Resumen:
Después de la sentencia, Meursault es trasladado a una celda en la que solo puede ver el cielo. Allí pasa los días a la espera de la ejecución. Ha rechazado tres veces la visita de un sacerdote y se limita a pensar en su suerte. La desproporción de la sentencia le parece absolutamente ridícula. Otro de su pasatiempo en la nueva celda es pensar en proyectos de ley. Por ejemplo, considera darle una posibilidad más al acusado de salvarse y piensa cómo aplicar la pena de muerte.
Meursault no duerme por las noches y espera el alba, pues sabe que es el momento en el que vienen a buscar a los condenados a muerte. Durante el día piensa en la apelación y en la idea de la muerte. Acepta que tendrá que morir, e indica que “todo el mundo sabe que la vida no vale la pena de ser vivida” (p. 136). Sabe que, en cualquier caso, es lo mismo morir ahora o en veinte años, pero igual se aflige ante la idea de no poder vivir esos veinte años más.
Vuelve a rechazar la visita del capellán y piensa, por primera, vez en María. Ella no ha vuelvo a visitarlo después de la audiencia, y el narrador piensa que quizás se ha cansado de ser la amante de un condenado a muerte.
Vuelve a presentarse el capellán y entra a la celda. Le pregunta a Meursault si cree en Dios y este responde que no. Entonces, el capellán trata de persuadirlo para que hable con él, pero el narrador le indica que realmente no le interesa, y que no tiene tiempo para asuntos que no son de su interés. El capellán lo compadece y trata de hacerle ver que la justicia de Dios puede perdonarle sus pecados, a lo que Meursault responde que, en primer lugar, es la justicia de los hombres la que lo ha condenado y, en segundo lugar, no sabe lo que es un pecado. El sacerdote insiste y, finalmente, Meursault pierde la paciencia, estallando en un acceso violento. Toma al cura por el cuello de la sotana y le grita que él está muy seguro de sí mismo, de su vida y de su muerte. Agrega que todos estamos condenados y que nada de todo eso importa. Los guardias intervienen para separarlos, pero el sacerdote los detiene, mira a Meursault con lágrimas en los ojos, da media vuelta y se retira de la celda.
Meursault se deja caer en la cama; se siente agotado. Siente entonces llegar el fresco de la noche y piensa un momento en su madre. Finalmente, concluye que él ha sido feliz y que todavía lo es, y piensa que solo le queda esperar que el día de su ejecución haya muchos espectadores y que lo reciban con sus gritos de odio.
Análisis:
Al revisar la sentencia una y otra vez en su cabeza, Meursault se abisma en la noción del absurdo:
A pesar de mi buena voluntad no podía aceptar esta certidumbre insolente. Pues, al fin y al cabo, existía una desproporción ridícula entre el fallo que la había creado y su desarrollo imperturbable a partir del momento en que el fallo había sido pronunciado. El hecho de haber sido leída la sentencia a las veinte en lugar de a las diecisiete, el hecho de que hubiera podido ser otra de que había sido dictada por hombres que cambian la ropa interior, de que había sido dada en nombre de una noción tan imprecisa como la del pueblo francés (o alemán o chino), me parecía que todo quitaba mucha seriedad a la decisión. (pp. 136-137)
Esa sensación de ridiculez nace de la ruptura entre las decisiones tomadas por el tribunal y el sistema intelectual de Meursault, para quien los debates de índole moral no tienen un lugar en un mundo carente de sentido.
Si bien no lo dice el narrador explícitamente, sabemos que su estado en la celda es de una desesperación aplastante. Lo notamos en cómo pasa las noches sin dormir, esperando el alba y los pasos de los guardias que vienen a buscarlo. Ante el más leve sonido, se aplasta contra la puerta y escucha, sintiendo en el silencio su pesada respiración. Durante esa espera, sobre la muerte se postulan algunas sentencias fundamentales:
Durante el día tenía la apelación. Creo que saqué el mejor partido de esta idea. Calculaba los resultados y obtenía el mayor rendimiento de mis reflexiones. Tomaba siempre la peor posibilidad: la apelación era rechazada. «Y bien, tendré que morir.» Antes que otros, es evidente. Pero todo el mundo sabe que la vida no vale la pena de ser vivida. En el fondo, no ignoraba que morir a los treinta años o a los setenta importa poco, pues, naturalmente, en ambos casos, otros hombres y otras mujeres vivían y así durante miles de años. En suma, nada podía ser más claro. Era siempre yo quien moriría, ahora o dentro de veinte años. En este punto, me molestaba un poco en el razonamiento el salto terrible que sentía dentro de mí pensando en veinte años de vida por venir. (…). Desde que uno debe morir, es evidente que no importa cómo ni cuándo. Por consiguiente (y lo difícil era no perder de vista todo lo que éste «por consiguiente» representaba en el razonar), por consiguiente, debía aceptar el rechazo de la apelación. (pp. 143-144)
A pesar de esa resignación que presenta el protagonista frente a la muerte, Meursault reconoce que le gustaría vivir, siente ese “salto” en su interior cuando piensa en esos años futuros que le están privando. Y aquí se vuelcan otras nociones filosóficas sobre las que Camus se ha explayado en El mito de Sísifo (1942): a la idea del absurdo Camus suma y contrapone el concepto de rebeldía. El mundo es un lugar vacío de sentido, sí, y entonces uno podría considerar que, ya que vivir carece de sentido, el suicidio sería la vía de escape lógica a esta sinrazón que es la vida. Sin embargo, Camus afirma que la actitud que queda para el hombre es la opuesta: rebelarse contra el sinsentido y elegir entonces vivir. El acto mayor de rebeldía es ese: el que realiza el ser humano al vivir y al depositar sus esperanzas en la vida y en el mundo, aun cuando sabe que ese mundo no le dará nada a cambio.
Contemplando la muerte que se aproxima, llega la novela a su momento cúlmine cuando, frente al capellán, Meursault pierde la paciencia y grita sus verdades:
Pero estaba seguro de mí, seguro de todo, más seguro que él, seguro de mi vida y de esta muerte que iba a llegar. Sí, no tenía más que esto. Pero, por lo menos, poseía esta verdad, tanto como ella me poseía a mí. Yo había tenido razón, tenía todavía razón, tenía siempre razón. Había vivido de tal manera y hubiera podido vivir de tal otra. Había hecho esto y no había hecho aquello. No había hecho tal cosa en tanto que había hecho esta otra. ¿Y después? Era como si durante toda la vida hubiese esperado este minuto... y esta brevísima alba en la que quedaría justificado. (pp. 149-150)
A lo absurdo que es vivir tratando de encontrar sentidos en un mundo donde se es existencia pura, Meursault ha respondido con el desinterés y la indiferencia. Frente a los sistemas morales que organizan la vida del ser humano en instituciones sociales, Meursault ha optado por la observación libre de opiniones, depurada de juicios valorativos, y así ha llegado hasta el final. La disputa con el capellán es el último grito desgarrador con el que Meursault le habla a la humanidad para denunciar lo ridículas que son las instituciones que exigen al ser humano una vida ceñida a los preceptos de una moralidad sustentada en la religión o en conceptos derivados de ella.
La vida humana es pura existencia; no es necesario justificarla con la idea de trascendencia espiritual ni tratar de llenarla de sentidos sobre cómo uno debería vivirla. La pura existencia del ser es razón suficiente para enfrentarse al sinsentido del mundo. No hay necesidad, nos repite constantemente el narrador, de tratar de justificarse detrás de ningún sistema moral. Por eso, cuando Meursault sea llevado a la guillotina, solo espera ser recibido por una multitud y sus gritos de odio. Así se consumará su calidad de extranjero: un sujeto que, con su conducta disidente, ha venido a poner en jaque a las instituciones hegemónicas del occidente judeocristiano.