Resumen
Un verano en que el Quirce saca cada tarde el rebaño de ovejas y Rogelio se encarga del jeep y del tractor, el señorito Iván le advierte a Crespo que no pierda de vista a los hermanos, pues Paco, el Bajo, ya está viejo y no quiere quedarse sin secretario. Sin embargo, ninguno de sus hijos tiene el olfato de su padre, que desde chico se ponía en cuatro patas y, como si fuera un perro de caza, era capaz de distinguir con el olfato a la presa de caza. El señorito Iván siempre le pregunta a qué huele la caza, y Paco se sorprende de que aquel no huela todo lo que él sí.
El señorito Iván comienza de muy chico a aficionarse por la caza y ya a los trece años sale entre los tres primeros de un torneo; se vuelve tan bueno en ello que a veces hasta logra tener cuatro pájaros muertos en el aire. Desde esos días, Ivan se acostumbra a la compañía de Paco: aprovecha su buen olfato y cuando nota que aquel es malo para cargar las armas, le ordena que practique cargar todas las noches antes de acostarse, asegurándole que si logra ser el más rápido de todos nadie podrá superarlo como secretario. Paco, que es servicial por naturaleza, acata la orden y se esfuerza muchísimo.
Con el tiempo, Iván se convierte en un cazador muy habilidoso y lo usa a Paco de testigo para presumir su excelencia con los demás. Paco se siente muy orgulloso de que su testimonio sea tan importante para el señorito, y se vanagloria de que los amigos de Iván envidien más que nada a su secretario. De hecho, muchas veces Paco es requerido por esos señores, incluso por algún Embajador o algún Ministro, para asistirlos en la caza con sus dones de olfato. En esas oportunidades, Paco se muestra muy altanero de su saber y el señorito Iván observa, orgulloso, cómo los otros se asombran de las habilidades de su secretario. Se sorprenden de que Paco recuerde el lugar donde ha caído cada una de las aves que Iván derriba.
Luego de la caza, Iván suele darle un billete a Paco como recompensa, no sin dejar de reprocharle que le está costando muy caro. Con ese dinero, la Régula va a Cordovilla a comprar artículos de primera necesidad.
En una oportunidad, luego de la caza, un asiduo cazador, René, el francés, dice durante el almuerzo en la Casa Grande que en Centroeuropa el nivel de alfabetización es mucho mejor que allí. Enojado, Iván le responde que allí ya no hay analfabetos, pues ya no están en el año 1936, y ambos hombres comienzan a pelear y a faltarse el respeto. Para demostrar su punto, Iván llama a Paco, Régula y Ceferino y, adoptando el tono didáctico del señorito Lucas, le dice al francés que antes esos empleados eran analfabetos. Entonces le pide a Paco que se esmere y escriba su nombre, pues está en juego la dignidad nacional. A la par, don Pedro, nervioso, le dice a René que desde hace años el país está haciendo lo posible por redimir a esta gente. Entretanto, los tres criados hacen un garabato con mucha dificultad. Iván le dice al francés que ahora ya puede ir a contarlo a París, para todos aquellos que juzgan erróneamente a los españoles. Y entonces toma la mano de Régula y, exhibiendo su pulgar deformado de tanto trabajo forzado, le dice que hasta hace unos días esa mujer firmaba con el dedo. Régula se siente sofocada, mientras el francés observa con espanto la deformidad de su pulgar y el señorito Iván le explica que eso se debe a los trabajos que desempeña. Enseguida, Iván felicita a sus empleados y les dice que se retiren, mientras todos ríen paternalmente, menos René, que ha quedado perplejo.
La vida en el Cortijo no tiene, sin embargo, demasiadas novedades, salvo las periódicas visitas de la Señora, que obligan a Régula a estar muy atenta, pues en cuanto se demora en abrir el portón, recibe el maltrato de la Señora. En esas visitas, la Marquesa suele entrevistar uno por uno a cada empleado, para averiguar sus quehaceres, y luego les da algo de dinero. Después ellos se comentan entre sí que la Señora es muy buena con los pobres y celebran en la corralada en su honor.
En una de esas oportunidades, la Señora Marquesa, al cruzar el portón, repara en Azarías y, al verlo descalzo y demacrado, le dice a Régula que estaría mejor en un Centro Benéfico, pero ella le responde que, mientras viva, ningún hermano suyo morirá en un asilo. Miriam respalda a Régula, diciendo que el hombre no hace ningún mal en el Cortijo, donde hay lugar para todos. Para defenderlo, Régula le dice a la Señora que Azarías no es malo, solo un inocente. La Señora, sin embargo, no puede quitar sus ojos del hombre que, enseguida, toma de la mano a Miriam y la arrastra hasta el sauce, para mostrarle a la milana. Mientras está demostrándole cómo le da de comer, llega desde la casa el berrido de la Niña Chica y la señorita Miriam queda muy impresionada. Azarías se pone nervioso y le dice que es la niña. Miriam no puede creer que ese sonido lo emita un ser humano. Entonces Azarías la conduce a la casa y le muestra a la Niña Chica, que yace en su cajoncito. Miriam se queda estupefacta y pálida, espantada del horror que le genera la criatura. Azarías, sin embargo, no percibe el horror, toma en brazos a la Niña Chica y le pregunta a Miriam si no es bonita la milana.
Análisis
Este libro se dedica a desarrollar más profundamente el vínculo que hay entre Paco y el señorito Iván, que en capítulos siguientes alcanzará niveles trágicos. Sin embargo, aquí se presenta al secretario como el paradigma de sumisión que todo señor añora, al punto de que todos le piden colaboración a Paco en la caza, razón suficiente para que Iván se sienta orgulloso de él.
Parte de la sumisión de Paco es construida mediante su animalización, pues sus habilidades en la asistencia de la caza redundan en su capacidad para convertirse casi en un perro: “desde chiquilín, no es un decir, le soltaban la perdiz aliquebrada en el monte y él se ponía a cuatro patas y seguía el rastro con su chata nariz pegada al suelo, como un braco, y andando el tiempo, llegó a distinguir las pistas viejas de las recientes, el rastro del macho del de la hembra…” (80). El perro es el animal fiel, sumiso y domesticado por excelencia, cualidades muy presentes en Paco.
Paco se siente orgulloso de que sus habilidades sean tan útiles para Iván y de que sus amigos lo envidien más que nada por los servicios que él le presta. Sin embargo, la mirada de los amigos de Iván no es tan dignificante, sino que lo que admiran de Paco es su total sumisión: “ni el perro más fino te haría el servicio de este hombre, Iván, fíjate lo que te digo, que no sabes lo que tienes” (84). Esta contradicción entre la mirada del sirviente y la de los señoritos da cuenta de la explotación a la que Paco está sometido, que ni siquiera le permite identificar la humillación. Del mismo modo, Iván mira orgulloso la envidia de los otros: “el señorito Iván, los pulgares en los sobacos de su chaleco-canana, sonreía abiertamente (...), muy orondo, lo mismo que cuando mostraba la repetidora americana o la Guita, la cachorra grifona” (86). El narrador sugiere de esta manera que Paco es ostentado por Iván como si fuera una propiedad suya, una mascota o un objeto.
En efecto, la cualidad más valorada por los señores es la sumisión de Paco. Esta está construida hiperbólicamente, como si fuera parte de su naturaleza: “Paco, el Bajo, que era servicial por naturaleza, cada noche, antes de acostarse, ris-ras, abrir y cerrar la escopeta” (82). Se construye así cierto determinismo en la figura de Paco: su condición sumisa no fue aprendida sino que es natural, heredada. Paco estaría así condenado a servir, desde una posición miserable, y no habría nada en su voluntad que le permitiera mejorar su condición. Por su parte, el señorito Iván se aprovecha de esa sumisión, y apela a ella para convencerlo de todo lo que él quiere: “si logras ser el más rápido de todos (...) no habrá en el mundo quien te eche la pata como secretario, te lo digo yo” (82). Desde entonces, Paco se muestra muy solícito y entregado a la tarea de mejorar su tarea de cargar las armas, todo para satisfacer la afición de Iván por la caza.
En la escena de la disputa entre Iván y el francés Réne, se dirime la cuestión cultural del analfabetismo y reaparece el tema de la educación como un valor importante, digno de ostentación. El señorito Iván, herido en su ego, se siente en la obligación de mostrar los avances en la ilustración de su país y, para hacerlo, trata a sus empleados como si fueran objetos de exhibición: “mira, René, a decir verdad, esta gente era analfabeta en tiempos, pero ahora vas a ver, tú, Paco, agarra el bolígrafo y escribe tu nombre, haz el favor, pero bien escrito, esmérate (...) que nada menos está en juego la dignidad nacional” (91). Va mucho más lejos cuando sostiene el dedo de Régula, sin pedirle permiso, para mostrar la deformidad y argumentar que, antes de aprender a usar la lapicera, la mujer escribía con el dedo. No solo construye así la imagen de brutalidad de su empleada sino que la avergüenza frente al francés. Ante el horror de este por el pulgar amorfo de Régula, el señorito Iván replica con naturalidad: “¡ah, bien!, esta es otra historia, los pulgares de las empleiteras son así, René, gajes del oficio, los dedos se deforman de trenzar esparto, ¿comprendes?, es inevitable” (93). No solo la cosifica, al hacer con su cuerpo lo que él quiere, sino que además justifica con naturalidad las exigencias y degradaciones a las que el cuerpo de los empleados son condenados.
Por su parte, la Señora Marquesa despliega en este libro su actitud paternalista e hipócrita. Cada vez que visita el Cortijo entrevista a los empleados, aparenta preocuparse por sus quehaceres y les da dinero “para que celebréis en casa mi visita” (95). Este trato logra el efecto deseado: la limosna lleva a que los empleados digan que ella “es buena para los pobres” y que brinden en su honor. Así, se establece una vez más en la novela el contraste entre los ricos y los pobres y la actitud paternalista que tienen los primeros con los segundos, pero a modo de caridad, no de verdadera solidaridad con sus necesidades. Lo mismo sucede cuando la Señora Marquesa ve a Azarías y, espantada por su aspecto desaliñado, le sugiere a Régula que lo envíe a un asilo, más impulsada por el horror de tener que ver ese espectáculo asqueroso que por cuidar verdaderamente al hombre. Régula se atreve con valentía a oponerse a esa sugerencia: “mientras yo viva, un hijo de mi madre no morirá en un asilo” (96). Y enseguida, para defender al Azarías y matizar el horror de la Señora, apela a la figura del inocente: “el Azarías no es malo, Señora, solo una miaja inocente” (97). Será nuevamente Miriam quien muestre cierta sensibilidad hacia los más vulnerables: “después de todo, mamá, ¿qué mal hace aquí? en el Cortijo hay sitio para todos” (96).
A pesar de esta empatía, Miriam deja en evidencia su total lejanía con las clases bajas y su vulnerabilidad cuando se produce el encuentro con la Niña Chica. La escena presenta con crudeza el choque entre la mirada cómoda de la joven rica y la miseria y degradación de la joven pobre y deficiente. En primer lugar, ella no puede creer que el sonido que escucha provenga de una persona: “la señorita Miriam, espeluznada, ¿es cierto que es una niña la que hace eso?” (99). Azarías, desde su inocencia e incomprensión, no tiene mejor idea que conducir a Miriam hacia la casa, y el encuentro con la Niña Chica supone para ella un espectáculo monstruoso que la horroriza:
(...) la señorita Miriam avanzaba desconfiada, como sobrecogida por un negro presentimiento, y al descubrir a la niña en la penumbra, con sus piernecitas de alambre y la gran cabeza desplomada sobre el cojín, sintió que se le ablandaban los ojos y se llevó las manos a la boca, ¡Dios mío!, exclamó, y el Azarías la miraba, sonriéndola con sus encías rosadas, pero la señorita Miriam no podía apartar los ojos del cajoncito, que parecía que se hubiera convertido en una estatua de sal (...) tan blanca y espantada” (99)
El contraste entre el pánico de Miriam y la ternura de Azarías es notable. La mayoría de los personajes, incluso aquellos que se muestran más sensibles, miran con horror la “anormalidad” de la Niña Chica, pues no saben cómo asimilarla a la naturaleza humana. Solamente Azarías, como un par de ella, logra mirarla con ojos de amor y compasión. El hombre, incapaz de interpretar el horror de Miriam, le muestra a la niña y le dice: “¿no es cierto que es bonita la milana, niña?” (100).