Resumen
En la sala de sesiones, la Junta Gubernativa escucha el discurso de los enviados porteños, Belgrano y Echevarría. El primero asegura que Buenos Aires no busca subyugar a ningún pueblo del virreinato. Agradece los esfuerzos que Paraguay hizo al hacer su revolución del 14 de mayo y establecer un nuevo gobierno, pero también sostiene que ahora es necesario que los paraguayos se integren y acaten al gobierno central de Buenos Aires: es necesaria la unidad para hacer frente a la amenaza común de Brasil. La Junta aplaude, salvo El Supremo, que se pronuncia en contra: asegura que el virreinato es un cadáver y lo que sucede ahora es que las provincias, antes rebajadas a ser simples colonias, están haciendo nacer sus patrias. La única alternativa que ellos están dispuestos a ofrecer es la conformación de una Confederación de Estados libres, sin que la unión signifique la anexión. Agrega que Paraguay ahora está concentrado en bastarse a sí mismo y en su propia defensa contra los enemigos externos, como Brasil y España. Finalmente, acuerdan cerrar la discusión con un tratado el próximo 12 de octubre.
Desde entonces, el Dictador impone una discreta vigilancia sobre los porteños, mientras se dispone a redactar un borrador del tratado. En conversación con Belgrano y con Echevarría, este último acusa a Paraguay de aislarse del resto de las Provincias Unidas del Río de la Plata. El Supremo responde que Buenos Aires ha contribuido a aislar a Paraguay, apropiándose del dominio del río y portándose autoritariamente contra los otros pueblos soberanos. Agrega que la Revolución de Buenos Aires es falsa, pues conserva estructuras del virreinato porque está desvinculada de las masas populares. Además, sostiene que de instalarse un centro para las Provincias Unidas, ese debería ser Paraguay. Ante esas ofensas, Echevarría le recuerda que él solo es un miembro más de la Junta, pero Francia le responde que él es el Director de la Revolución, y la Junta y el Cabildo respaldarán sus ideas. Repite que su voluntad es ofrecer una alternativa nacionalista y americanista, la de la Confederación, y asegura que el poder de un documento escrito, como el tratado que se proponen firmar, no tendrá nunca más peso que los hechos, los cuales indican que se avecina un proceso popular y revolucionario.
En otra ocasión, mientras pasean a caballo, Echevarría dice que la Confederación nacerá muerta si no hay un centro ordenador como es Buenos Aires. Francia sostiene que también Bartolomé Mitre dirá, en un futuro, que él usa siniestramente la doctrina de la Confederación a su favor. Para mitigar ambas posturas, El Supremo sostiene que el pueblo ya no quiere vivir sometido, quiere ser libre, y reclama a sus líderes que defiendan esa libertad: él solo se debe a su pueblo. En ese momento, la escena se transforma y El Supremo dice que van cabalgando en “bucéfalos aerostáticos” alimentados con una “alfalfa aeromóvil” (290) que les permite volar por el aire.
A continuación, El Supremo le explica a Belgrano sus críticas sobre la situación de Buenos Aires. Recuerda la primera invasión inglesa al Plata, en 1806, cuando los ingleses creyeron que podían reemplazar a los españoles en el gobierno de la Colonia. Luego, el Compilador intercede con una nota al pie que señala que los fragmentos sobre la invasión inglesa a Buenos Aires están sacados de los apuntes que escribió El Supremo en los primeros años de su gobierno, inspirado en un informe que le dio Juan Parish Robertson. Prosigue el Dictador, quien le asegura a Belgrano que, pese a la Revolución de Mayo, Buenos Aires dio protección a los ingleses, dando lugar así a una “dominación indirecta”, una “independencia protegida” (293). Paraguay, dice El Supremo, se rehúsa a correr esa misma suerte: frente a la propuesta de una independencia protegida, él propone un tratado igualitario, inspirado en sus lecturas profusas de intelectuales como Montesquieu y Rousseau.
Durante una de las sesiones para discutir el tratado, el Dictador llama la atención sobre un giro histórico: ahora Buenos Aires intenta refundarse, refundiendo a los paraguayos, mientras que en 1580 fue Asunción quien ayudó a refundar Buenos Aires, luego de que la ciudad-puerto fuera destruida en 1541. El gobernador Juan de Garay estuvo a cargo de la expedición que, partiendo desde Asunción, fue a fundar en el Río de la Plata un puerto con salida hacia el Atlántico.
Más tarde, el presidente de la Junta, Fulgencio Yegros, acude al doctor Francia para preguntarle si no es mejor posponer la firma del tratado, en la medida en que a Echevarría le ha dado una parálisis de manos y es incapaz de firmar. Yegros teme que si falta su firma, luego Buenos Aires desestime la legitimidad del documento, pero el Dictador da la orden de firmar igualmente. En compensación, El Supremo manda a llamar al curandero La’ó-Ximó, el cual practica un ritual que restituye la movilidad de los dedos de Echevarría. Así, se lleva a cabo finalmente la reunión de la Junta y el Cabildo, en la que Francia lee el Tratado que redactó. El documento hace hincapié sobre la independencia de Paraguay, si bien propone la amistad y la disposición para auxiliar y cooperar con Buenos Aires a la hora de enfrentar enemigos comunes. Echevarría protesta que sus manos no son suyas, acusando al Dictador de magia oscura, pero finalmente todos terminan firmando el tratado que, años después, Bartolomé Mitre reprochará a sus compatriotas, ya que conceden todas las exigencias de Paraguay, sin obtener nada a cambio.
Luego de su regreso a Buenos Aires, y tal como sospechaba El Supremo, Echevarría deja al descubierto el complot que tramaba con los miembros de la Junta de Paraguay: cierra con ella un negocio por el cual les vende la imprenta de los Niños Expósitos y, también, la biblioteca de Mariano Moreno. La imprenta es una reliquia de Buenos Aires, en la que se imprimió la primera edición americana del Contrato Social de Rousseau traducida por Moreno. El Supremo impide ese negociado que enriquecería a los miembros de la Junta, y argumenta que Paraguay ya tiene sus luces propias, no necesita comprar las ajenas.
El Supremo retoma el relato de la visita de Correia da Cámara a Paraguay. El cónsul pretende convencerlo de que el Imperio del Brasil ofrece su alianza a Paraguay frente al acecho de Buenos Aires, pero El Supremo sabe que las intenciones de Brasil son las opuestas: apoderarse de la Banda Oriental sometiendo a todo el Plata. Por eso, el Dictador pone en juego toda su inteligencia: consigue la correspondencia secreta del Imperio con los espías ingleses y franceses, y con ella amenaza a Correia y le exige una serie de puntos que el brasilero promete acatar. Entre ellos, reconocer la independencia plena de Paraguay, devolver los territorios usurpados y efectuar el trueque de armas por madera y yerba.
Dos años después de la visita de Echevarría en 1811, llega a Asunción otro invitado porteño: Nicolás de Herrera. El Supremo ordena que se lo deje esperando en la Aduana. En una nota al pie, el Compilador cita las memorias de Herrera, quien denuncia al tirano por esclavizar a su pueblo y por desplegar un odio salvaje por Buenos Aires; odio que queda demostrado en el destrato que recibe durante su visita. Cuando por fin lo recibe, el Dictador se niega a firmar cualquier tratado y defiende otra vez la soberanía de Paraguay.
El Supremo se vanagloria de haber rechazado por igual a Herrera, a Echevarría y a otro porteño más, a quien llama “Coso García”. En nota al pie, el Compilador aclara que se trata de Juan García de Cossio, un enviado a Asunción por Rivadavia en 1823, cuyo objetivo era concertar una alianza con Paraguay ante la inminente lucha contra el Imperio brasilero por la Banda Oriental. Según fuentes de la época, el Dictador ignoró más de 37 notas enviadas por Cossio. El Compilador cita incluso un comentario burlesco de El Supremo a una de las tantas comunicaciones de Cossio.
Continúa el relato del Dictador, en el que se enorgullece de su inteligencia: todos esos emisarios son, para él, como alacranes que traen consigo, cual veneno, intenciones ocultas. Él los encierra en un frasco hasta serenarlos y luego usa su veneno como un antídoto benéfico a su favor. Entre algunas de sus estrategias para dominar a esos intrusos, El Supremo organiza festejos populares.
El texto retrocede en el tiempo para evocar algunos festejos populares memorables. El primero, en 1804, fue organizado por el gobernador Lázaro de Ribera para recibir al español Manuel Godoy, primer Regidor Perpetuo de Asunción. En ese festejo, El Supremo asegura que se dio un suceso fantástico, orquestado por un cacique-hechicero, que se metamorfoseó frente al público y transformó su cabalgadura en un tigre azul. En una nota al pie, el Compilador comenta que durante el gobierno de Lázaro de Ribera sucedió un hecho terrible: se organizó una matanza de setenta y cinco indios a cargo del comandante José del Casal; años después, el etnocida cayó en desgracia y pidió asistencia a El Supremo, que por entonces era un simple abogado. Pero Francia se negó a prestarle servicio y repudió el exterminio de indios. El Supremo evoca también una serie de festividades realizadas en 1840, lo cual contradice a los pasquineros, que caracterizan a la Dictadura Perpetua como una época tenebrosa; al contrario, dice él, fue una época justa, pacífica y de felicidad disfrutada por el pueblo paraguayo.
Retoma luego el relato de cómo combatió a todos esos intrusos que llegaron a Asunción. También recuerda que en 1821 su primo Yegros, miembro de la Junta, quiso traicionarlo y derrocarlo. Como respuesta, él debió mandarlo a fusilar junto a sesenta y ocho conspiradores más. Otra de las estrategias que implementa contra sus visitantes indeseados es la de exponerlos a desfiles para confundirlos. El Compilador introduce en una nota al pie, una descripción de Nicolás Herrera sobre la ceremonia que presenció, donde dice haber visto un desfile de espectros. A continuación, El Supremo confiesa que, en esos desfiles, pone en juego todo su conocimiento de física: genera, a través del mecanismo de la refracción, espejismos que engañan y espantan a los visitantes. Admite que lo mismo ha hecho en numerosas batallas para asustar al enemigo.
Más adelante, el Dictador asegura que su médico particular solo ha robustecido su mala salud y recuerda, en contraste, cómo los remedios de Bonpland lo ayudaron por años. Explica que Bonpland fue un sabio naturalista francés que llegó a Paraguay con el pretexto de recoger y clasificar plantas. Sin embargo, él estaba seguro de que el sabio venía como espía, pues era amigo de los peores enemigos de la Patria. Fue por ello que ordenó apresarlo a él y a la cuadrilla que lo acompañaba. Una vez prisionero, lo confinó en los mejores terrenos del pueblo de Santa María, donde el naturalista instaló una colonia para curar enfermos. Una nota del Compilador cuenta que, en una oportunidad, el Dictador acudió a Santa María disfrazado y le pidió al sabio una solución a sus achaques. Bonpland le dio un manojo de raíces que mantuvieron sus males a raya durante tres años.
El Supremo cuenta que pronto llegó Grandsire, un francés que venía a rescatar a Bonpland del cautiverio. Él mandó a decir al recién llegado que en Paraguay nadie hablaba francés y que el Gobierno no estaba dispuesto a pagar un intérprete para entender a un espía con pretensiones ocultas. Además, le aseguró que Bonpland no se sentía preso, sino que disfrutaba de estar en Paraguay por su riqueza natural. Agregó que él no se dejaría amedrentar por ningún extranjero: no lo había hecho con Bolívar -quien también había querido rescatar a Bonpland-, ni con Parish, ni con ningún otro aventurero que osara entrometerse con Paraguay. Después de ese intercambio, Grandsire escribió a Francia contando las buenas condiciones en que se vivía en Paraguay durante la Dictadura Perpetua, y asegurando que el país podía llegar a ser de mayor importancia para el comercio europeo. Finalmente, en 1831, El Supremo deja ir a Bonpland de regreso a Europa, aun contra su voluntad.
El Dictador enumera algunas noticias que le llegaron de Bonpland luego y añora que regrese para curarlo de sus enfermedades. Entonces entabla una conversación imaginaria con el naturalista. En ella, le pide que rastree la huella de la especie a la que él pertenece y la borre; que rastree la raíz de esa planta y la arranque de cuajo. Bonpland responde que conoce muy bien esa planta, la cual se arranca y vuelve a crecer: es el árbol del Poder Absoluto. Agrega que la especie maligna de la “Sola-Persona” (360) solo puede morir si se impone la “Persona-Muchedumbre” (ídem). El diálogo se vuelve ambiguo y El Supremo no sabe si habla con Bonpland o con el corrector-comentarista. Finalmente, la voz deja de responder y el Supremo se lamenta del peso de la soledad que hay tras la muerte.
La sección se cierra con una nota del Compilador que cuenta que, en 1857, Bonpland regresa a Asunción para a coleccionar nuevas plantas. Se interesa entonces por la muerte de El Supremo. Aunque se entera de que sus restos han sido profanados, no logra obtener información porque se impone un silencio espectral sobre su figura. En 1858, Bonpland muere y se da la orden de embalsamar su cuerpo. Según el testimonio de un descendiente de Gaspar Francia, no logran embalsamarlo porque un borracho apuñala el cadáver.
Análisis
En esta quinta parte, El Supremo hace una profusa reconstrucción histórica en su circular perpetua. Se describe la visita de Belgrano y Echevarría, así como la disposición para firmar un tratado entre Buenos Aires y Paraguay. Una vez más, El Supremo se erige como defensor acérrimo de la soberanía paraguaya. Primero echa mano de la metáfora del cadáver para referirse al Virreinato: mientras que Belgrano asegura que Buenos Aires no quiere subyugar a ninguna provincia, El Supremo señala que el Virreinato es un cadáver, un resto arqueológico -“No vamos a perder tiempo en la restauración de ese fósil” (278)-. A cambio, defiende con tono épico la soberanía de los pueblos: “Estamos haciendo nacer nuestras patrias de las provincias rebajadas en los Reinos de Indias a simples colonias de un poder opresor” (ídem).
Además, según lo que describe a sus funcionarios en la circular perpetua, el Dictador es el único gobernante paraguayo que se atreve a denunciar las intenciones anexionistas que oculta Buenos Aires al enviar a personajes como Belgrano. Incluso los critica, menospreciando su proceso independentista, al reprocharles que, ante las invasiones inglesas, terminaron ofreciendo protección a los ingleses, lo cual dio lugar a una “dominación indirecta” o “independencia protegida” (293). Frente a esa alternativa, El Supremo prefiere trazar ahora un tratado igualitario, y, declarándose “lector adicto” (ídem) de intelectuales franceses como Montesquieu y Rousseau, propone inspirarse en sus ideas para pensar la libertad de los pueblos. De esta manera, el Dictador se presenta como un líder erudito, que sostiene su gobierno siguiendo el ejemplo de los líderes de la Ilustración.
Frente a la amenaza de Buenos Aires, el doctor Francia se pronuncia a favor de una salida “nacionalista” y “americanista” (278), contenida en su proyecto innovador: “El Paraguay ha ofrecido a Buenos Aires el proyecto de una Confederación, la única forma que hará viable esta confraternidad de Estados libres” (ídem). De este modo, una vez más, El Supremo se erige como principal líder y propulsor de la independencia paraguaya, frente al resto de los miembros de la Junta que se muestran sumisos ante los emisarios porteños. Es evidente que, en esta operación, el Dictador está respaldando ante sus funcionarios la legitimidad de su gobierno, para defenderse de las conspiraciones y las difamaciones que ha recibido.
En suma, esta quinta parte aborda numerosas estrategias y prácticas utilizadas por El Supremo con el fin de detener las amenazas de otras naciones al Paraguay. En un pasaje, utiliza la metáfora de los alacranes para referirse a esos enemigos a la Patria y el modus operandi con el que los combate. Cuenta cómo los encierra, como si fueran bichos, y así logra serenarlos:
Tres alacranes. Cuatro escorpiones. Los que sean. A voluntad. Entrelazan sus colas, sus pinzas. Secretan sus jugos venéficos. Agitar bien el frasco. Ponerlo al sereno, hasta que los bichos se serenen del todo. El veneno se vuelve entonces bebedizo benéfico. Tomarlo en ayunas, bien de madrugada. Dosis homeopáticas. (…) Me han querido usar. Yo los he usado a ellos (323).
Al encerrarlos, el veneno de estos alacranes -esto es, las intenciones dañinas de los enemigos- termina siendo aprovechado. En la medida en que esas intenciones oscuras son usadas a favor de El Supremo, este señala que la ponzoña acaba transformada metafóricamente en un antídoto que utiliza en su beneficio.
Otra de las estrategias de gran elaboración, que el Dictador utiliza para despistar a sus oponentes, consiste en el despliegue de otro de sus tantos conocimientos; en este caso, los de la técnica y la física. Aprovechando su dominio de las leyes de la física, el Dictador organiza actos públicos en los que invita a sus emisarios y despliega espejismos que los confunden y espantan: “El espejismo del desfile agranda, tensa su arco de reflejos. Visiones giratorias se aceleran en las reverberaciones. Cada vez más rápido el vértigo bordado a tambor” (338). También agrega que incluso llegó a usar esas estratagemas en batalla: “Se vuelve así imaginario y real al mismo tiempo en la distancia. Las engañosas perspectivas falsean el milagro (…) el mismo engaño alucina a los invasores” (339). El Supremo ostenta un gran conocimiento y se vale de esas estrategias poco ortodoxas y científicas para despistar a sus enemigos: “La treta nunca falla. Basta un buen entrenamiento y el sentido preciso de los paralajes y ángulos de luz que estos hombres llevan en lo más oscuro de su instinto” (ídem).
El Supremo también cuenta el modo en que rechaza al francés Grandsire que busca rescatar a Bonpland. Para deshacerse de él, utiliza un método similar al que le sirvió con Juan Parish durante la clase de inglés, cuando lo burló hablando guaraní. Para El Supremo, la lengua es un arma de combate. Aprovechándose de su desconocimiento del español, El Supremo rechaza la posibilidad de darle un intérprete a Grandsire y lo deja aislado e imposibilitado de negociar:
Si él no sabe nuestro idioma, el Gobierno tampoco está en la obligación de saber el suyo. Di pues a ese caballero Grandsire que aquí no hablamos francés y que el Gobierno del Paraguay no está dispuesto a pagar un intérprete para atender ni entender sus engañosas pretensiones (353).
Resulta significativo que el Dictador conciba a todas las lenguas desde esta perspectiva de igualdad política: para él, no hay lenguas dominantes ni lenguas dominadas; tampoco hay lenguas más cultas que otras, y la lengua de una Patria nueva tiene para él la misma legitimidad que la de una nación mayor como Francia. Si Grandsire, por creerse superior, no se ha tomado el trabajo de aprender español, tampoco los americanos deben esforzarse por saber el francés. Así, el gesto del Dictador se convierte otra vez en una notable defensa de la independencia paraguaya, de su soberanía cultural y lingüística frente a los embates de los soberbios enemigos extranjeros.
Todo el recorrido de denuncia a los enemigos de la patria que elabora en la circular tiene el objetivo, en suma, de enarbolar a la figura del Dictador. Esa defensa alcanza un punto álgido en esta sección, en ciertas expresiones hiperbólicas a las que recurre El Supremo para describir su gobierno. Mientras que a Echevarría le dice con toda seguridad que él es el “Director de la Revolución”, contradice todas las críticas recibidas adjudicándose cualidades exageradamente positivas:
¡Y todavía hay pasquinarlos que se atreven a presentar la Dictadura Perpetua como una época tenebrosa, despótica, agobiante! (…) ¿No les consta acaso que ha sido, por el contrario, la más justa, la más pacífica, la más noble, la de más completo bienestar y felicidad, la época de máximo esplendor disfrutada por el pueblo paraguayo en su conjunto y totalidad, a lo largo de su desdichada historia? (334).
Esta construcción exagerada de la figura del Dictador tiene, sin dudas, un sentido crítico en la novela. Deja en evidencia la alienación del líder al ofrecer de su gestión una lectura provocativa e insensible a las críticas y al descontento social. Cualquier lector mínimamente informado sobre las atrocidades vividas durante la dictadura de Gaspar Francia recibe con mucha antipatía valoraciones tan elogiosas de El Supremo.
Por otro lado, en esta quinta sección vuelven a colarse algunos elementos fantásticos que quiebran otra vez el pacto realista que parecía predominar en la reconstrucción histórica del proceso independentista paraguayo. Así, por ejemplo, el Dictador describe un paseo a caballo que hace con Belgrano y Echevarría, en el que discuten acerca de la situación política de Buenos Aires y de Paraguay, y del tratado que están a punto de firmar. Lo que parece ser una escena realista se convierte inesperadamente en una escena fantástica -si no alucinatoria- cuando el Dictador describe de pronto cómo van los tres cabalgando en “bucéfalos aerostáticos” (290). Estos maravillosos animales estarían, a su vez, alimentados con “alfalfa aeromóvil” (ídem), la cual les permitiría volar por el aire. Una vez más, el lector concibe la posibilidad de que lo narrado sea parte de un desvío alucinatorio de El Supremo.
De la misma manera, El Supremo asegura otro suceso fantástico durante los festejos de 1804, cuando el cacique se transforma en una especie de Cristo-Adán y su caballo muta en un tigre azul. En la cosmogonía guaraní, el Karai-Guasú es un cacique-tirano que cabalga un tigre azul. Cabe mencionar que, a lo largo de la novela, en varias oportunidades se identifica al doctor Francia con el Karai-Guasú. Así parece establecerse una identificación entre la Dictadura Perpetua y el mito popular guaraní. En una nota al pie, el Compilador cita varias fuentes históricas que describen los festejos de ese año y en ninguna de ellas se menciona el suceso fantástico. Sin embargo, el extrañamiento del relato ya se ha operado.
En línea con las alucinaciones del Dictador, se hace evidente que el diálogo que mantiene con Bonpland hacia el final de la sección es, efectivamente, un delirio imaginado. En esa conversación, nuestro protagonista le pide a Bonpland que sea él, ahora, quien lo deje partir. Así, la partida de El Supremo (a la que homologa con la partida de Bonpland rumbo a Francia) metaforiza la muerte del tirano, su desaparición: primero, le pide que rastree la huella de la especie a la que él pertenece y la borre; luego, que rastree la raíz de esa planta y la destruya. Bonpland responde que esa planta es la del Poder Absoluto y le dice cómo eliminarla: “No acabará esta especie maligna de la Sola-Persona hasta que la Persona-Muchedumbre suba en derecho de sí a imponer todo su derecho sobre lo torcido y venenoso de la especie humana” (360). Lo que parece sugerir Bonpland, en la imaginación de El Supremo, es que al Poder Absoluto de conductor de la Revolución debe sucederle el del pueblo. No obstante, en la actitud personalista del Dictador se irá viendo que no es ese su verdadero objetivo; al contrario, insistirá en defender una identidad total entre su persona y la prosperidad de la Patria.