Yo el Supremo

Yo el Supremo Resumen y Análisis Cuarta parte (páginas 197-276)

Resumen

El Supremo recuerda las noches que pasaba frotando el cráneo y hablándole, hasta que empezaron a saltar de él chispas y comprendió que había empezado a pensar. Recuerda conversaciones de niño con el aya Hermogena Encarnación en las que le preguntaba sobre la muerte y la descomposición de los cadáveres. En esas conversaciones, la mujer observaba su cráneo y le decía que había sido de un hombre notable, un indio. En seguida, el Dictador recuerda su paso por el internado y las lecturas prohibidas de autores “libertinos” como Rousseau y Voltaire.

El Compilador introduce un informe que le hizo fray Bel-Asco a su amigo el doctor Díaz de Ventura sobre su sobrino, Gaspar Francia, en el Internado. Dice que pronto se convirtió en uno de los primeros de la clase y fue reconocido por todos, pero nadie se imaginaba que sería protagonista de uno de los dramas políticos más tremendos de América del Sur. Cuenta que gustaba de dominar e imponer respeto a sus compañeros y enumera algunas anécdotas siniestras que le terminaron valiendo el apodo de “El Dictador”. Finalmente, fue expulsado del Real Colegio y debió continuar sus estudios como alumno libre. El fray se lamenta de no haberle dado un castigo más feroz; un castigo que podría haber evitado que se convirtiera en el tirano que fue. Por el contrario, el fraile salió en su defensa y lo apadrinó. Luego agrega un dato que revela el retorcido espíritu y la insensibilidad total del Dictador: el hecho de que cuando se enteró de la muerte de su madre, ni se inmutó.

Cuando finaliza la nota del Compilador, retoma su evocación El Supremo, quien recuerda cuando fue llamado por el rector para hablar del peligro demoníaco que contenían los libros libertinos que leía. En respuesta, respondió que también el Dios que habían traído los españoles a América era parte de una doctrina exótica que habían querido imponer sobre los dioses de los indios. Ante el horror del rector, el joven Francia explicó que su deseo era conocer las nuevas ideas y nadie podría impedírselo.

El Dictador cuenta el aya lo delató por el asunto del cráneo y su padre, capitán paulista de milicias, lo retó por la profanación y lo obligó a deshacerse de él. Sin embargo, él decidió esconderlo y lo visitaba cada vez que su padre estaba de viaje. El Supremo recuerda que le hablaba al cráneo y le pedía que le permitiera nacer en él; es decir, no ser engendrado en vientre de mujer, sino dentro de ese cráneo: nacer en el pensamiento de un hombre. Desde entonces, el cráneo fue su “casa-matriz”, el lugar donde se estuvo gestando por su propia voluntad. El Dictador piensa en dormir como sugirió el herbolario, pero siente que alguien lo espía y decide hacerse el muerto. Entreabre entonces la puerta de su sepulcro, abre los ojos y ejercita el simulacro de su resurrección, de hombre que no muere ni envejece y permanece vigilante.

Se retoma la circular perpetua, en la que el Dictador cuenta los sucesos del año 1811 y sus dos retiros de la Junta Gubernativa. Luego del armisticio de Takuary se determina enviar un oficio informando a la Junta de Buenos Aires acerca de lo ocurrido. Sin embargo, el doctor Francia enfrenta al porteño Pedro de Somellera, quien está a cargo de redactar ese oficio, y le prohíbe su envío. Dice que Paraguay acaba de salir de un despotismo y ahora hay que cuidarse de no caer en otro. Enviar ese oficio a Buenos Aires sería reconocerse subordinados y Paraguay no necesita pedirle ayuda a nadie. Así, Francia le dice a Somellera que debe regresar a su país y lo obliga a irse a Buenos Aires. Esto desilusiona a los anexionistas, que creían que Francia los apoyaría. El Dictador reconoce que los miembros de la nueva Junta Gubernativa quieren hacer temblar el nuevo gobierno, pero, en vez de gobernar, se la pasan de juerga, gastando y ostentando. Esto pone de manifiesto su desinterés por la independencia nacional. En nombre del patriotismo, aprovechan para llevar adelante todos sus crímenes, salvajadas y acrecentar su poder. Por este motivo, y como fracasa en moderarlos, el Dictador se va de la Junta. Ahora, y con la ayuda de Patiño, evoca las notas de 1811, en las que distintos miembros de la Junta y del Cabildo le escriben para rogarle que regrese a conducir el gobierno. Finalmente, regresa.

Su otro retiro acontece un mes después de la conformación de la Junta, cuando el Dictador sostiene que la Junta provisoria debe ser reemplazada por un verdadero Gobierno, elegido popular y democráticamente. Por eso lo acusan de promover divisiones y lo echan violentamente los militares, lo cual deja en evidencia que los miembros de esta Junta no defienden los ideales de la Independencia, sino sus intereses particulares. El Supremo sostiene que la libertad no puede darse sin orden y sin reglas precisas; de lo contrario, predomina la anarquía. También asegura que intentó, sin éxito, instruir a los miembros de la Junta respecto de leyes y derechos civiles. Antes de retirarse, y frente al Cabildo, se declara preocupado por el bien de los más débiles y denuncia la violencia del Gobierno y su carácter contrarrevolucionario.

Luego de su retiro, el pueblo acude a su casa para quejarse de la Junta. Además, el mismo Belgrano le envía una nota suplicándole su retorno. También dice haber tenido un sueño en el que lo instaban a volver a sus funciones. De regreso, se entera de que el cordobés Cerda aprovechó su ausencia para usurpar su cargo de asesor-secretario: gobierna de facto junto con los demás miembros de la Junta, entre los que están Fernando de la Mora, Fulgencio Yegros y Pedro Juan Cavallero. Una nota al pie del Compilador reconstruye la enemistad de El Supremo con Mora y con Cerda. El Supremo asegura haber regresado a la Junta siendo un hombre más poderoso, que exige una autonomía absoluta en todas las decisiones en la Casa de Gobierno. Más aún, ordena que se ponga a su disposición el armamento suficiente para crear un ejército del pueblo cuyo objetivo sea defender la República y la Revolución.

En el cuaderno privado, el Dictador dice que la insurrección pasquinera está muy exaltada con el vaticinio del herbolario y la parodia de sus exequias. Recuerda que días atrás, desde las ventanas de la Casa de Gobierno, pudo ver la figura de cera que remedaba su imagen decapitada y cómo la incendiaron en una fogata. El Supremo asegura: “Estado-soy-Yo” (229), y dice que el pueblo no se dejará alucinar por esa violencia.

El Supremo piensa que hace mucho que no duerme y que todo se repite a imagen de lo que ha sido y será. De este modo, aunque él estuviera muerto, no lo estaría, pues viviría su propia repetición. Entonces se dirige al jefe nivaklé, un hechicero indígena, para que le hable del tema de la muerte, mientras Chasejk lo traduce. El hechicero dice que todos los seres tienen dobles, sombras. Luego, que hay tres almas fundamentales que sostienen la vida del hombre; puede faltar alguna de ellas y el hombre seguirá vivo. El Supremo le pregunta puede curarlo, pero este responde que no, porque ya está íntegramente vacío: las tres almas se han ido de él, la muerte ha caído dentro suyo y ya no hay forma de sacarla. Sin embargo, el Dictador desoye ese diagnóstico y dice que, a pesar de estar muerto, sigue de pie.

En diálogo con Patiño, El Supremo se entera de que la viuda del centinela José Custodio Arroyo (un hombre que murió accidentalmente prendido fuego durante la parodia de las exequias de El Supremo) quiere pedirle autorización para enterrar a su marido. Todavía lo tiene encajonado en su casa porque el párroco se rehúsa a permitir su cristiana sepultura. La mujer alega que su marido murió defendiendo la figura del Dictador, a quien veneran. El Supremo escucha la lectura que hace Patiño y alucina que está frente a la mujer: le dice que no se arrodille y asegura que su pedido será concedido. Finalmente, ordena que el párroco se encargue del alma del difunto y luego sea trasladado al penal de Tevegó.

Patiño continúa con las novedades. Entre ellas, menciona que el músico Efigenio Cristaldo solicita su retiro del cargo de tambor mayor en la banda del Estado. Apenado, El Supremo le pide a Patiño que cite al músico para conversar en persona sobre el asunto. Por último, le dicta a Patiño un extenso oficio con varios pedidos. Uno de ellos consiste en construir una flota de guerra para romper el bloqueo del río y franquear la navegación, e implementar un plan para controlar el comercio. También le pide leer publicaciones de Buenos Aires para enterarse de las novedades: ha leído que Rosas comienza a ocuparse de su figura y quiere saber de ello y de las contiendas políticas que aquejan al Restaurador. Finalmente, pide que le hagan llegar el libro que escribieron los Robertson sobre su “Reino del Terror” (244).

A continuación, el Dictador describe, en su cuaderno, privado una flor petrificada que guarda junto al cráneo. Ello lo lleva a reflexionar sobre la memoria y el tiempo. Luego tiene una conversación con Efigenio Cristaldo y le pregunta por qué quiere retirarse. Efigenio le recomienda a otro músico y El Supremo asegura que ese hombre será un héroe futuro en la guerra de la Triple Alianza. El Dictador intenta convencer a Cristaldo de que no renuncie y le cuenta que Policarpo Patiño trabajó para él hasta su último día. La conversación se ve interrumpida porque dejan de oírse bien. Efigenio le dice que lo escucha lejos, como si estuviera bajo tierra, y admite que él le habla desde las profundidades del lago. Luego se alterna confusamente entre la escritura de El Supremo y los fragmentos de una letra desconocida, según señala el Compilador. Una de esas voces acusa al Dictador de haber hecho fracasar la Revolución que él mismo quiso hacer.

En la circular perpetua, el Dictador cuenta cómo Somellera, de la Cerda y otros cabecillas porteños que quieren someter Paraguay a Buenos Aires son expulsados del país. Estas expulsiones suceden en distintos momentos, pero él se toma la licencia de mezclar los sucesos. A pesar sus acciones, continúan los intentos de contrarrevolución: en septiembre de 1811, los contrarrevolucionarios simulan una insurrección en un cuartel, con el fin de sofocarla y quedar como defensores de la Revolución. El Supremo interviene, desmantelando la farsa, y los españoles, asustados por la supuesta insurrección, terminan reconociéndolo como su libertador. Irónicamente, la parodia contrarrevolucionaria termina favoreciendo su propia causa, en la medida en que lo erige como un jefe capaz de arbitrar y conciliar entre las fuerzas en pugna, y a favor de la institucionalización de Paraguay. Mientras los miembros de la Junta conservan enemigos, El Supremo es ahora respetado por todos. En una nota al pie, el Compilador interviene con varias fuentes históricas: un testimonio del historiador Julio César sobre el rol conciliador de El Supremo, un comentario del periodista Justo Pastor Benítez sobre los desencuentros amorosos y el alma frígida del Dictador, y otro comentario del filósofo Thomas Carlyle sobre su incapacidad para conformar una familia.

Luego de que se van Somellera y Cerda, llegan Belgrano y Echevarría en una supuesta misión de paz. Ellos afirman la necesidad de restablecer la concordia con Paraguay, que es el objeto de la discordia del extinto virreinato. Dice el Dictador que la situación de Buenos Aires era penosa debido a que los realistas dominaban los ríos, sufrían el bloqueo y el aislamiento. Por eso, Belgrano y Echevarría llegan con la orden de insistir en anexar Paraguay a Buenos Aires y, de no ser posible, lograr la unión de sus gobiernos por un sistema de alianza. Sin embargo, la Junta de Paraguay manda a bloquear la llegada de los visitantes y el Dictador les reafirma, a través de una nota, la plena independencia y la soberanía de Paraguay. No obstante, aclara que Paraguay quiere conservar la amistad y el libre comercio con todas las ciudades del Río de la Plata, conformando una Confederación de Estados autónomos y soberanos. El Dictador se vanagloria con que Bartolomé Mitre debió reconocer que esa fue la primera vez que resonó en la historia americana la palabra “Federación”.

Finalmente, Buenos Aires reconoce la soberanía proclamada por Paraguay y Belgrano puede cruzar libremente. El Dictador recuerda la recepción que tuvieron Belgrano y Echevarría, y el tono sarcástico en los comentarios de este último cuando vio las horcas en la plaza de Armas. Entonces evoca otro suceso, la recepción que dio en 1825 a Antonio Manoel Correia da Cámara, comisionado del imperio del Brasil, quien buscaba una alianza con Paraguay para enfrentar al Plata. El Dictador admite que se está dando el lujo de mezclar recuerdos arbitrariamente, pues él no escribe la historia, sino que la hace y rehace según su voluntad, enriqueciendo su sentido y verdad. En efecto, describe y superpone imágenes de ambas visitas.

En el cuaderno privado, el Dictador dice que es el árbitro capaz de decidir las cosas, fraguar los hechos e inventar los acontecimientos. Realiza estas reflexiones mientras observa su pluma. En ese momento, irrumpe una nota del Compilador que describe la pluma y explica que se trata de una pieza única, llamada “portapluma-recuerdo” (270), que Francia mandó a construir y tiene en su punta un “lente-recuerdo” (ídem). Este accesorio le da cualidades especiales: además de escribir, permite visualizar imágenes, pues proyecta por sus orificios un chorro de metáforas ópticas como si fuera una proyección cinematográfica. También tiene la función de reproducir el texto sonoro, una suerte de tiempo hablado de esas formas. La pluma proyecta así una tinta invisible que triunfa sobre la palabra, el tiempo y la propia muerte. El Compilador relata extensamente cómo la obtuvo: se la arrebató a Raimundo, el Loco-Solo, chozno de Patiño. Ellos se conocieron en la escuela y, desde que el Compilador se enteró de las cualidades de esa pluma, se obsesionó con ella al punto de acudir al lecho de muerte de Raimundo con el fin de arrebatarla. Entonces, Raimundo lo acusó de haber fingido una amistad por años impulsado por la avaricia. A modo de castigo (pues devela que la pluma tiene propiedades siniestras), lo insta a llevarse la pluma, pero le aconseja no leer lo que escribe con ella.

Termina la nota del Compilador y se retoman las palabras del Dictador, que elogia la capacidad de ese lente de ver las cosas que están fuera del lenguaje. Afirma que escribir no tiene sentido; en cambio, obrar sí: la más insignificante acción tiene más significado que el lenguaje escrito, pues es algo concreto y real.

Análisis

La cuarta sección de Yo el Supremo se inicia con la conversación que el Dictador mantiene con el cráneo que encontró de chico y guarda en su despacho. Retoma también las conversaciones que mantenía con aquel durante su infancia, al pedirle que lo dejara nacer en su seno: “No quiero ser engendrado en vientre de mujer. Quiero nacer en pensamiento de hombre” (210). Este planteo -que, por cierto, deja en evidencia la misoginia del Dictador- es de gran complejidad filosófica, ya que él asegura que, desde entonces: “El cráneo fue mi casa-matriz” (210).

El Supremo guarda, junto al cráneo, una flor petrificada entre sus papeles: “Flor-momia de amaranto” (249). Suele tomarla y reflexionar, a partir de ella, sobre la memoria, el tiempo, y su capacidad de sobrevivir y perdurar más allá de la muerte: “Puedo sujetar al tiempo, volver a empezar” (250). Cabe aclarar que la flor es un motivo literario que alude a la naturaleza y al inexorable paso del tiempo: a la fugacidad de la vida. Sin embargo, la flor petrificada simboliza aquí la detención de ese fluir y, por lo tanto, da cuenta de cierta corrupción natural ligada a la suspensión del tiempo; suspensión que caracteriza, justamente, a El Supremo. De hecho, este le entrega la flor a Efigenio durante la conversación imaginaria; luego de la cual exclama: “¡Cuánto tiempo ha pasado o ninguno!” (254).

La reflexión del Dictador en torno al tiempo se ve interrumpida por un regreso al presente del relato, en que este piensa en la recomendación que le dio el herbolario de que durmiera. Llegado este punto, irrumpe nuevamente la certeza de que está hablando/escribiendo desde la muerte:

Aparento dormir. Siento que alguien me espía. Me hago el muerto. Entreabro la puerta de mi sepulcro. Corro el túmulo que se aparta con ruido de granito. Abro los ojos. Ejercito el simulacro de mi resurrección alzándome. Ante mí, El-sin-sueño. El-sin-vejez. El-sin-muerte. Vigilando. Vigilando (212).

Si en la novela solo se había mencionado su presencia bajo tierra, ahora es la primera vez que el Dictador alude explícitamente a su sepulcro.

Su condición de muerto se reconfirma más adelante, cuando decide consultar al jefe nivaklé con el fin de contrarrestar el diagnóstico del herbolario. Es significativo que el Dictador recurra a un jefe indígena para que, desde su particular cosmovisión, corrija al herbolario junto con su paradigma occidental. No obstante, el jefe nivaklé no le transmite un pronóstico alentador: “Dice que no, Excelencia. Dice que ve enteramente vacío el interior de Su Señoría. No hay más que huesos, dice. Las tres almas se han ido ya (…). La piedra grande de la muerte ha caído adentro y ya no hay forma de sacarla” (234). Sin embargo, El Supremo desoye ese diagnóstico: “Pero el vacío es todavía algo; todo depende del modo y del acomodo. ¿No? (…) Mas no acabarán conmigo. Soy agua de hervir fuera de la olla, dirá de mí una niña escuelera. Estar muerto y seguir de pie es mi fuerte…” (235). Una vez más, con soberbia, el Dictador desautoriza las palabras de los expertos y se asume portador de un poder sobrenatural, capaz incluso de superar la muerte.

Esa aparente omnipotencia queda también retratada cuando se refiere a los pasquineros y a la parodia de sus exequias e inhumación que hacen sus enemigos para amedrentarlo. En su cuaderno privado, asegura desafiante: “El ‘Estado-soy-Yo’” (229). Seguro de que hay una identidad entre su persona y el Estado, y entre su persona y la Revolución, El Supremo asegura que no podrán vencerlo. Ese afán de trazar un vínculo irremplazable con el Estado es el que configura justamente el espíritu tiránico, antidemocrático y personalista del gobierno del Dictador.

Lo cierto es que en la circular perpetua El Supremo se encarga de construir un perfil heroico de sí mismo, atento a defender a la Patria de las amenazas externas e internas. Por un lado, es el defensor de la soberanía y la independencia de Paraguay frente a otros estados, como España y Brasil, pero también desmantela las conspiraciones de funcionarios paraguayos que, evidentemente, están en connivencia con intereses ajenos a la patria. El Supremo menciona a los denominados “anexionistas”; esto es, paraguayos que defienden el anexionismo propuesto por Buenos Aires: superada la dominación que ejercía España sobre Paraguay, Buenos Aires busca anexarla como una provincia más -y no como una patria independiente- para lo cual impone estrategias agresivas contra Paraguay. Entre ellas, en la novela se menciona continuamente el bloqueo de los ríos que realizó Buenos Aires con el fin de aislar al país de las Provincias del Río de la Plata, en castigo por su negativa a someterse. Es esta la hostilidad que define a las visitas de Belgrano y de Echevarría, tal cual se describirán en próximas secciones.

En todas estas amenazas, El Supremo -según la circular perpetua- opone resistencia. Desmantela, por ejemplo, una insurrección que se pretendía revolucionaria, pero era en realidad una conspiración contrarrevolucionaria. Esa acción lleva a que incluso los mismos españoles defiendan al Dictador, pues lo consideran un pilar capaz de defender las vías institucionales. El Supremo señala el giro irónico detrás de ese suceso: la conspiración contrarrevolucionaria, que se pretendía debilitar la Revolución, termina favoreciéndola, erigiéndolo a él mismo como líder predilecto de las fuerzas en pugna.

En otro orden de cosas, en esta cuarta sección volemos a encontrarnos con anacronismos, así como pasajes imaginarios y alucinatorios. Uno de ellos es el encuentro imaginario con la esposa de Arroyo. Mientras Patiño le lee la carta de la mujer, El Supremo imagina que está frente a ella y le responde directamente. Algo similar sucede con la conversación que mantiene con Efigenio Cristaldo, el músico retirado de la banda estatal. No obstante, aquí la conversación cobra otro cariz, porque trasciende lo imaginario y se instala en una dimensión fantástica: de a poco el lector se entera de que la conversación entre ambos personajes se da desde la muerte, Efigenio habla desde las profundidades del agua y El Supremo desde su sepulcro. Así, una conversación que parecía cotidiana termina convirtiéndose en una charla entre espectros.

Significativamente, la condición sobrenatural de esa conversación da lugar a que la temporalidad se trastoque otra vez y entre en juego el anacronismo. Así, mientras el Dictador habla con el músico, menciona sucesos históricos que han acontecido luego de su muerte, como la guerra contra la Triple Alianza o la muerte de Policarpo Patiño: “Trabajó aquí entre estos papeles hasta su último día” (253). Así, el lector intuye -aún antes de enterarse de que ambos personajes hablan desde la muerte- que se comunican desde un tiempo futuro.

Luego de que la conversación con Efigenio instale nuevamente un extrañamiento en el relato, el texto continúa con altos grados de ambigüedad. Se alterna la voz de El Supremo con la de la “letra desconocida”, y la entrada del cuaderno privado se cierra con acusaciones que bien podrían ser de ese autor anónimo o del propio Gaspar Francia:

No debes preguntar, te dice la Voz-de-An-tes. No debes preguntar porque no hay respuesta. No busques el fondo de las cosas. No encontrarás la verdad que traicionaste. Te has perdido tú mismo luego de haber hecho fracasar la misma Revolución que quisiste hacer (255).

Este folio -aclara el Compilador- está quemado y, por lo tanto, incompleto. Así, se instala la ambigüedad en la novela: se superponen fragmentos polifónicos, el lector es incapaz de discernir quién habla y la fragmentariedad de lo citado conspira con la posibilidad de extraer certezas sobre el origen de esas voces.

Es interesante el manejo explícito que hace el Dictador con aquello que relata. En la circular perpetua, admite que se toma la licencia de mezclar y superponer sucesos anacrónicos: “Puedo permitirme el lujo de mezclar los hechos sin confundirlos. Ahorro tiempo, papel, tinta, fastidio de andar consultando almanaques, calendarios, polvorientos anaquelarios” (265). Es evidente que la lógica de El Supremo no es la cronológica, la de la temporalidad lineal. Asimismo, rechaza la idea de que él meramente reconstruye la historia; al contrario, asegura que la construye según su propia voluntad:

Yo no escribo la historia. La hago. Puedo rehacerla según mi voluntad, ajustando, reforzando, enriqueciendo su sentido y verdad. En la historia escrita por publícanos y fariseos, éstos invierten sus embustes a interés compuesto. Las fechas, para ellos son sagradas. Sobre todo cuando son erróneas. Para estos roedores, el error es precisamente roer lo cierto del documento. Se convierten en rivales de las polillas y los ratones. En cuanto a esta circular perpetua, el orden de las fechas no altera el producto de los fechos (265).

De esta manera, el Dictador se hace eco de una de las cualidades propias del relato histórico: nunca se trata de un relato objetivo, siempre es el relato que construye una subjetividad, eligiendo mencionar ciertos sucesos y omitir otros para así construir sentidos particulares a partir de los sucesos históricos. Aquí, la propuesta es hiperbólica, puesto que El Supremo, fiel a su estilo tiránico, hace y deshace la historia a su gusto e intereses.

Por último, lo fantástico también se cuela en esta sección en relación con el “portapluma-recuerdo” o “portapluma-memoria” (270). Así como el Dictador había sido descrito como un ser capaz de hacer levitar cosas, en el último fragmento del cuaderno privado se describe este objeto mágico que vuelve a sugerir un carácter fantástico en la novela. Se trata de una especie de fantasía-tecnológica en la que se combinan cualidades de la técnica para expresar ciertas paradojas filosóficas: una pluma que, gracias a sus cualidades técnicas particulares y mágicas, permite compensar y resolver el hiato constitutivo del lenguaje: la distancia entre lo escrito y la cosa.

A lo largo de la novela, se comprueba una obsesión por parte del Dictador respecto al sentido de la escritura; obsesión que se transforma en un tema fundamental del relato. Esta sección se cierra, en efecto, con una reflexión del Dictador en torno al peso que tienen las acciones, frente al sentido de la escritura y las palabras; sentido que se constituye como algo irreal, distante de la realidad. La pluma de El Supremo -quien “era muy aficionado a construir estos artilugios” (270)- permite superponer escritura e imagen, dando lugar a “metáforas ópticas” como las que dibuja la proyección cinematográfica. Asimismo, permite sumar una tercera dimensión: “El tiempo hablado” de esas imágenes. De esta manera, dice el Compilador, la pluma proyecta una “tinta invisible que triunfa, sin embargo, sobre la palabra, sobre el tiempo, sobre la misma muerte” (ídem). Por lo tanto, la escritura de El Supremo logra trascender, gracias al artilugio mágico, el tiempo y la propia muerte; justamente, lo que el lector ya ha podido comprobar: la escritura del Dictador acontece desde un más allá.