada por los herbazales de tu ceño
Para arreglar tus inmensas placas craneales y limpiar
Los túmulos blancos, vacíos de tus ojos.
Un cielo azul, como de la Orestíada,
Se arquea sobre nosotros. Oh, Padre, tú mismo
Ya eres tan retórico y arcaico como el Foro Romano.
Saco mi almuerzo en una colina de cipreses negros.
Tus huesos estriados y tus cabellos de acanto se confunden
Esparcidos en su viejo caos hasta el horizonte.
Haría falta algo más que la descarga de un rayo
Para crear una ruina semejante.
De noche, me acurruco en la cornucopia
De tu oído izquierdo, resguardada del viento,
Contando las estrellas rojas y esas otras de color ciruela.
El sol sale por detrás del pilar de tu lengua.
Mis horas se han desposado con la sombra,
Y ya he dejado de escuchar el roce de una quilla
Contra las piedras lisas del muelle.
El pretendiente
Ante todo, ¿eres nuestro tipo?
¿Llevas un ojo de vidrio,
Dentadura postiza o una muleta,
Un corrector dental o un garfio,
Pechos de silicona o un sexo de goma,
Alguna sutura que demuestre que te falta algo?
¿No? ¿No? Entonces,
¿Cómo podemos darte nada?
Venga, no llores.
Abre la mano.
¿Vacía? Sí, vacía. Pues aquí tienes otra
Para llenarla, y deseando
Servirte una taza de té, disipar tus migrañas
Y hacer cuanto le digas.
¿Quieres casarte con ella? Tiene garantía,
Te cerrará los ojos cuando llegue el fin
Y se deshará en llanto.
Con la sal renovamos nuestro stock.
Pero veo que vas completamente desnudo.
Qué te parece este traje:
Negro y almidonado, aunque no te sienta mal.
¿Quieres casarte con él?
Es impermeable, irrompible, a prueba
De fuego y de bombas que atraviesen el techo.
Créeme, te enterrarán con él puesto.
Y ahora la cabeza que, perdóname, está vacía.
Pero también tengo un remedio para eso.
Ven aquí, bombón, sal del armario.
Bueno, dime: ¿qué te parece esto?
Desnuda como un papel en blanco
Pero dentro de veinticinco años será de plata,
Y dentro de cincuenta, de oro.
Una muñeca viviente, la mires por donde la mires.
Puede coser, puede cocinar,
Puede hablar, hablar, hablar.
Funciona de maravilla, te lo aseguro, sin el menor defecto.
Ahí tienes un agujero, a modo de cataplasma.
Ahí tienes una mirada, a modo de imagen.
Decídete, chaval, éste es tu último recurso.
¿Quieres casarte, quieres casarte con esto?
Poemas sobre la poesía y el arte
Retractación
«He renunciado a las hojas de té,
Y esa raya torcida
En la palma de la reina
Ya no me concierne.
En mi negro peregrinaje,
Esta bola de cristal con agujeros lunares
Se romperá antes de serme útil;
En lugar de graznar
Lo que está por venir,
Mis queridos cuervos han volado.
Abjuro de esos trucos visuales heladores
Y de todo cuanto he enseñado
En contra de la flor en la sangre:
Ni la riqueza ni la sabiduría están
Por encima de la simple vena,
De la franca y directa boca.
Regresa, pues, a tu bisoña juventud
Antes de que el tiempo se te acabe,
Y conságrate a hacer el bien
Con tus blancas manos».
Sobre la dificultad de conjurar una dríade
Buscando alguna presa entre el persistente
Batiburrillo de lápices despuntados, tazas de café
Decoradas con rosas, sellos de correo, el clamor y el griterío
De los libros apilados, el canto del gallo de la vecindad,
La multitud de impertinencias de todo tipo,
La mente jactanciosa
Desdeña las improvisadas
Peroratas del viento
Y lucha por imponer
Su propio orden a lo que existe.
«Con sólo mi fantasía», alardea la importunada cabeza,
Arrogante entre los espacios con lengua de grajo,
Los prados de ovejas, la cascada con aletas,
«Provocaré una crisis que dejará sin sentido al cielo,
Enloquecerá con su imposible galimatías
A la trucha, al gallo, al carnero,
Que crecen tan panchos
Ante mi celosa mirada,
Autosuficientes
Como lo son».
Pero ninguna verde patraña angelical
Adamasca con su brillo cegador el ojo raído:
«Mi problema, doctor, es que: veo un árbol,
Y ese condenado, escrupuloso árbol
No realiza ningún truco
Para embelecar a la vista;
P. ej., sesgando la luz,
Urdir una Dafne;
Pero no: mi árbol
Sigue siendo un árbol.
Por mucho que intento doblegar esa corteza,
Ese tronco, obstinado a mi dulce voluntad,
Ninguna figura luminosa se materializa
En miembros, ojos, labios radiantes,
Para engatusar a la sincera tierra que desprecia
Rotundamente ficciones
Tales como las ninfas;
La fría visión
No se deja embaucar
Con falsificaciones.
Seguro que en este otoño pródigo en sueños, algún hombre
Con ojos alunados, bendecido por las estrellas y con dotes de
ilusionista,
Observa a la damisela que me ha dejado plantada,
La moneda que malgasté, el caudal de hojas doradas
Que perdí, y hasta el aire opulento
Corre tachonado de semillas,
Mientras este pobre cerebro mío,
En lugar de amasar fortuna,
Se limita a robar al follaje
Y a la hierba, lo poco que tienen».
Sobre el declive de los oráculos
Mi padre conservaba una caracola abovedada
Junto a dos veleros de bronce con los que sujetaba sus libros,
Y, cuando yo me ponía a escuchar, sus fríos dientes espumaban
Con voces de ese mar ambiguo
Que añoraba el viejo Böcklin, quien solía agarrar una concha
Para oír el oleaje que ya no podía oír.
Lo que esa concha le decía a su oído interior
Sólo él lo sabía, no los campesinos.
Mi padre murió y, al morir,
Nos legó sus libros y su caracola.
Los libros ardieron, el mar se llevó la caracola,
Pero yo aún conservo las voces
Que dejó en mis oídos, y en mis ojos
La imagen de esas olas azules, nunca vistas,
Por las que sigue penando el espectro de Böcklin,
Mientras los campesinos celebran fiestas y se multiplican.
Eclipsando el buey espetado, no veo
Ni el cisne descarado ni la estrella ardiente,
Blasones de una edad más acerba,
Sino a tres hombres entrando en el patio,
Tres hombres subiendo las escaleras.
Infructuosas sus chismosas imágenes
Invaden el ojo claustral como páginas
De una burda tira cómica, y hacia
Lo que acontece en este acontecimiento
La tierra vuelve su rostro. Dentro de media hora
Bajaré las ruinosas escaleras y me toparé
Con los tres hombres que suben. Este futuro
No vale nada, comparado con el presente, con el pasado.
No vale nada esta visión ante los ojos ya apagados
Que antaño vieron desmoronarse las torres de Troya
Y huir del norte la maldad.
Palabras
Hachas
Con cuyos golpes resuena la madera,
¡Y los ecos!
Ecos que parten
Desde el centro, como caballos.
La savia
Brota como las lágrimas, como el
Agua que se esfuerza
En reestablecer su espejo
En la roca,
Deshaciendo y horadando
Este cráneo blanco,
Carcomido por las malas hierbas.
Años después, vuelvo
A encontrármelas por el camino:
Las palabras secas y sin jinete,
El estruendo incansable de los cascos.
Mientras,
Desde el fondo de la charca, las estrellas fijas
Gobiernan una vida.
Dos amantes y un raquero a orillas del Mar Real
Fría y rotunda, la imaginación cierra
Definitivamente su fabulosa casa de verano;
Las vistas azules, cegadas con tablones; nuestros dulces días
De vacaciones, disminuyendo en el reloj de arena.
Los pensamientos que hallaron una maraña de cabello
De sirena en la verde marea menguante,
Ahora pliegan sus alas como murciélagos
Y desaparecen en el ático del cráneo.
No somos lo que podríamos ser; lo que somos
No impide extrapolar nada
Más allá del aquí y del ahora:
Las ballenas blancas se han ido con el océano blanco.
Un raquero solitario, agachado entre unos restos
De conchas caleidoscópicas,
Sondea los fragmentos de Venus con un palo,
Bajo una red de gaviotas burlonas.
El mar ni transforma ni embellece ese vástago
De hueso sumergido que sonríe en cada resaca;
Aunque la mente se afane sin cesar como una ostra,
Al final no nos queda más que un grano de arena.
El agua seguirá fluyendo a la fuerza; el sol,
Saliendo y poniéndose indefectiblemente;
Ningún hombrecillo vive en la exigente luna,
Y eso es todo, todo, todo.
Poemas relacionados con la naturaleza
Una mariscadora en Rock Harbor
Me acerqué a los acuarelistas
Decididos a captar la buena luz
Del Cabo que pule los granos de arena
Hasta convertirlos en cristales laminados,
Y que bruñe con su beige brillante los cascos redondos
De los tres barcos de pesca
Varados a orillas de la cola
Retráctil de la ría. Iba a buscar
Carnada gratis: los mejillones azules
Arracimados como bulbos en el margen cubierto
De raíces de hierba de los pozancos.
La marea del alba seguía muerta. Noté el hedor
A limo, a vísceras de conchas, a despojos de gaviotas;
Escuché un rasguñar áspero, extraño
Cesar, y me allegué al silencioso
Borde de un pozanco en forma de cráter
Del que colgaban los mejillones azul mate y
Prominentes, pese a tener la impresión
De que los goznes de un mundo artero se acababan de
Cerrar sobre mí. Todo estaba en calma.
Aunque a mí me parecieron unos segundos,
Varias edades transcurrieron para que yo me granjease
Confianza de salvoconducto
En el receloso mundo de ultratumba
Que me observaba. La hierba brotaba con garras;
Unos minúsculos montículos de cieno se abrían paso
Desde abajo, desplazando sus testas como diminutos
Caballeros quitándose los cascos. Los cangrejos
Salían despacio de sus escondrijos enanos,
De sus trincheras de fango, todos
Camuflados con sus armaduras moteadas
De pintas verdes y marrones. Cada uno blandía
Una pinza agrandada hasta devenir en un largo
Escudo protector, no el instrumento de un violinista
Agigantado, a lo Gargantúa, a fuerza de ser tocado,
Sino agigantado a la fuerza, y a la fuerza
Blandido, con un fin cuyo sentido
Se me escapaba. Hordas silbantes,
Motivadas por la masa, iban saliendo de lado
En una corriente convergente
Hacia la boca del pozanco, tal vez buscando
La fina y desmadejada hebra
Del mar que empezaba a retrazar el camino
De su marea por encima de la cuenca de la ría.
O evitándome. Avanzaban
Al sesgo, produciendo un sonido
Entre húmedo y seco, dejando una estela
De gotas centelleantes. ¿Les gustaría sentir
La lama bajo sus patas
Como a mí entre los dedos de los pies?
La pregunta quedó en el aire, pues yo
Permanecí callada por una vez en la vida, por todas
Las que no, desconcertando el paso
De su formación absolutamente
Extraterrestre, igual que yo, situada
En la nítida cola del cometa Halley,
Desconcertaría al mundo si decidiese
Mandar a paseo mi órbita —conocida
Por un apellido que el cuerpo celeste
Ignoraba por completo. De esa forma,
Los cangrejos se dedicaron a lo suyo, que
No es precisamente tocar el violín, y yo llené
Mi enorme pañuelo de azules
Mejillones. Desde el punto de vista de los cangrejos
—Si es que podían verme—, yo era una
Pilladora de marisco con dos patas.
En la ventilada techumbre de paja
De las tupidas hierbas, encontré
El caparazón de un compañero suyo,
Intacto, extrañamente alejado
De su mundo de cieno de tonalidad verde
Y sus entrañas primero blanqueadas y luego desaparecidas
En algún lugar, a causa del exceso de sol y de viento.
No podría decir si murió
Recluyéndose, suicidándose,
O como un tenaz cangrejo Colón.
Su rostro, grabado al aguafuerte y olvidado allí,
Lucía una mueca cadavérica:
Tenía un cierto aire oriental,
Como una máscara de samurái
Hecha de colmillo de tigre, no tanto
Por amor al arte como por amor a Dios. Lejos del mar—
Donde los dorsos con pintas rojas, las pinzas
Y los cangrejos enteros, muertos, con sus empapados
Abdómenes pálidos y vueltos del revés,
Bailan, arrastrando las patas, sus valses
Sobre las idas y las venidas disolventes
De las olas, refundiéndose,
Pedazo a pedazo, con su amistoso
Elemento— yacía esa reliquia salvada,
Esa cara, encarando el sol sin cara.
Point Shirley
Desde Water-Tower Hill hasta la prisión de ladrillo,
El murmullo de los guijarros resuena
Bajo el desplome del mar.
Los pastelillos de nieve se parten y se amalgaman. Este
año
El oleaje arenoso saltó
Por encima del dique y cayó sobre un catafalco
De almejas desmenuzadas,
Dejando un amasijo salado de hielo a blanquear
En el patio de grava de mi abuela. Ella ya ha muerto:
Ella, cuya colada chasqueaba y se helaba aquí;
Ella, que mantenía la casa afrontando
Lo que el puerco y escabroso mar pudiese hacer.
Un día, la marejada cabrioleó
Espetando unas cuadernas de navío en la ventana de la bodega;
Un tiburón hembra, con cola de trilladora, arponeada,
Apareció tirado como un desperdicio en el lecho de geranios:
Aquella obstinada connivencia de elementos
Llegó a desgastar hasta el palo su escoba de retama.
Tras veinte años dejada
De su mano, la casa aún abraza, en cada juntura
Grisácea de estuco,
Las piedras púrpuras, ovoides: desde el monte de Great Head
Hasta el canal de Gut, ahora cubierto,
El mar trituró en su fría molleja estos contornos.
Nadie inverna ahora detrás
De las ventanas cegadas con tablones donde ella ponía
Sus hogazas de trigo
Y sus pasteles de manzana a enfriar. Entonces, ¿qué es
Lo que duele y se duele así? ¿Qué?
Lo que pervive sobre esta terca y baqueteada lengua
De arena. El viento amontona
Las reliquias que las olas vomitan,
Olas grises, montadas por patos de flojel.
Una labor de amor, mas una labor perdida.
Invariablemente el mar
Sigue erosionando Point Shirley. Ella murió bendecida,
Y yo vengo a visitar, vengo a recibir
Huesos, sólo huesos, sobados y sacudidos,
Un mar con cara de perro.
El sol, rojo sangre, se hunde bajo Boston.
Si pudiera, extraería de los pezones secos
De estas piedras la leche que tu amor les instiló,
Abuela. Las ánades sombrías se zambullen.
Y, aunque tu gracia pudiera fluir ahora como una corriente,
Y yo idear algo,
Abuela, las piedras ya no cobijan
A esa paloma espumosa.
El mar negro sigue embistiendo la barra, la torre.
Vadeando el agua
Lago negro, barca negra, dos negras figuras recortadas, de
papel.
¿Adónde van los árboles negros que abrevan aquí?
Sus sombras deben de cubrir todo el Canadá.
Las flores acuáticas exhalan una luz tenue.
Sus hojas no quieren que nos apresuremos:
Son redondas y lisas, cargadas de oscuras advertencias.
El remo agita una infinidad de mundos fríos.
El espíritu de lo oscuro habita en nosotros, late en los peces.
Un tronco nos despide ondeando su pálida mano;
Las estrellas se abren entre los lirios.
¿No te ciega la inexpresividad de estas sirenas?
Éste es el silencio de las almas atónitas.
La luna y el tejo
Ésta es la luz de la mente, fría y planetaria.
Los árboles de la mente son negros. Su luz, azul.
Las hierbas descargan sus pesares en mis pies, como si yo
fuera Dios,
Picándome en los tobillos y murmurando cosas acerca de su
humildad.
Brumas desvaídas, espirituosas, pueblan este lugar
Separado de mi casa por una hilera de lápidas.
La verdad, no veo adónde ir.
La luna no es una puerta. Es una cara de por sí,
Blanca como un nudillo y terriblemente afligida,
Que arrastra el mar tras ella como un crimen oscuro. Ahora
está callada,
Con la boca abierta en una O de absoluta desesperación. Yo
vivo aquí.
Los domingos, las campanas alarman al cielo dos veces:
Ocho lenguas enormes confirmando la Resurrección.
Y, al final, secamente, tañen sus nombres.
El tejo, con su silueta gótica, apunta al cielo.
Alzo la vista siguiéndolo y me topo con la luna.
Ella es mi madre. Pero no una madre dulce, como la
Virgen.
Sus vestiduras azules desprenden pequeños murciélagos y
búhos.
Cuánto daría por poder creer en la ternura:
El rostro de la efigie, suavizado por las velas,
Volviendo hacia mí, en particular, su mirada apacible.
Sí, he caído desde muy alto. Las nubes florecen,
Azules y místicas, sobre el rostro de los astros.
En la iglesia, los santos deben de estar todos azules,
Levitando con sus pies delicados sobre los fríos bancos,
Con las manos y los rostros hieráticos de tanta santidad.
La luna no se percata de nada de esto. Ella es calva y
salvaje.
Y el mensaje del tejo es la negrura, la negrura y el silencio.
Amapolas en octubre
Para Helder y Suzette Macedo
Ni siquiera los cúmulos de esta aurora saben qué hacer con
tales faldas.
Ni la mujer que va en la ambulancia,
Cuyo rojo corazón florece a través del abrigo tan
asombrosamente.
Son un don, un don de amor
No requerido
Por este cielo,
Que indolente y flameante
Quema su monóxido de carbono, ni por esos ojos
Tan pasmados que, por un instante, se inmovilizan bajo los
bombines.
Ah, Dios mío, ¿qué soy yo
Para que estas bocas tardías se abran a gritos
En este bosque de escarcha, en este amanecer de acianos?