El paisaje del penal de Tevegó
En la primera sección, Patiño le hace al Dictador una descripción del penal de Tevegó, inspirado en los testimonios de los funcionarios que fueron a inspeccionar los sucesos extraños que estaban dándose allí:
Hacia el mediodía ya teníamos los ojos secos de tanto mirar; sancochados por la luz del sol rebotando contra la sombra que estaba detrás. Medio muertos de sed porque en varias leguas a la redonda todos los ríos y arroyos estaban sin agua desde hacía muchísimo tiempo. Eso también se notaba. El pueblo iba obscureciendo como si dentro ya estuviera creciendo la noche, y era solamente que la sombra se volvía más espesa (38).
Esta descripción está cargada de imágenes visuales que remiten al tipo de luz de Tevegó. Resulta significativo que coinciden en un mismo espacio el recio brillo del sol, capaz de hacer secar los ojos y desorientar a los viajeros, y la oscuridad y la sombra que imprimen sobre el penal un clima siniestro y misterioso. Esa oscuridad llega al punto de dejar de ser meramente visual para convertirse también en una imagen táctil: es espesa, adquiere densidad. Asimismo, se sugieren en el pasaje las temperaturas agobiantes, la falta de agua en los ríos y a la sequedad que afecta a los viajeros.
Los enfermos de cólera
Cuando el Dictador visita la colonia de enfermos, que instaló Bonpland en Santa María, con el fin de pedirle que lo cure de sus molestias, se lleva una sorpresa con los estragos que ha dejado el cólera allí: “Salí tropezando de puro contento en la infinidad de bultos tumbados en el suelo. Gentío semejante en la oscuridad a quejumbroso muerterío. Avancé pisando manos, pies, cabezas que se levantaban y me insultaban con el tremendo rencor de los enfermos” (351). La imagen que ofrece de ese entorno es muy impactante, porque está dramáticamente atravesada por la muerte y la desesperación que deja el cólera. En la colonia, los seres humanos han perdido su condición integral y se transforman en bultos y pedazos de cuerpos fragmentados y desparramados por el suelo. A esa imagen devastadora, se suman los sonidos quejumbrosos y los lamentos de los enfermos sufrientes. Por último, El Supremo también agrega una imagen olfativa al conjunto: “Me eché yo también, haciéndome el dormido, la cara pegada a la tierra pelada con olor a mucho trajín de enfermedades” (350).
El accidente de El Supremo
Cuando El Supremo evoca su accidente el día lluvioso en que lo tiró el caballo, lo hace a través de una serie de imágenes que acompañan y refuerzan su desesperación en ese momento:
En medio de la lluvia, tumbado de espaldas, pugné desesperadamente por zafarme de la succión del barro. La lluvia tiroteándome la cara. No una lluvia cayendo desde arriba como suele. Chaparrón más que sólido, fuerte, gélido. Gotas de plomo derretido, ardiendo a la vez que helado. Diluvio de gotas disparadas en todas direcciones. Goterones de fuego y escarcha, haciéndome sonar los huesos, provocándome arcadas (514).
En primer lugar, profundiza en las sensaciones de la lluvia y el barro sobre su cuerpo: el barro succionando su cuerpo y hundiéndolo con una fuerza difícil de contrarrestar, la lluvia golpeando su cara como si se tratara de tiros, las arcadas que siente en ese estado de desesperación. Asimismo, condensa la desesperación en imágenes sensoriales vinculadas a la temperatura; imágenes que, además, se contradicen entre sí: el agua es fría (“gélido”, “helado”) y a la vez caliente. De ahí la implementación de dos oxímoron para referirse a esa convivencia del frío y el calor: “Ardiendo a la vez que helado”, “goterones de fuego y escarcha”. En suma, todas estas imágenes se complementan para retratar el dolor y el estado alucinatorio que atraviesa el Dictador cuando queda tumbado en el barro.
El cadáver en descomposición de El Supremo
Hacia el final de la novela, El Supremo comienza una descripción pormenorizada del proceso de descomposición de los cadáveres. Al comienzo, parece una descripción general, pero pronto el lector comprende que alude a la desintegración que su propio cuerpo está atravesando, ahora que se ha entregado a su muerte.
El retrato de este proceso está cargado de imágenes impactantes. Como si situara su mirada desde la perspectiva de los bichos que participan de ese proceso, el Dictador describe el placer de ese trabajo con una imagen gustativa, diciendo que el comienzo de la putrefacción es una “sabrosa señal” para las moscas, una “descomposición deliciosamente negra” (250). Inesperadamente, compara la transformación del cuerpo con imágenes culinarias que le agradan: “Forman sus crisálidas como el pan rallado sobre los jamoncitos o la sopa de porotos que a mí tanto me gustaba saborear” (ídem). Con la intervención de los primeros bichos, se desencadenan los efectos sobre el color del cadáver: “La piel de los cadáveres se vuelve entonces de un amarillo que tira ligeramente a rosa; el vientre a verdeclaro; la espalda a verdeoscuro” (ídem). Luego, la descripción ahonda en imágenes que, lejos de abordar de manera escatológica la descomposición, iluminan lo estético que hay en ella. Por ejemplo, dice que algunas larvas “cristalizarán y brillarán más tarde como lentejuelas o pepitas metálicas en el polvo definitivo”, o bien que los necróforos son como “sílfides de ojos diamantinos y tornasolados” (ídem).
Por lo tanto, si bien lo que se describe comprende podredumbre, olores y colores desagradables, El Supremo presenta la descomposición corporal apelando a otras dimensiones del proceso y enfatizando cierto placer estético en él.