Cosas pequeñas como esas

Cosas pequeñas como esas Resumen y Análisis Capítulo 5

Resumen

El servicio meteorológico para la semana de Navidad pronostica nieve. Furlong cierra su negocio durante diez días por esas fechas, así que la gente se desespera por hacer pedidos de última hora. El último envío del año llega con retraso, y Furlong deja a Kathleen a cargo de la oficina mientras él hace las entregas fuera de la ciudad y cobra lo que le deben sus clientes. Kathleen parece agotada por el trabajo. Le entrega a su padre un pedido del convento y él decide hacer la entrega el domingo. La intensa carga de trabajo lleva a Furlong a comer poco, pero se toma un momento para calentarse junto al calentador de gas. Cuando se da cuenta de que el calentador está empezando a dejar de funcionar, Furlong le pregunta a su hija si está suficientemente abrigada. Por sus breves respuestas, Furlong se da cuenta de que algo le preocupa. Le pregunta si algún hombre del depósito la ha molestado en su ausencia. La chica le asegura que no, y le dice que quería salir después del trabajo a pasar un rato con sus amigas, pero que Eileen le ha dicho que tiene que acompañarla al dentista.

A la mañana siguiente, es domingo, el cielo aparece “extraño y cerrado” (45), con solo unas pocas estrellas visibles. Un perro busca comida en la calle y las cornejas graznan. A Furlong esas aves le recuerdan a un joven cura que pasea por la ciudad con las manos en los bolsillos.

Antes de ir a trabajar, Furlong contempla a su mujer dormida y siente una necesidad imperiosa de tocarla. Pero en lugar de eso, se levanta y se viste en la oscuridad. Antes de bajar, comprueba cómo está Kathleen, porque el día anterior le sacaron una muela. Loretta es la única despierta, y Furlong le pregunta si está bien antes de salir.

Furlong se dirige al depósito, sintiendo “el estrés de estar vivo” (46) por trabajar temprano en un día de descanso. El candado de la puerta del depósito está congelado, así que llama a la puerta de una casa vecina. Le abre una joven desconocida, vestida con un largo camisón y un chal. Su pelo color canela le cae casi hasta la cintura, y camina descalza mientras prepara el desayuno para los niños de la casa. Furlong reconoce a los tres niños pequeños sentados a la mesa mientras dibujan y comen pasas. Entonces le pide a la mujer una pava caliente para derretir el hielo del candado. El acento de ella indica que es del oeste. Furlong se lleva la pava y, cuando vuelve para devolvérsela, la ve vertiendo leche caliente sobre los cereales de los niños. La calidez de esta escena impacta a Furlong, que imagina cómo sería vivir allí como el hombre de la casa. Últimamente se imagina a menudo otras vidas posibles, y se pregunta si eso no tendrá que ver con quién fue su padre, si este no habrá sido uno de esos hombres que eligió tomar un barco a Inglaterra. Entonces Furlong piensa que es profundamente injusto que gran parte de la vida quede librada a un azar. La mujer le ofrece té a Furlong, pero él dice que tiene que irse. También agrega que le hará llegar una bolsa de leña en señal de agradecimiento.

Furlong vuelve al depósito a comprobar ansiosamente que todo está en orden. Después, conduce somnoliento hasta el convento para hacer la entrega. Al ver ese paisaje, piensa que, a pesar de la quietud del amanecer, ese lugar nunca transmite tranquilidad. Contempla el río oscuro, que refleja las luces de la ciudad, y piensa que muchas cosas se ven mejor cuando no están tan cerca.

Al abrir la puerta del cobertizo de carbón, Furlong siente que hay alguien o algo dentro. Supone que es un perro que ha ido a refugiarse allí, pero descubre con horror que una niña ha pasado la gélida noche encerrada allí. Furlong ve, a la luz de las linternas, que la niña ha tenido que hacer allí sus necesidades y pasar la noche junto a sus excrementos. Furlong intenta cubrirla con su abrigo, pero ella se acobarda. La bendice y la saca del cobertizo con delicadeza. Una parte de él desearía no haberse encontrado con esta escena.

De vuelta en el camión, Furlong le pregunta a la niña por qué la han dejado en el cobertizo. Ella no responde, aunque se muestra desorientada, y Furlong no sabe qué decir para consolarla. Se siente inseguro mientras la lleva a la puerta principal, pero decide seguir adelante, como es costumbre en él. Al tocar, una monja abre pero, al verlos, da un grito de sorpresa y cierra la puerta. Furlong se pregunta qué está ocurriendo, pero la chica permanece callada. Se quedan de pie durante un largo rato mientras Furlong considera sus opciones. De nuevo, una parte de él desea librarse de la situación y volver a casa.

Cuando Furlong vuelve a llamar al timbre, la chica le pide que pregunte por su bebé de catorce semanas. Le dice que se lo sacaron y no sabe dónde está, pero le gustaría poder alimentarlo una vez más. Entonces la Madre Superiora abre la puerta y saluda a Furlong con una sonrisa. La Madre le pregunta a la chica dónde ha estado, agregando que casi llaman a la policía tras descubrir que no estaba en su cama. Furlong le informa a la Madre que la niña estuvo encerrada en el cobertizo toda la noche. La Madre se muestra horrorizada y afirma que la muchacha, a veces, está muy desorientada. A continuación, insiste en que Furlong entre a tomar el té, a pesar de que él intenta esquivar el compromiso.

Al entrar, Furlong ve que unas chicas pelan nabos y lavan cabezas de repollo mientras la monja que ha atendido la puerta remueve algo en una olla y prepara el té. Furlong observa lo limpio y reluciente que está todo. Mientras sigue a la Madre Superiora, señala que están dejando huellas de suciedad en el suelo limpio, pero a ella parece no importarle. La Madre Superiora lo conduce a una habitación grande y elegante con una chimenea encendida, una mesa larga con un mantel blanco, un aparador de caoba con estanterías y una foto de Juan Pablo II en la repisa de la chimenea. La mujer le dice a Furlong que se caliente junto al fuego mientras ella va a ocuparse de la niña. La joven monja de antes lleva una bandeja de té con manos temblorosas, nerviosas.

Cuando la Madre Superiora vuelve a entrar, le pregunta a Furlong cómo van las cosas en su casa. Hace comentarios sobre los progresos de sus hijas en las clases de música y en los estudios que reciben en St. Margaret’s. La mujer afirma que espera que las más pequeñas de las Furlong tengan plaza en el colegio, ya que no hay mucha disponibilidad. Por último, sugiere que Furlong debe estar decepcionado por no tener ningún varón capaz de perpetuar su apellido. Furlong responde que no es un problema para él, que él mismo adoptó el apellido de su madre, y que no tiene nada en contra de las niñas, teniendo en cuenta que todas las mujeres fueron niñas alguna vez, incluida la Madre Superiora.

La puerta se abre de nuevo y entra la niña del cobertizo. Ahora lleva blusa, falda plisada, zapatos y el pelo lavado, peinado bruscamente. Furlong le pregunta si se encuentra bien, y la Madre Superiora le indica que se siente a tomar el té con torta. La chica come y bebe torpemente. Después de charlar un rato, la Madre Superiora le pregunta cómo llegó al cobertizo. La niña dice que la escondieron allí, y la Madre Superiora afirma que estaría jugando a las escondidas. La niña solloza, pero confirma lo que la mujer dice. La Madre le dice a la monja que trajo a la niña que se asegure de alimentarla bien y hacerla descansar todo el día.

Furlong siente, sin que se lo digan, que la Madre Superiora quiere que se vaya, pero ahora él desea enfrentarla. Entiende que, al final, él tiene el poder de ser un hombre entre mujeres. Se queda de brazos cruzados y entabla más conversaciones triviales. Ella le pregunta por sus negocios y parece reprocharle que a él no le importe traer marineros extranjeros. Furlong responde que todo el mundo nace en alguna parte, y que el mismo Jesús nació en Belén y no en Irlanda. La Madre Superiora responde que no se le ocurriría jamás comparar a esos marineros con Jesús. Enseguida, le entrega un sobre a Furlong diciendo que es una propina de Navidad, y el hombre lo acepta de mala gana.

Al salir, Furlong se detiene en la cocina para ver cómo está la chica. Ella llora, conmovida ante el trato amable que recibe de él. Furlong le pregunta cuál es su verdadero nombre, ya que en el convento le pudieron un nombre de varón, y descubre que se llama Sarah, al igual que su madre. Cuando Furlong le pregunta cómo acabó en el convento, la monja que cocina tose y sacude la sartén, ordenándole guardar silencio a la muchacha. Antes de irse, Furlong le dice a la chica su nombre y le asegura que puede ir a pedirle ayuda en cualquier momento.

Análisis

Cuando Kathleen expresa su decepción por tener que ir al dentista en lugar de pasar tiempo con sus amigos, se evidencia que Eileen actúa basándose en el sueño que tuvo en un capítulo anterior, en el que Kathleen tenía un diente cariado. En efecto, Kathleen acaba teniendo que sacarse una muela, lo que confirma la apreciación de Furlong en el capítulo 3 sobre el poder intuitivo de las mujeres: “podían predecir lo que vendría mucho antes de que llegara, soñarlo de la noche a la mañana y leer tu mente” (24). Este sutil detalle afirma la intuición de Eileen sobre su hija y, por lo tanto, da crédito también a su sugerencia para que Furlong no se involucre en los asuntos del convento, para así evitar problemas. En este sentido, la indicación de Eileen y la anécdota del dentista resultan presagios de lo que sucederá.

El lugar de origen desempeña un papel importante en este capítulo. Cuando Furlong llama a la puerta de una casa vecina para pedir una pava caliente, se da cuenta de que la chica desconocida que contesta suena como si fuera del oeste, lo cual indica que se mudó para encontrar trabajo. El encuentro de Furlong con esta mujer lo lleva a imaginarse brevemente viviendo en esa casa con ella como esposa. Se pregunta si esa imaginación errante estará asociada a “algo que había en su sangre” (47); el hecho de no conocer a su propio padre habilita estas posibilidades imaginarias, no solo para la vida de aquel, sino también para la propia. La importancia del origen es también defendida por la Madre Superiora, quien se muestra decepcionada por el hecho de que Furlong no tenga ningún hijo varón capaz de perpetuar el apellido familiar. Es evidente que la monja quiere amedrentar al hombre, discriminándolo por ser hijo de una madre soltera y sugiriendo que su familia está marcada por una moral dudosa. Sin embargo, Furlong se defiende, asegurando que no tiene de qué avergonzarse, y que haber tenido el apellido materno no supone un deshonor: “¿acaso no llevo el apellido materno, Madre? Y eso nunca me causó ningún daño” (55).

Los reflejos aparecen como un motivo en este capítulo, que sirven para introducir la dicotomía entre las apariencias y la realidad que la novela trata. Estos reflejos le dan a Furlong la impresión de una experiencia extracorpórea y le hacen pensar en sí mismo en relación con su entorno. Por ejemplo, mientras conduce hacia el convento para entregar carbón, el reflejo de sus faros atraviesa el cristal de la ventana, haciéndolo sentir “como si se encontrara allí consigo mismo” (48). Una vez que sale del coche, observa el reflejo de las luces de la ciudad en la superficie del río y piensa que eran “tantas las cosas que se veían mejor, cuando no estaban tan cerca” (48). Esta reflexión se vincula directamente con las diferentes perspectivas que presenta el convento según cómo se lo mire. Desde lejos, su aspecto exterior, bello y cuidado, podría hacer suponer que las monjas tratan a las niñas y mujeres que viven allí con el mismo esmero con el que cuidan los setos, los árboles y el césped. Sin embargo, Furlong vislumbra la fealdad del interior en su primera entrega, y es testigo directo de los abusos en la segunda. En tercer lugar, tras ser persuadido a entrar en el convento, Furlong ve su propio reflejo en las ollas inmaculadamente limpias que cuelgan de la cocina. Pero, una vez más, las cosas no son lo que parecen. La novela insinúa que las chicas y mujeres que viven en el convento se ven obligadas a fregar todo hasta sacarle ese brillo. La apariencia de belleza y limpieza se basa en el sufrimiento inhumano de personas infelices.

La escritura de Keegan es conocida por su brevedad, su eficacia y el uso de la omisión. Lo que no se dice desempeña un papel tan importante como lo que sí se expresa en palabras en la narración. Aunque Furlong se pregunta qué está ocurriendo en el convento, no declara abiertamente sus sospechas. El narrador utiliza un lenguaje que presenta a la Madre Superiora como una oponente en un juego de poder. En pasajes que constituyen un monólogo interior del personaje, vemos la determinación de Furlong de mantenerse firme frente a la Madre Superiora, a pesar de notar que la mujer quiere que se vaya, e incluso piensa sobre ella que “tenía que concedérselo: tenía una mente fría” (57). Más tarde, cuando Furlong pasa por la cocina para hacer saber a la chica que puede acudir a él en cualquier momento, una monja le indica, tosiendo y sacudiendo bruscamente la sartén, que tiene que callarse. Sin palabras, obliga a la chica a guardar silencio. La novela deja las motivaciones de los personajes a la imaginación del lector. Sin necesidad de que se lo explicite, suponemos que las monjas someten a la muchacha y la controlan al negarle el contacto con su hijo.

Keegan ilustra aún más el aparente abuso en el convento cuando la Madre Superiora dice: “Esta pobre chica a veces no puede distinguir la noche del día“ (52). Si bien es esgrimido como táctica de distracción, es un indicio del modo extremo en el que las monjas torturan física y psicológicamente a las niñas y luego cuestionan su cordura. Según la Oficina de Salud de la Mujer del Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos, sufrir abusos, ya sean físicos, emocionales, verbales o sexuales, puede tener efectos a largo plazo en la salud mental (Krug, et. al). En términos más generales, cualquier tipo de violencia infligida a un hombre, una mujer o un niño puede tener repercusiones duraderas. La sociedad irlandesa normalizó el trato abusivo hacia las madres solteras basándose en la condena religiosa y moral. Esto significa que los abusos concretos de los que Furlong es testigo en la novela tienen raíces religiosas y comunitarias muy extendidas.

Las relaciones de poder basadas en el género desempeñan un papel importante en este capítulo. A pesar del férreo control que ejerce en el convento, la Madre Superiora le teme a Furlong por su condición de hombre. Puede que las normas generales de la sociedad respalden el trato abusivo que el convento dispensa a las niñas y mujeres “caídas”, pero la Madre Superiora intuye que Furlong podría suponer una amenaza potencial para su establecimiento. Aunque al principio se muestra reacio a entrar en el convento, él finalmente decide quedarse y enfrentar a la Madre Superiora: “entendió que esa mujer quería que él se fuera; pero el impulso de irse ahora estaba siendo reemplazado por una cierta terquedad de quedarse. (...) Se quedó sentado (...)[,] animado por este extraño y nuevo poder. Después de todo, allí era un hombre entre mujeres” (57). En este caso, Furlong se aprovecha del poder que sabe que tiene sobre las mujeres solo por ser hombre. Desgraciadamente, entendemos que la Madre Superiora también porta un poder sobre la educación de las hijas de Furlong y lo usa para amenazarlo implícitamente con negarles una plaza en el colegio del convento: “Todas, llegado el momento, pronto van a ir al lado, Dios mediante (...). Solo que hay tantas hoy en día. No es fácil encontrarles lugar a todas” (55).