Resumen:
Meursault recuerda sus primeros días en la prisión. Cuando llegó lo habían ubicado en una celda junto a otras personas, en su mayoría árabes. Cuando estos le preguntaron por qué estaba allí, él contestó que por matar a un árabe, y todos callaron.
Luego lo trasladan a una celda para él solo, donde debía dormir en una tabla de madera y hacer sus necesidades en un balde. Recibe la visita de María. Ella le sonríe y le dice que debe tener esperanzas, que cuando salga de allí se casarán. Meursault le pregunta, por decir algo, si ella cree que saldrá, y María le responde que sí.
En los meses siguientes, Meursault nota cómo su forma de pensar pasa de ser la de un hombre libre, que siente deseos de bajar a la playa y meterse al mar, por ejemplo, a la de un presidiario que se contenta con el paseo diario por el patio o con la visita de su abogado. Al respecto, reflexiona que el hombre terminaría acostumbrándose no importa a qué situación. Meursault enumera entonces aquello que echa en falta y que le produce angustia: la privación de mujeres y su imposibilidad de satisfacer ese deseo sexual y la falta de cigarrillos. Una vez acostumbrado a la falta, no parece pasarla mal. El único problema es cómo matar el tiempo. Para eso, comienza a recordar: hace recorridos por su apartamento recordando cada mueble, cada objeto en ellos, y, a medida que progresa en el recuerdo, más detalles se suman a las imágenes. El narrador concluye a partir de esto que un hombre que ha vivido un día tendrá recuerdos suficientes para no aburrirse en cien años de prisión.
Así pasan sus días: duerme mucho, hasta dieciocho horas; recuerda y lee una y otra vez una pequeña noticia policial que encontró escondida entre el jergón y la tabla de su cama, sobre un checoslovaco que, al regresar a su pueblo, 25 años después y siendo millonario, es asesinado por su madre, quien intenta quedarse con su fortuna sin saber que mataba al hijo.
Al final del capítulo, Meursault menciona cómo en la cárcel se pierde la noción del tiempo: lo único que importa es la noción del ayer y del mañana, pero la cuenta de los días es algo imposible. Antes de dormir, mira su reflejo en el agua de su escudilla e intenta sonreír, pero su rostro sigue siempre serio.
Análisis:
Este capítulo profundiza sobre la existencia privada de la libertad y nos sumerge en la psicología del narrador preso. Aunque sufre el encierro, no hay autocompasión en la actitud de Meursault, y su relato, desapasionado pero preciso, nos plantea la transición que sucede en su psicología dentro de la cárcel, de hombre libre a hombre preso: Meursault nos cuenta con detalles cómo sus pensamientos van cambiando conforme pasa el tiempo:
Al principio de la detención lo más duro fue que tenía pensamientos de hombre libre, por ejemplo, sentía deseos de estar en una playa y de bajar hacia el mar. (…) Después no tuve sino pensamientos de presidiario. Esperaba el paseo cotidiano que daba por el patio o la visita del abogado. (pp. 96)
El hábito (como rutina o costumbre) es otro de los temas de este capítulo. Meursault piensa, como su madre, que el hombre es capaz de acostumbrarse a todo:
Pensé a menudo entonces que si me hubiesen hecho vivir en el tronco de un árbol seco sin otra ocupación que la de mirar la flor del cielo sobre la cabeza, me habría acostumbrado poco a poco. Hubiese esperado el paso de los pájaros y el encuentro de las nubes como esperaba aquí las curiosas corbatas de mi abogado y como, en otro mundo, esperaba pacientemente el sábado para estrechar el cuerpo de María. Después de todo, pensándolo bien, no estaba en un árbol seco. Había otros más desgraciados que yo. Por otra parte, mamá tenía la idea, y la repetía a menudo, de que uno acaba por acostumbrarse a todo. (pp. 96-97)
El hábito implica también desprenderse de los deseos que se han transformado en costumbre, como el fumar y el mantener relaciones sexuales: al principio Meursault sufre las prohibiciones hasta la náusea, pero conforme se acostumbra a su nueva situación, deja de sentir la privación como tal, y la necesidad desaparece.
Entonces, el único problema que le resta por resolver es el uso del tiempo. Para ello, el narrador recurre a la memoria: comienza a recordar, por ejemplo, su departamento. A medida que pasan las horas, completa el recuerdo con un sinfín de detalles que van surgiendo en la memoria. Así, piensa que un hombre que ha vivido un día tiene suficiente material para tolerar cien años de prisión. El capítulo cierra con una reflexión sobre este asunto: en la prisión es imposible llevar la cuenta de los días y los meses. La noción temporal se reduce al ayer, hoy y mañana, sin unidades temporales mayores que organicen y den medida a la vida. Cuando un guardia le dice que ya han pasado cinco meses, Meursault le cree, pero no lo comprende: el tiempo ha dejado de ser una variable cuantificable en su vida.