Resumen
Ante el conocimiento de la muerte de Mariángela y la repentina y fuerte pulsión de vida que experimenta Mona, ella y Leopoldo deciden ir a la rumba de un estadounidense recién llegado, amigo de Leopoldo, en el barrio de Miraflores. Mona está ansiosa por asistir y, además, está decidida a terminar su relación con Leopoldo. Al llegar, la emoción decae: en la fiesta el sonido es muy bajo y los invitados no están en actitud festiva. Mona sube el volumen y recibe insultos y empujones. Ante la negativa del muchacho a interceder para que la música continúe y el pedido de calma que le hace él a Mona, excusando a esa gente a la que nota cansada de tanta bulla, Mona se queda parada sin saber qué hacer. Una música lejana, que llega desde afuera y del sur, donde termina el barrio de Miraflores y empieza un nuevo barrio, pobre y de casas desparramadas en la montaña, cuyo nombre desconoce, la moviliza hacia la puerta. Al abrirla y escuchar la letra, se encamina hacia allí: "Ya caminaba yo, ya me iba del otro lado" (134).
Al ir llegando a la rumba, Mona cae al pasto, se ensucia con mierda, se levanta y, enérgica, continúa su paso. Toda la gente que está allí, en el bembé, fiesta típica que se produce al aire libre y con percusión, la mira perpleja. Y ella, a su vez, mira extasiada a los bailarines. Percibe cierta pugna entre sexos: ve que molestan a una mujer llamada Teresa la Piraña, por lo que Mona molesta también a los hombres que se le acercan, que le piden que baile. Ella contesta que quiere conocer a la anfitriona y así lo hacen: le presentan a Manuela, la dueña de la casa, en cuyo patio se realiza el festejo. La saluda y la dueña vuelve al baile y a la música de Richie Ray, que es la que solicita a viva voz que hagan sonar. En ese momento, Mona descubre toda su experiencia previa como una de muerte; "había estado cuánto tiempo del lado de la sombra, que llevaba en mi cara la marca de su experiencia" (136).
Hay tres voleibolistas que comparten baile con Mona: José Hidalgo, Marcos Pérez y Manuelito Rodríguez. A medida que bebe alcohol y baila, en su narración, se van intercalando frases de canciones y, además, les confiesa el fanatismo que siente por su deporte. Borracha, decide partir con ellos hacia el apartamento que tienen unas calles más arriba. Se despide de la anfitriona, con quien sigue manteniendo contacto por medio de cartas en el presente de la narración. En ellas, Manuela le agradece su maravillosa presencia en aquella fiesta y le confiesa, en su última epístola, que le está copiando sus vestidos, al igual que lo que ella había hecho con Mariángela.
Antes de irse a la casa de los deportistas, Mona les pide que la acompañen a reflexionar sobre su pasado. Se dirigen, por tanto, a la casa en Miraflores donde está Leopoldo y, al verlo, ella le espeta: "¡¡Abajo la penetración cultural yanky!!" (140) como toda despedida, tras lo cual sale corriendo con los tres voleibolistas detrás, que, en un trance de furia, siguen gritando consignas. Realizada la acción, caminan nuevamente hacia la montaña y los muchachos le proponen ir por un camino más rápido, por el medio del pasto y no por el camino de los lotes. En un momento, en el que comienza a llegar olor a desayuno desde una de las casas cercanas, los tres varones se detienen y la esperan. Ella se acerca, abraza a cada uno, les dice "papito" a su turno, les baja la bragueta de sendos pantalones y se tiende en un lugar claro. José Hidalgo es el tercero en penetrarla y ella se lamenta de que a él no le haya dolido casi. Al terminar con los tres, divisa a un grupo de muchachos que desde lejos los ven y aúllan.
Desde allí, se dirigen los cuatro al pequeño apartamento que comparten y consumen cuatro pepas diarias para no dormir por una semana. En ese lugar, ella afirma que lo comprende todo: se refiere a la discoteca comprada en cooperativa que tienen en la casa, que cubre "toda la etapa prerrevolucionaria cubana, la pachanga y la charanga, la revuelta, y el gran movimiento de esta Salsa que ahora me llama y me llama" (141). Los dueños de casa le hacen conocer los discos en orden de producción y a bailar siguiendo el ritmo. Desde este momento, Mona se encomienda a la divinidad Babalú de los Orishas y se compenetra para aprenderlo todo sobre esta nueva música que aparece en su vida. Tal llega a ser su obsesión que insulta a los muchachos cuando, agotados, se quedan dormidos y ya no quieren seguir de rumba porque al día siguiente deben asistir a la universidad. Ella concluye: "mi aprendizaje definitivo llegó a su fin" (142), y deja la casa con una certeza: "sabiéndome para siempre con la conciencia de lo que era música en inglés y música en español, como quien dice conciencia política estructurada" (143).
Por el barrio de Miraflores, desde un teléfono de una tienda, Mona llama al Grillo y le sentencia una frase reveladora: "Acabo de descubrirle la salsa a la astilla. Hay que sabotear el Rock para seguir vivos" (143). Organizan una reunión para el día siguiente, pero ninguno de los dos cumple.
Ese viernes asiste a una fiesta de su prima, Amanda Pinzón, en Nortecito, donde se reencuentra con algunos antiguos amigos, como Bull y Tico. Una orquesta, llamada "Alirio y los Muchachos del Ritmo", musicaliza la fiesta. Cuando la música guasca o chucu chucu empieza a sonar, Mona lo describe como algo horrible, no solo por el sonido sino por lo que causa: "originó como risas y pasos indecisos desde todas las direcciones hasta mí, tanto que creí que era todo el mundo que me atacaba, de lo feas que se les pusieron las caras. Luego fue que entendí que era que salían a bailar" (144). Al sentirse asediada por ese baile y esa música de sonido paisa, la protagonista comienza, despacio y, paulatinamente, a subir la voz hasta terminar a los gritos entonando versos de canciones de Bobby Cruz y Richie Ray, al lado de los músicos de la orquesta. Cuatro hombres y una mujer intentan sacarla del lugar; ella se desprende de ellos y sale con una tristeza que cataloga como genial, con la certeza de que le comunicarían el hecho a sus padres y con muchas ganas de rumba.
A partir de ese momento, Mona decide no volver al Norte, pero sí sigue percibiendo el dinero quincenal entregado por su padre. Pasa a dormir en hoteles, garajes o se queda en la calle con amigos. De día, pasea por la Universidad del Valle, como si fuera estudiante, para hablar de música, su único interés. Cuando la buscan para charlar sobre otros temas, vinculados con la política universitaria, con la necesidad de organizar movimientos para sacar al rector, ella se retira, enojada. No va allí para eso. Se aleja también de los voleibolistas, a los que nota más politizados y se lo reprocha.
Se sienta, entonces, triste y confundida, y observa las antiguas construcciones a su alrededor. Imagina el pasado de su tierra y mira, con admiración, la naturaleza a su alrededor. O camina hacia el Parque Panameriquenque, para tirarse sobre su césped, de frente a las montañas, jurando que algún día mirará desde allí, desde sus alturas, mientras, a su vez, su pelo es admirado por todo aquel que se cruza en su andar. También asiste al Cine Club del San Fercho, pero no logra entenderse con quienes hablan de cine, dado que ella solo habla de su nueva pasión: la salsa. Y también así es su narración, en la que súbitamente se mezclan versos de las canciones que entona.
Análisis
La protagonista no ocupa tiempo en llorar la pérdida de su amiga. La lección de Mariángela cala hondo en su persona, como indica un par de páginas antes de narrar su muerte: “aprendí que las rumbas eran acontecimientos organizados para mi solo festejo, y que yo y sólo yo, por el deber penoso de comprenderlas duro, tenía el derecho único de gozarlas todas” (127). Y como sigue imitándola aún después de muerta, “como ella el día de la muerte de su madre, igualitica, yo nunca me sentí más viva” (129).
Por estos motivos se dirige con Leopoldo a una experiencia que, adelanta, apareja cambios radicales en su vida. La rumba que no es rumba, porque todos los invitados, salvo ella que es siempre pura energía, están desganados, y el volumen de la música es muy bajo. Es el último contacto de la protagonista con el rock y con el inglés, y es, también, el fin de su idealización de ese mundo. En ese momento, en el que se encuentra frente a un abismo que no comprende, donde la insultan y menosprecian, donde nadie disfruta y donde ella misma se encuentra a punto de darse por vencida y suponer que “no me tocaría de otra que sentarme en medio de cenizas, sentirme para siempre prisionera de sombras fluidas” (132), escucha, extasiada, una música que viene de lejos, que apela a raíces profundas y a lo nativo y que, además, parece llamarla para salvarla.
La música que la llama suena desde el sur y se le presenta como toda una revelación que le hace tambalear el cuerpo y le cambia para siempre la mente. La imagen de Mona saliendo de esa rumba llena de seres decrépitos parece infernal: Mona comienza a caminar sobre los cuerpos de los invitados que, drogados, se desparraman por el piso, hasta llegar a la puerta y abrirla para traspasar ese portal y devenir Reina del Guaguancó. Se trata de un momento de profunda comprensión: “que todo en esta vida son letras” (132). Desde ese momento, las letras de la salsa la acompañan, la hacen bailar y se intercalan en su discurso, forman parte de ella, de su cuerpo y de su mente. A diferencia del rock, aquí, desde un inicio, lo que la joven comprende son las letras de las canciones: el mensaje llega en la música pero también en la letra: no le hacen falta traductores; puede comprender el mensaje y hacerlo propio.
El pasaje hacia el otro lado, hacia el sur, tiene también reminiscencias bíblicas, que abrevan en la mística de la revelación: “Ya caminaba, yo, ya me iba del otro lado. Puedo asegurar ecos que oigo en mí de un pregonar. No miré ni una sola vez atrás” (134). En esa negación a mirar atrás, se prefigura una Mona que no quiere ser como la mujer de Lot: cuando Lot y su mujer huyen de Sodoma para evitar ser atrapados por las fuerzas del mal que caerán sobre la ciudad y así salvar su vida, las únicas indicaciones consisten en no detenerse en la llanura ni mirar atrás hasta llegar a las colinas. Pero la esposa de Lot vuelve la vista hacia atrás y queda convertida en una estatua de sal. Mona, no. Mona sigue adelante y, como antes el río Pance propensa un cambio en la joven burguesa, ahora ella se revuelca entre el pasto y ese contacto también es transformador: “Me enredé en el pasto, tropecé, me volví mierda, me levanté, la peregrina, no me arreglé el pelo para nada llegando ya a la rumba, la rumba que traigo es para mí no más” (134).
Este es el momento en el que la protagonista se desplaza hacia el sur. La fiesta que hace que ella se traslade siguiendo sus sonidos hasta allí es una bembé, es decir, una festividad con raíces africanas y origen youba que se caracteriza por la percusión. Los asistentes, a diferencia de la fiesta a la que ha asistido con Leopoldo, danzan y establecen relaciones entre ellos; se asocian para el baile y afirma que no se miran con envidia entre las mujeres, sino con admiración.
En este barrio, la ciudad es diferente, tanto en su fisonomía como en sus habitantes: el poder adquisitivo de los pobladores es menor; no hay parques como el Versalles, sino terrenos descampados; el barrio está todavía formándose y, en la descripción del lugar, la narradora distingue “casas desparramadas en la montaña, jóvenes que no estudian en el San Juan Berchmans, que no se encierran” (134), para dar cuenta de la distancia entre las casas, la educación diferente a la de los barrios que ella acostumbra frecuentar hasta el momento, y la libertad que percibe en la juventud del lugar. Manuela, la anfitriona, atiende a sus invitados, los alimenta, baila y hace sonar la música de Richie Ray (1945), un músico estadounidense de ascendencia puertorriqueña conocido como “El rey de la salsa”, que suele tocar con Bobby Cruz (1937), otro músico puertorriqueño de gran trascendencia en el género. Si bien no vuelve a ver a Manuela, sabemos que Mona continúa en contacto con ella por cartas, y que la impresión que nuestra protagonista causa en la anfitriona de la fiesta es tal que, desde aquel momento, la admira y busca imitarla. Esta situación recuerda la relación entre Mariángela y Mona, con un cambio de personajes frente a una misma dinámica: ante la ausencia de Mariángela, quien ya ha muerto, el ciclo parece reiterarse, con la diferencia de que ahora es Mona la que tiene a alguien que le copia los detalles. Tanto ha llegado a imitar a su amiga Mariángela, que la duplica incluso en esto: hay un paralelismo entre la historia previa de Mariángela y Mona y la de Mona y Manuela.
En esta fiesta, Mona se alcoholiza y relata, como lo hace antes con otras drogas, los efectos que el alcohol causa sobre su cuerpo. Destaca de esta bebida que, incluso, le cae bien a su pelo. Y da cuenta de todas las que ha probado desde aquella fiesta hasta el momento de su redacción: bebidas claras, bebidas coloridas; las ha probado todas. Después de la fiesta, se inicia en el sexo grupal: Mona y los tres deportistas mantienen una orgía en un campo cercano a las casas. Y se inicia, con ellos, en el profundo conocimiento de la salsa, su nueva pasión, hasta que puede por fin afirmar: "Lo comprendí todo" (141). Son ellos quienes le enseñan a bailar y le presentan la música de Ray Barretto (1929-2006), percusionista que interpreta el tema que da título a esta novela, y otros músicos a partir de una amplia discoteca que incluye diversos géneros de distintas etapas. Desde este momento, la letra de las canciones penetra en su narración y se intercalan versos entre las oraciones de sus relatos.
Antes de irse con ellos, sin embargo, debe despedir su vida anterior y a Leopoldo. La frase que le grita es una consigna política que devela cierta conciencia política adquirida por Mona, aunque no profundizada, a través de ese breve pero signficativo encuentro con la salsa: "¡¡Abajo la penetración cultural yanky!!" (140). En esa consigna, gritada hacia un grupo de extranjeros excedidos de drogas y fiesta, se cifra su despedida, para siempre, del rock anglosajón y el idioma extranjero. Mona pronuncia una denuncia de la penetración cultural y manifiesta el significado que esta música de origen afrocaribeño, nueva para ella, tiene en Estados Unidos en ese momento. La salsa es un ritmo que tiene origen y gran repercusión en las comunidades de habla hispana de Estados Unidos y, a través de sus letras, los latinos en el país del norte del continente se aglutinan y se perciben juntos ante la exclusión que sufren y denuncian. La salsa es una música que goza de gran sincretismo y que tiene gran apego en los barrios populares, tanto en Estados Unidos como en Colombia, durante este periodo. En boca de Mona, quien hasta este momento ha vivido extasiada por la cultura anglosajona, suena casi como un chiste; en los oídos de los jóvenes deportistas y universitarios que la acompañan y que recién la conocen, suena como un grito anticapitalista: ellos "siguieron gritando consignas, en un trance de furia y estupefacción" (140).
Los muchachos no pueden quedarse con ella por mucho tiempo: deben abandonarla cuando asisten a clases en la universidad. Ella ocupa la universidad como un motivo para hablar con otras personas sobre la música, pero no puede mantenerlo: no hay quien le siga el ritmo en esa conversación y, a veces, los demás quieren hablar de otra cosa, pero a ella el tema la obsesiona y desborda. Mona vuelve al norte para asistir a la fiesta de su prima y ese desenfreno se le escapa, incontrolable, ante el horror de ver a todos los asistentes atraídos por una música que considera comercial y espantosa. De esa forma, se despide de aquellos que antes consideraba propios y ahora reconoce ajenos.