Resumen
Esta sección se inicia con un fragmento escrito por El Supremo en el cuaderno de bitácora. Narra en él un viaje en sumaca a los catorce años, acompañando a su padre, que se dedica al tráfico comercial. Evoca cuando se presentó en el Archivo de Genealogías de la Provincia para buscar datos de su ascendencia, sobre la cual hay muy pocas certezas. Se dice que es hijo de la dama patricia María Josefa de Velasco y de Yegros y Ledesma, y del carioca-lusitano llegado del Brasil, José Engracia. El Compilador intercede citando un fragmento de la correspondencia entre el doctor Ventura y fray Mariano Bel-Asco sobre el misterio genealógico de El Supremo. Ventura señala que hay pocas certezas y muchos testimonios apócrifos al respecto. En suma, se le atribuyen dos madres: la de origen patricio ya mencionada (prima de Bel-Asco), que lo habría dado a luz en 1766, y otra plebeya y extranjera, llegada en algún barco, que lo habría parido en 1756. Por padre se le atribuye el plebeyo extranjero y aventurero José Engracia, sobre cuyo origen también circulan distintas versiones: se especula que es brasilero, portugués, español o francés.
Continúa el relato de bitácora del joven Francia, que recuerda cuando fue llevado por su padre a la Universidad de Córdoba con el fin de que se convirtiera en cura. Según el joven, el padre quería deshacerse de él. Su madre, que era muda, escribió sobre las tablillas, que usaba para comunicarse, un pronóstico funesto que anunciaba que algún día él condenaría a su madre y a su padre. Dice El Supremo que esa condena fue cosida a fuego en su destino.
En su cuaderno privado, el Dictador asegura que nunca amó a nadie, ni siquiera a Clara Petrona Zavala y Delgadillo. No hay posibilidad de amor normal para alguien anormal como él. Durante la niñez, amó a Clara Petrona y la apodó la Estrella del Norte, pero solo duró un instante. Finalmente, rechazado por seres humanos y animales, se refugió en los libros. También convirtió su altillo en un laboratorio de alquimia, pero su padre lo sacó de ese ensueño y lo mandó a estudiar al internado.
El joven Supremo escribe en su cuaderno mientras la sumaca avanza aguas abajo y su padre, con voz tutorial, narra los trabajos que desempeñó en el Paraguay desde su llegada en la caravana brasilera. En un fragmento adicionado a la bitácora y escrito por él mismo, el padre relata cómo fue nombrado capitán y se le encomendó en Paraguay la tarea de espiar a los portugueses-brasileros que ocupaban territorios paraguayos. Con la información obtenida, se realiza luego una batalla de asedio, a cargo de Antonio Yegros, padre de Fulgencio Yegros. La voz del padre se detiene y El Supremo observa cómo queda abstraído en recuerdos. Piensa cómo su padre lo maltrató siempre y lo consideró un ser monstruoso. También recuerda cuando lo obligó a deshacerse del cráneo y cómo él, antes de hacerlo, lo atacó físicamente e intentó asfixiarlo. En seguida retoma el relato la voz del padre asegurando que, durante la batalla de asedio, debió esconderse detrás de un cadáver para no morir.
Interrumpe un grito de El joven Supremo en la bitácora: su padre, enfurecido, está a punto de golpearlo cuando la sumaca se encalla en la ribera. Entonces irrumpe Patiño, que pregunta por qué ha gritado. El Supremo responde que estaba soñando que viajaba por el río, y le ordena que se vaya y no lo moleste escribe a solas. Patiño se espanta de ver que la mano de su amo está sangrando, pero el Dictador se rehúsa a recibir asistencia médica. En eso, el Compilador señala en una breve nota que las páginas de los apuntes están, efectivamente, manchadas de rojo.
Parece retomarse el relato del Supremo, que describe cómo la embarcación se encalló, y al observar a la tripulación, nota que duermen todos un sueño profundo. Entonces él ve un tigre agazapado y, antes de que el animal salte a la sumaca, él se tira al agua. Desde allí, ve cómo el tigre destroza a zarpazos a don Engracia, justo cuando este se disponía a usar su fusil. El arma vuela hasta las manos de El Supremo, que apunta al tigre y le dispara dos tiros. Enseguida, él siente que nace otra vez, en un tiempo distinto. Luego mira a su alrededor, ve la cabeza del tigre ensartada en una pica, y un ataúd. Llega el contramaestre y le anuncia que su padre acaba de morir e insiste para que él vaya a despedirlo, a reconciliarse y a darle su perdón antes de ser enterrado. Pero el Dictador responde que él acaba de nacer y que no tiene ninguna intención de perdonar a su padre, le da lo mismo si se va al infierno.
En esto, interrumpe el Compilador con una extensa nota en la que cita distintas fuentes que refieren a la pelea del Dictador con su padre, y a las razones detrás de la actitud del primero ante la muerte del segundo. Luego retoma la voz de El Supremo que insiste al contramaestre para que entierren a su padre cuanto antes y ordena que regresen sus hombres para desencallar la sumaca y regresar a Asunción. El Supremo observa, por efecto de la perspectiva y la refracción, el velorio de su padre. En seguida, la sumaca está navegando otra vez y la voz del padre sigue relatando sus trabajos como capitán de las milicias del rey.
El Dictador continúa el dictado de la circular perpetua. En ella promete un futuro grandioso y rico para el país, pero para ello es necesario que se logre la libre navegación (aquella que los pueblos de la costa le impiden a los barcos paraguayos) y se abran los ríos al comercio exterior por mar. El Supremo esboza la importancia del ser nacional y critica a los migrantes que abandonan su tierra, pierden su lengua, se ponen al servicio de otros Estados y, muchas veces, regresan como invasores de su propio país. Fue por ello, explica, que terminó prohibiendo durante su Gobierno la emigración. Eso generó el descontento de un gran número de unitarios defensores de la causa porteña que comenzaron a conspirar contra él, incapaces de salir de Paraguay. Como se extiende en insultos a esos traidores, ordena a Patiño que no copie aquellas palabras injuriosas. Patiño le dice que él sabe distinguir sus dos tonos: el del Perpetuo Dictador, que dicta palabras para la Circular Perpetua, y el tono del Hombre Supremo, que piensa en voz alta y cuyas palabras anota en la Libreta de Apuntes.
El Dictador agrega que él ha impedido numerosas invasiones a Paraguay a lo largo de los años. Entre las tentativas porteñas, cita el proyecto del porteño Pueyrredón, de 1817, para subyugar Paraguay, y el de Alvear, de 1815, quien pretendía una alianza aberrante con el país que consistía en el trueque de fusiles por reclutas paraguayos para el ejército porteño. También Simón Bolívar quiso invadirlos con el pretexto de liberar a Bonpland. El Compilador introduce en una nota al pie una serie de fuentes históricas sobre el conflicto con Bolívar, que en seguida el Dictador replica en su circular. Como sabe que sus funcionarios seguro han olvidado estos hechos o solo los conocen de oídas, él se propone en la circular hacer memoria respecto del precio que ha costado erigir al Paraguay.
En el cuaderno privado, el Dictador critica a los europeos, como los Robertson, Rengger y Lonchamp, que han escrito mentiras e infamias sobre su gobierno. Arguye que Europa se divierte adobando su paladar refinado con noticias de salvajerías y consumiendo las desgracias de las razas inferiores. En una nota extensa, el Compilador cita fuentes que sugieren que muchos materiales que difaman a El Supremo, como las publicaciones de los Robertson, se basan en materiales apócrifos que circulaban en el Río de la Plata. Así, el Compilador contribuye a desautorizar las infamias que circulan en contra del líder.
Continúa asegurando que, si bien sabía que los Robertson abogaban por sus intereses particulares y no por la prosperidad económica paraguaya, se le ocurrió nombrarlos representantes mercantiles del Paraguay en Gran Bretaña, con el fin de utilizarlos a su favor. Como material respaldatorio, el Compilador introduce una carta de Juan Parish. En ella relata una entrevista con El Supremo en la que este le habló de su deseo de entablar relaciones directamente con Inglaterra, salteando así a los porteños, que bloqueaban sus ríos. La propuesta del Dictador era lograr un comercio directo entre ambos países, para lo cual le propuso a Juan Parish que lleve una gran cantidad de productos típicos de Paraguay a Inglaterra y se presente ante la Cámara de los Comunes en calidad de enviado suyo. En la carta, Robertson confiesa que la idea de presentarse como ministro del Dictador le pareció ridícula y vergonzante, de modo que aceptó cordialmente la propuesta, pero se prometió inventar una excusa para zafarse del compromiso.
El Dictador imagina que Juan Parish lo traicionará, pero igualmente intenta esa jugada para ver si logra su cometido: romper el bloqueo arbitrario que le impone Buenos Aires y lograr la libre navegación y comercio. Robertson parte con su barco abarrotado de productos rumbo a Buenos Aires, del mismo modo en que lo hizo su compadre José Tomás Isasi.
Nuevamente, el Compilador interrumpe al Dictador para explicar lo acontecido con Isasi. Este paraguayo, que a su vez era el compadre de El Supremo, partió en un barco llevando una gran suma de dinero para la compra de pólvora y armamento. Solicitó llevar consigo a su familia, argumentando que su hija tenía graves problemas de salud. Finalmente, Isasi lo traicionó y no volvió a Paraguay. Para peor de males, le envió algunos barriles de pólvora inservible a modo de burla. El Dictador intentó durante un largo tiempo capturarlo sin éxito. Año a año, en el aniversario de la desaparición del traidor, El Supremo ejecutaba inocentes como un modo de castigar al culpable ausente. Diez años antes, Juan Parish también traicionó al Dictador, demorando indefinidamente la misión que le encomendó para lograr la libre navegación. Dominado por la ira, El Supremo giró una circular a sus funcionarios despotricando contra los europeos y aconsejando jamás ser hospitalarios ni fiarse de ellos. Finalizada la nota del Compilador, el Dictador repasa, desde su perspectiva, lo acontecido con Isasi, lamentándose de su traición.
Cuenta El Supremo que, al regreso de su penúltimo viaje, el barco de Juan Robertson fue pirateado por los bandoleros de Artigas y aquel sufrió graves vejámenes, pero se salvó de ser asesinado. Robertson se anima luego a presentarse ante el Dictador y este le reprocha haber sellado con Alvear un pacto tan indigno: trocar veinticinco fusiles por cien paraguayos. El Dictador defiende el honor de sus compatriotas y Robertson asegura que él no hizo esa negociación. En seguida, el Dictador le exige a Parish que le restituya todo lo que le robaron porque era suyo. Incluso señala que Inglaterra, tan preocupada por intervenir la navegación sobre el Río de la Plata, debería ser capaz de intervenir contra la piratería que acaba de despojar a Paraguay de todo su armamento. Pero Parish asegura que, como se trata de objetos para la guerra, las autoridades británicas se abstienen de intervenir. El Supremo señala que los ingleses defienden la soberanía cuando se trata de sostener el Protectorado, pero hipócritamente se desentienden cuando se trata de permitir el libre comercio y defender los derechos de los pueblos libres como Paraguay. Al contrario, denuncia que tanto los Robertson como los ingleses han tenido libertad para comerciar en Paraguay a su antojo y han forjado una fortuna allí. Por ese destrato, el Dictador dispone que impedirá a cualquier comerciante británico instalarse en su territorio y le anuncia a Robertson que lo destierra del Paraguay.
Vencido por el sueño, el Dictador se imagina capturando al traidor José Tomás Isasi. En sus ensoñaciones, lo quema en la hoguera usando los barriles inútiles de la pólvora que aquel le envió después de traicionarlo. Pero lo distrae de su modorra la presencia de María de los Ángeles, la hija de Isasi. Ella cuenta que Isasi murió pobre y enfermo, luego de caer de un caballo. El Dictador le dice a la muchacha que debe trabajar, a modo de pago por la traición de su padre. Por eso la nombra directora de la Casa de Muchachas Huérfanas y Recogidas.
En seguida, El Supremo cuenta que, al salir del hospital, Patiño le informó que la Casa de Muchachas se estaba convirtiendo en un gran prostíbulo. También explica que mandó a poner espías y un interventor, pero lo echaron argumentando que la mujer que comanda la Casa cuenta con una licencia del propio Dictador. Enojado, el Dictador le ordena que retire a los espías.
Análisis
Asistimos en esta sexta sección a una nueva textualidad, la del cuaderno de bitácora. Aunque se trata de un diario escrito por el Dictador sobre los viajes con su padre, la temporalidad de esa escritura es difusa: desconocemos si es contemporánea al viaje, los escritos de El joven Supremo, o si es una escritura diferida, un recuerdo evocado muchos años después. Lo cierto es que el relato allí esbozado está cargado de anacronismos, da saltos temporales y yuxtaposiciones de tiempos paralelos, lo cual aporta a esta textualidad una gran ambigüedad.
En principio, la bitácora reconstruye el viaje en sumaca que realizó con su padre en la adolescencia. Enseguida, el recuerdo se interrumpe y salta hacia otro momento, su nacimiento, y a la pregunta por su origen. Allí se evoca su visita al Archivo de Genealogías de la Provincia donde le dan algunas hipótesis sobre la identidad de sus padres. Pronto se retoma el relato del viaje, donde el propio José Engracia gana voz y comienza a contar sus aventuras del pasado. Su escritura aparece distinguida por el Compilador con el subtítulo “voz tutelar”. Con ese epíteto, se llama la atención sobre el rol dominante y autoritario que José Engracia tenía para El Supremo. Además, evoca a su madre, una mujer muda que viaja también en la sumaca y es la responsable de comunicar un pronóstico funesto que anuncia que, algún día, él los condenara. Ese designio no solo evidencia el maltrato que el Dictador recibió de sus padres, sino que también marca su vida de manera fatal. El Supremo señala mediante una metáfora la marca que ese pronóstico dejó en su vida: “Probablemente (…) leyó en algún libro la sentencia sibilina. La repitió el aya en sus cantares. La cosió al forro de mi destino” (369). Desde que su madre la pronuncia y el aya la reproduce, la sentencia fatal queda adosada a su destino, cosida a su forro, es decir, oculta pero indisociable de su vida.
Pronto la reconstrucción del cuaderno de bitácora se confunde con el sueño. La voz tutorial del padre cuenta cómo debió esconderse detrás de un cadáver luego de una batalla. Al Dictador se le escapa un grito que resuena en la noche de la sumaca y, a la par, irrumpe la voz de Patiño, que le pregunta por qué ha gritado: “Tal vez soñaba que iba por el río” (380), responde El Supremo, y entonces se confunden los límites entre el cuaderno de bitácora, el recuerdo y el sueño. Incluso agrega: “Llevaba la mano metida en el agua. Me mordió una piraña tal vez. Nada grave. Vete. No me molestes cuando estoy escribiendo a solas. No entres cuando no te mando llamar. Pero… ¡Excelencia! ¡Sus dedos están goteando sangre!” (ídem). De esta manera, lo que sucedió en el sueño (la mordida de una piraña) tiene alcances sobre la realidad (la mano sangra realmente). Más aún, en ese momento ingresa la voz del Compilador quien, con una nota, aclara que, efectivamente, los folios del cuaderno están manchados de sangre.
Profundizando en la ambigüedad, continúa el relato del viaje en sumaca y la escena se enrarece asumiendo rasgos ficcionales: el barco se encalla y de pronto aparece un tigre que ataca a don Engracia y lo mata. En respuesta, el Dictador toma un fusil y acaba con el tigre. Esa secuencia tiene un impacto espiritual sobre nuestro protagonista: “Cerré los ojos y sentí que nacía (…) emergiendo al alba de un tiempo distinto” (382). En seguida, se acerca el contramaestre para anunciarle que su padre ha muerto y quiere despedirse y reconciliarse con él antes del funeral. De esta manera, se instala un pacto de lectura fantástico, que el lector puede atribuir al sueño o a la alucinación de El Supremo. Lo cierto es que, una vez más, un muerto conserva algo de vida. En este caso, con el objetivo de saldar las cuentas con su hijo.
Por las fuentes que introduce el Compilador en una extensa nota, sabemos que el padre del Dictador no murió en altamar ni en una isla, como parece sugerir la escena anterior; al contrario, el hombre enfermó y estuvo un tiempo convaleciente, en el cual su hijo se negó a visitarlo. Abonando aún más a la ambigüedad, en dos párrafos consecutivos se suceden los dos tiempos, el imaginario y el del recuerdo-bitácora, sin que medie ninguna explicación: primero el Dictador le ordena al contramaestre que entierren a su padre: “Entiérrenlo de una vez, lo más hondo que puedan. Luego traiga a los hombres. Vamos a hacer zafar la sumaca de su atascadero y regresaremos de inmediato a Asunción” (388). Y en el párrafo siguiente, la voz tutorial del padre continúa su relato sobre su trabajo como capitán de las milicias del rey. Incluso El Supremo agrega que “dejaba entrever un semblante más saludable” (ídem). El lector queda así sobrecogido por la duda de si se trata de una superposición anacrónica de tiempos reales, en los que únicamente se confunden los espacios, o si la muerte del padre en altamar es una alucinación o un evento imaginado por el hijo. Hay una pista que apoya la idea de un suceso imaginado: luego de que el contramaestre se va, el Dictador lo observa irse y sostiene: “Efectos de la perspectiva y la refracción, el aéreo velorio entre los árboles produce un agradable espectáculo" (ídem). Si recordamos que en la sección previa el Dictador llamó la atención sobre los juegos de refracciones que usaba con los intrusos, para despistarlos con espejismos, aquí podemos pensar que la refracción es un mecanismo para que imagine algo que no sucedió.
El cruce entre sueño y vigilia y alucinación vuelve a repetirse hacia el final de esta sexta parte. En principio, El Supremo señala: “Desandando años, desengaños, traiciones, malavisiones, José Tomás Isasi, contra su negra voluntad ladronicida, ha remontado el río a contracorriente. Lo he capturado al fin” (426). Cuenta entonces cómo lo manda a la hoguera, usando para ello la pólvora inservible que Isasi mandó luego de traicionarlo. Señala cómo esa pólvora, que es “símbolo de su felonía” (ídem), es usada ahora en su contra. Ese gesto asume nueva dimensión simbólica: la pólvora, que representó su traición, simboliza ahora su perdición, su castigo. En la descripción de la ejecución del traidor usa una imagen muy particular para aludir al llanto de Isasi: “Sus lágrimas parecen gotas del oro derretido de los cincuenta mil doblones que robó del Arca. El dorado llanto no inspira ninguna piedad al gentío que presencia la ejecución” (ídem). Metafóricamente, el llanto de Isasi toma la forma del oro robado.
No obstante, el relato de esa quema se interrumpe porque, en palabras del Dictador: “Una muda presencia me distrae de la modorra. Me hace levantar los párpados” (427). De esta manera, la ejecución de Isasi parece haber sido soñada, lo cual queda confirmado por María de los Ángeles, la hija de Isasi, que acaba de aparecer ante el Dictador y le cuenta que su padre murió pobre y enfermo en Santa Fe. De todas formas, el encuentro con la muchacha tampoco es absolutamente certero y el lector duda de si verdaderamente ocurrió.
En sección continúa la escritura de la circular perpetua, que asume algunos rasgos más programáticos. Ahora El Supremo señala cuáles son los objetivos que Paraguay debe perseguir para progresar e identifica cuál es el problema que aqueja a la República; esto es, el impedimento de la libre navegación de los ríos:
Estoy haciendo preparativos para librar al Paraguay de gravosa servidumbre. Libertar el tráfico mercantil de las trabas, secuestros, bárbaras exacciones con que los pueblos de la Costa impiden la navegación de los barcos del Paraguay, arrogándose arbitrariamente el dominio del río (…) en la pretensión de mantener a esta República en servil dependencia, atraso (395).
El Supremo comprende que el bloqueo de los ríos que le ha impuesto Buenos Aires pretende mantenerlos aislados e incapaces de crecer económicamente. Asimismo, ese impedimento supone una traba para la independencia y la soberanía de Paraguay. El objetivo de liberarse de esa opresión es, por lo tanto, el del reconocimiento de la soberanía paraguaya.
Es en este sentido que el Dictador le encarga a Juan Parish Robertson que interceda como representante mercantil de Paraguay para negociar con las autoridades británicas: su objetivo es estrechar vínculos con Inglaterra, y restablecer la libertad de comercio y navegación que Buenos Aires le cercena. Se trata de que Inglaterra reconozca la independencia y la soberanía de Paraguay. Pero Juan Parish lo traiciona y luego los bandoleros de Artigas le roban toda la mercadería y el armamento que El Supremo había ordenado que llevara a Inglaterra. En respuesta, El Supremo exige que las autoridades de Inglaterra procuren la devolución de lo robado. Sin embargo, Juan Parish le dice que Inglaterra prefiere abstenerse, pues como se trata de armas y artículos de guerra, intervenir sería “vulnerar la soberanía y la libre determinación de los Estados” (417). El Dictador, entonces, denuncia la hipocresía de Inglaterra y deja en evidencia la ironía de esa situación: defiende a rajatabla la soberanía cuando se trata de su Protectorado -es decir, Buenos Aires-, pero, cuando se trata de defender la independencia y soberanía de un país libre como Paraguay, no se produce el mismo reconocimiento: “¡Espléndido modo de proteger la libre determinación de los pueblos! Se los protege si son vasallos. Se los oprime y explota si son libres!” (418).
En suma, en la circular perpetua quedan expuestos los esfuerzos de El Supremo por defender al Paraguay de la opresión de otros pueblos. Su actitud es de defensa y denuncia. A diferencia de muchos de sus funcionarios o de los porteños, que se rinden ante las demandas de los europeos, él no duda en dar batalla. Por eso denuncia con fiereza la actitud colonialista y de superioridad de Europa, que insiste en difamar a su gobierno con tal de lograr someter a Paraguay. El Supremo entiende que los textos difamatorios que han escrito los Rengger y Longchamp, así como los Robertson, son una
cochura de embustes e infamias adobadas al paladar de los europeos que se pirran por estos reinos salvajes. Salvajería de espíritus refinados y hastiados. Disfrutan flagelándose con las desgracias de razas inferiores, en busca de nuevas erecciones. El dolor ajeno es un buen afrodisíaco que muelen los viajeros para los que se quedan en casa (401).
Mediante esta metáfora, el Dictador desenmascara el disfrute del público europeo con la desgracia ajena: compara a las difamaciones con platos sabrosos que los europeos cocinan y consumen para complacer sus paladares gustosos de dolor ajeno. En esa misma línea, el dolor de los pueblos más débiles es metaforizado como un alimento afrodisíaco que genera una erección en los europeos. La desgracia de los americanos se transforma es el placer sexual de los europeos, al punto en que “inventan para su deleite afrodisíaco patrañas, calumnias, hechos imaginarios. Relatan como ajenas sus propias perversidades” (404).
Significativamente, una nota extensa del Compilador aparece a continuación abonando a la idea de que los europeos inventan, difaman y mienten. Primero cita testimonios dudosos de los Robertson que pretenden perjudicar a El Supremo. Pero, en seguida, los contrasta con testimonios de otros autores que critican a los Robertson por haber robado, para sus libros, material que pertenecía a libelos y pasquines. Así, el Compilador desautoriza la voz de los Robertson y lo escrito en contra del tirano, contribuyendo de ese modo a la defensa del Dictador.