Yo el Supremo

Yo el Supremo Resumen y Análisis Apéndice, Nota final del Compilador

Resumen

Apéndice

En la primera parte del Apéndice, el Compilador se dedica a historizar sobre los restos de El Supremo. En enero de 1961, una circular oficial convoca a los historiadores nacionales a un cónclave con el fin de gestionar la recuperación de los restos del Dictador Francia, que están desaparecidos y fueron aventados por profanadores enemigos de él. Si bien el pueblo está de acuerdo, los cronistas y folletinistas discrepan sobre cuáles son los restos de El Supremo, lo cual da lugar a una disputa notable. A continuación, se suceden varias fuentes históricas de distintos especialistas sobre el tema. Todas coinciden en que los restos del Dictador, que se guardan en el Museo Histórico de Buenos Aires, no son auténticos; algunas se preguntan, también, por la legitimidad de Paraguay a la hora de exigirle a Argentina su devolución.

Una de las fuentes explica el origen de estas disputas: en 1941, ante el aniversario de la muerte de El Supremo, se desató una polémica entre enemigos y partidarios de aquel, en torno a su vida y obra. Los enemigos amenazaban con profanar los restos del Dictador, lo cual dio lugar a un estado de guerra civil. Para aplacar esa crisis, los Cónsules decidieron hacer desaparecer el mausoleo y mover los restos a un sitio anónimo, que nadie conoce. Otras versiones hablan de una profanación de su tumba por parte de los enemigos. Luego, algunos restos fueron presuntamente donados a Buenos Aires. Sin embargo, varios estudios científicos consideran que estos últimos pertenecen a individuos distintos que no coinciden con la identidad del Dictador.

La segunda parte del Apéndice introduce declaraciones de historiadores que versan sobre la migración de los restos de El Supremo. Las versiones coinciden en que fue Carlos Loizaga -miembro del triunvirato que gobernó Asunción desde 1869- quien participó de su exhumación, a modo de venganza por los crímenes del Dictador. Pero Loizaga se encontró con restos mezclados, e incluso hay quienes dicen que, por equivocación, abrió una fosa común. Así es como circularon dos cráneos distintos atribuidos al líder, uno que llegó a Buenos Aires (luego de que Loizaga lo guardara un tiempo en un cajón de fideos) y otro, a un museo en Paraguay.

Como es evidente que no puede afirmarse cuál es la autenticidad de los restos, los especialistas coinciden en que no es conveniente iniciar un homenaje nacional de repatriación de unos huesos cuya autenticidad es discutida.

Nota final del Compilador

El Compilador cierra el libro con una nota suya en la que enumera la diversidad de fuentes de las que ha extraído lo anterior: legajos editados e inéditos, folletos, periódicos, correspondencia y testimonios, todos ellos encontrados en bibliotecas o en archivos privados y públicos. Se suman versiones orales y entrevistas grabadas, con imprecisiones y confusiones, a supuestos descendientes de posibles funcionarios y supuestos parientes de El Supremo -si bien este siempre dijo que no tenía ninguno-.

Agrega el Compilador que todo lo expuesto en este libro es producto de lecturas, así como copias de lo dicho y compuesto por otros. En tanto “a-copiador”, declara que los personajes y hechos narrados en estos Apuntes se han ganado el derecho a una existencia ficticia y autónoma al servicio de un lector también ficticio y autónomo.

Análisis

El Apéndice y la Nota final del Compilador constituyen dos textualidades que funcionan a modo de epílogo. Ambos están escritos desde la voz del Compilador; por lo tanto, se trata de un marco textual que contextualiza y comenta el resto de la novela, aportando información extra a lo leído hasta ahora.

El Apéndice se dedica a reconstruir el derrotero de los restos del dictador Francia, a partir de una superposición de fuentes históricas que presentan, en mayor o menor medida, información similar. Efectivamente, las fuentes citadas por el personaje del Compilador replican la información que históricamente se tiene sobre los restos del dictador paraguayo. Los fragmentos citados suelen coincidir en que los restos del líder se han extraviado, producto de las disputas políticas que generó su figura: ya sea como un modo de proteger sus restos de las vejaciones de sus enemigos, ya como un modo de profanarlos.

En la quinta sección de la novela, El Supremo había hecho mención al recorrido apócrifo de sus restos, ostentando su capacidad para trascender las temporalidades y conocer el futuro: “La falsa mitad de mi cráneo guardado por mis enemigos durante veinte años en una caja de fideos, entre los desechos de un desván” (436). En ese punto, el Compilador introducía una nota al pie que, justamente, sugería remitirse al Apéndice para mayor información. A continuación, El Supremo agregaba una afirmación sobre ese cráneo, aduciendo que esos restos son falsos: “Los restos del cráneo, id est, no serán míos” (346). Si bien, en el momento, esta aseveración no suma demasiada información, a la luz de lo expuesto en el Apéndice, dialoga con las fuentes que intentan reconstruir el paradero de esos restos. De pronto, la voz de El Supremo muerto, desde un más allá después de la muerte, se convierte en un testimonio adicional capaz de orientar la búsqueda de los historiadores.

En cuanto a la Nota final del Compilador, opera como orientadora de la lectura de la novela. En ella, el Compilador enumera las diversas fuentes que usó a la hora de construir lo que acabamos de leer: la yuxtaposición de voces y el cruce entre distintas textualidades como cuadernos, libros de apuntes, la circular perpetua, fuentes históricas y documentos, además de otras voces y versiones que, como ya se vio, parecen trascender la experiencia escrita. De hecho, admite que muchas de sus fuentes fueron testimonios orales y entrevistas

agravadas de imprecisiones y confusiones, a supuestos descendientes de supuestos funcionarios; a supuestos parientes y contraparientes de El Supremo, que se jactó siempre de no tener ninguno; a epígonos, panegiristas y detractores no menos supuestos y nebulosos (567).

De esta manera, el Compilador deja constancia de que la veracidad de lo relatado es, muchas veces, dudosa y deja abierta la posibilidad a que en el relato haya mucho de invento y de ficción. En su última página, de hecho, la novela declara su propia impotencia, las limitaciones inherentes a las palabras y las trampas que suele tender el lenguaje en cuanto representación de la realidad: “Los personajes y hechos que figuran en ellos han ganado, por fatalidad del lenguaje escrito, el derecho a una existencia ficticia y autónoma al servicio del no menos ficticio y autónomo lector” (568).

Por lo tanto, una vez que el lector ha terminado la novela, se entera de que lo leído tiene el estatuto de “una existencia ficticia”. Con esa aclaración de validez retroactiva, el Compilador parece desligarse de la responsabilidad de lo escrito. Para eso mismo es que se atribuye la función de un mero “a-copiador”. Esta palabra remite, por un lado, a la acción de acopiar restos y yuxtaponerlos para que conformen sentido; por otro lado, a la acción de copiar, de repetir de manera pasiva algo producido por un otro. Esta segunda acepción remite a lo que parecía hacer Patiño con lo que el Dictador le dictaba e, incluso, a lo que hacía el mismo Dictador hacia el final de sus días, cuando la afasia le impedía crear, pensar y recordar.

En suma, se trata de una orientación de lectura, pero diferida, tardía. Aunque podría haber antecedido al resto de la novela, evidentemente habría condicionado la lectura. De este modo, la posterioridad de esta nota le da al lector la libertad de aportar sus propios sentidos a lo leído y, de ese modo, de configurar un perfil de El Supremo menos condicionado por la procedencia de las fuentes allí plasmadas.

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