De cabeza grande, de facciones chatas, ganchuda la nariz, saliente el labio inferior, en la expresión aviesa de sus ojos chicos y sumidos, una rapacidad de buitre se acusaba.
Llevaba un traje raído de pana gris, un sombrero redondo de alas anchas, un aro de oro en la oreja; la doble suela claveteada de sus zapatos marcaba el ritmo de su andar pesado y trabajoso sobre las piedras desiguales de la calle.
De vez en cuando, lentamente paseaba la mirada en torno suyo, daba un golpe –uno solo– al llamador de alguna puerta y, encorvado bajo el peso de la carga que soportaban sus hombros: «tachero»... gritaba con voz gangosa, «¿componi calderi, tachi, siñora?»
Un momento, alargando el cuello, hundía la vista en el zaguán. Continuaba luego su camino entre ruidos de latón y fierro viejo. Había en su paso una resignación de buey.
La descripción del padre de Genaro al inicio de En la sangre funciona como una explicitación del determinismo biológico y hereditario propio del naturalismo positivista de Cambaceres. El narrador construye al “tachero” napolitano con rasgos que la criminología positivista del siglo XIX asociaba a sujetos viles, inclinados a la inmoralidad y al delito.
La animalización de su fisonomía, a través de la comparación con el buitre y con el buey, refuerza la idea de una condición innata y salvaje atribuida a las “razas inferiores” según el darwinismo social, ideología dominante en la época (ver sección “En la sangre y el positivismo argentino”).
La indumentaria raída, el aro de oro y la voz gangosa contribuyen a estereotipar al inmigrante pobre y rudo, transformado en objeto de observación “científica”. Esta caracterización no busca despertar empatía, sino señalar un peligro latente para la élite: los rasgos del padre anticipan el destino de Genaro, cuya incapacidad intelectual y corrupción moral se presentarán como la manifestación inevitable de esa herencia.
Poco a poco, en su lucha tenaz y paciente por vivir, llegó así hasta el extremo Sud de la ciudad, penetró a una casa de la calle San Juan entre Bolívar y Defensa.
Dos hileras de cuartos de pared de tabla y techo de cinc, semejantes a los nichos de algún inmenso palomar, bordeaban el patio angosto y largo.
Acá y allá entre las basuras del suelo, inmundo, ardía el fuego de un brasero, humeaba una olla, chirriaba la grasa de una sartén, mientras bajo el ambiente abrasador de un sol de enero, numerosos grupos de vecinos se formaban, alegres, chacotones los hombres, las mujeres azoradas, cuchicheando.
Algo insólito, anormal, parecía alterar la calma, la tranquila animalidad de aquel humano hacinamiento.
La descripción de la llegada del padre de Genaro a un conventillo en el extremo sur de la ciudad introduce el determinismo ambiental que, junto con el biológico, resulta central en la novela naturalista.
El narrador presenta este hogar precario mediante imágenes que deshumanizan a sus ocupantes y los reducen a una “tranquila animalidad” en medio de un entorno miserable e insalubre. La comparación con lo animal enfatiza una existencia regida por instintos más que por la razón, mientras que la caracterización negativa del conventillo –espacio asociado a los inmigrantes recién llegados– los estigmatiza como masa degradada. Este ambiente marcará la formación de Genaro, que se verá inevitablemente condicionado por este punto de origen.
Lastimado, agriado, exacerbado a la larga, esa broma pueril e irreflexiva, esa inocente burla de chiquillos, había concluido, sin embargo, hora por hora repetida con la cargosa insistencia de la infancia, por determinar un profundo cambio en Genaro, por remover todos los gérmenes malsanos que fermentaban en él.
Y víctima de las sugestiones imperiosas de la sangre, de la irresistible influencia hereditaria, del patrimonio de la raza que fatalmente con la vida, al ver la luz, le fuera transmitido, las malas, las bajas pasiones de la humanidad hicieron de pronto explosión en su alma.
¿Por qué el desdén al nombre de su padre recaía sobre él, por qué había sido arrojado al mundo marcado de antemano por el dedo de la fatalidad, condenado a ser menos que los demás, nacido de un ente despreciable, de un napolitano degradado y ruin?
Este fragmento condensa la idea central de En la sangre: el destino de un individuo aparece trazado de antemano por su herencia biológica.
A través del estilo indirecto libre, la voz narrativa se funde con el pensamiento de Genaro, quien se siente marcado por una fatalidad ineludible y despreciado por el origen paterno. El pasaje muestra a la vez su resentimiento y la tesis del narrador, que presenta la inferioridad del inmigrante como un rasgo inscrito en la sangre. Él desearía que su procedencia no lo determinara, revelando una injusticia con la que un lector contemporáneo podría empatizar, al reconocer los obstáculos que enfrentan las personas de bajos recursos, no solo por su condición socioeconómica, sino también por la discriminación que padecen. Sin embargo, la novela se encarga de anular esa posible empatía: Genaro no logra redimirse ni superar su herencia y termina por confirmar el determinismo que lo condena desde el inicio.
Y era entretanto el libro como una puerta cerrada tras la cual se ocultara lo impalpable; eso que en vano su mente enardecida perseguía, eso que habría querido poseer, asir, dominar y que se le escapaba, se le iba, rebelde a sus miradas se desvanecía en una ilusión de caprichosas curvas, de eses escurridizas de culebra, eso ignoto, informe, inmaterial, algo como el alma de la tinta y del papel que flotaba y se agitaba, que en la obcecación de su cerebro, rodeado del silencio de la noche, le parecía oír, palpitar, estremecerse en un vago más allá, apareado al chirrido sordo del aceite consumiéndose en la mecha del quinqué.
La incapacidad de Genaro para comprender el contenido de los libros es otra de las formas en que se expresan sus limitaciones hereditarias. Para él, el saber es un acceso vedado, un misterio que su mente persigue en vano, porque el conocimiento se le presenta escurridizo e inasible, como algo etéreo y amorfo que parece emanar del libro, símbolo del conocimiento que nunca podrá alcanzar.
La descripción de su lucha interna evidencia su “indigencia intelectual” (75), y la comparación de su tenacidad con la “tesón de buey” conecta directamente con la caracterización animalizada de su padre. De esta manera, el narrador no solo confirma la inferioridad innata de Genaro, sino que también clausura toda posibilidad de superación personal, reafirmando el determinismo biológico que estructura la novela.
Tal había sido siempre su regla, su norma, su criterio, así entendía las cosas él; marchaba con su siglo, vivía en tiempos en que el éxito primaba sobre todo, en que todo lo legalizaba el resultado. Lo demás era zoncera, pamplinas, paparruchas, el bien por el bien mismo, el deber por el deber... ¿dónde se veía eso? ¡que se lo clavaran en la frente!, exclamaba haciendo alarde de un cinismo mitad verdadero y mitad falso, entre ficticio y real, afectado, forjado como una arma de defensa, como la justificación buscada del móvil de su conducta y tendencial a la vez, íntimo en él, inherente al fondo mismo de su ser.
En este episodio, cuando Genaro se convence de tomar la bolilla de la urna desatendida para aprobar el examen de física, el narrador recurre al estilo indirecto libre para mostrar cómo el personaje entiende el mundo. Su visión se rige por un principio utilitario: lo único que importa es el éxito y cualquier medio queda justificado por ese fin. Las expresiones con las que desacredita la moral tradicional, cargadas de coloquialismos de la época, transmiten esa actitud de desprecio. El narrador destaca, además, que su cinismo oscila entre lo genuino y lo fingido, lo cual revela su habilidad para simular y adaptarse según le convenga. Esa capacidad de engaño, vinculada a su herencia genética, se presenta como un rasgo que lo empuja hacia la inmoralidad. De este modo, el narrador utiliza el pensamiento de Genaro para advertir sobre el riesgo que implica permitir el acceso de sujetos advenedizos a espacios de privilegio, como la propia universidad, que con su descuido facilita que Genaro haga trampa.
¿Qué, no sabían? Se decía que era hijo de un tal y de una cual, se hablaba muy mal de él, había tenido la audacia, el atrevimiento de hacerse presentar de socio al Progreso y le habían echado por supuesto bola negra; sus mismos compañeros lo miraban en menos, los mismos de su edad, era un tipete, en fin, en ninguna parte, en ninguna casa decente visitaba, sólo ellos lo recibían.
¡Calumnias –exclamaba, tomando la defensa de Genaro indignada la señora–, mentiras, habladurías, la envidia no más que le tenían!...
Pero era vago, indeterminado lo que se decía, observaba a su vez tranquilamente el marido, ningún cargo directo veía él formulado contra el joven, ningún acto desdoroso, ninguna mala acción de que se pretendiese hacerlo responsable.
Que era de origen humilde, y bien, ¿qué querían significar con eso? Tanto mayor mérito de parte suya si, no obstante la condición de sus padres, había sabido abrirse paso y elevarse a otro nivel.
En este pasaje, el narrador incorpora de manera indirecta las voces de los padres de Máxima para mostrar la primera impresión que tienen de Genaro. Si se leyera de forma aislada, podría interpretarse como una denuncia de la exclusión ejercida por las élites a partir de prejuicios clasistas y xenófobos, frente a una familia que parecería reconocer y valorar el mérito individual de quien, pese a sus orígenes humildes, busca ascender socialmente. No obstante, en el marco de la novela, el fragmento revela, sobre todo, la ingenuidad de los padres, que se dejan convencer por la astucia de Genaro e ignoran las advertencias de su entorno. De este modo, el pasaje funciona como una crítica a la clase dirigente que, al abrir las puertas al advenedizo sin advertir su falta de escrúpulos, se expone a consecuencias fatales, como le ocurre, en efecto, a la familia de Máxima.
Turbaba, embargaba el aire los sentidos; marcaba un olor acre a sudor y a patchoulí, podía provocar el asco o el deseo, como repugnan o incitan a comer ciertos manjares. Pasaban entrelazadas como hechas trenzas las parejas. Un hombre y una mujer, cerca, allí, se manoseaban. La orquesta terminaba el vals de Fausto.
Bruscamente se sintió, se vio arrojar, echar de espaldas Máxima a lo ancho del sofá, empujada por Genaro, y él sobre ella:
—¿Qué?... ¡no!... —balbuceó azorada.
—¡Cállate, que si te oyen, que si nos ven, se arma un escándalo!
Crujieron los elásticos, hubo un rumor sordo y confuso, un ruido ahogado de lucha, luego un silencio.
—¡Es un infame usted, es un miserable! —exclamó Máxima de pie en medio del palco, reparando el desorden de su traje, alzando del suelo su careta. Tenía el aliento afanoso, conmovida la voz, las manos le temblaban.
El acto vil de Genaro –la violación de Máxima– tiene lugar en el ambiente carnavalesco del Teatro Colón, un espacio que, lejos de representar pureza y refinamiento, se convierte en catalizador de las bajas pasiones del protagonista. La atmósfera, cargada de sensaciones físicas y eróticas, transmite una permisividad que funciona como estímulo para el desenlace. Genaro aprovecha esa simulación de sofisticación social, que en realidad encubre un trasfondo degradado, para consumar una transgresión mucho más grave que las anteriores. Si antes la simulación le sirvió para ascender en el ámbito social o hacer trampa en un examen, ahora se transforma en el medio para ejercer violencia sexual. La escena evidencia que, cuanto más escala Genaro en su trayectoria social, más profunda es también su caída en la inmoralidad.
Recibiolo en su escritorio el padre; con ademán seco y glacial, indicó a Genaro una silla:
—Ha sido usted un gran canalla, mocito, y yo, yo un gran culpable...
Debo, mal que me pese, sin embargo, y por desgracia mía, resignarme a ver en usted al marido de mi hija...—Señor...
Deteniéndolo, cortando a Genaro la palabra con un simple gesto de la mano:
—Sírvase evitarme la molestia inútil de escucharlo —prosiguió—, sólo a efecto de hacerle conocer mis órdenes, es que se encuentra usted aquí, y entiendo que sean ellas al pie de la letra ejecutadas, sin observaciones de su parte y sin que absolutamente por la mía, tenga en cuenta ni me importe lo que usted piense, quiera, o diga.
Máxima, repito, se casará con usted, dentro de un mes, sin ruido, sin misterio, simplemente; usted nos la ha pedido, ella quiere; deseando no contrariarla, su madre y yo hemos consentido; ante mi familia y ante el público, será esa la explicación de lo que es difícil de explicar: que le dispense yo el honor de aceptarlo como yerno.
La confrontación entre Genaro y el padre de Máxima expone una dimensión central de la crítica de Cambaceres a la élite argentina de su época. El padre reconoce su responsabilidad por haber permitido que Genaro se insertara en su círculo familiar, pero se ve obligado a aceptar el matrimonio entre él y su hija para preservar las apariencias. Su resignación, cargada de desprecio hacia Genaro, demuestra que la élite prioriza el honor y la imagen pública por sobre la ética o la justicia personal, permitiendo así que el advenedizo acceda a un estatus que no merece. En este sentido, la escena evidencia cómo las estructuras sociales facilitan el ascenso de quienes actúan con engaño y violencia, poniendo en tensión la moralidad frente a la reputación.
—Se acabaron ya esos tiempos... he aprendido, me has enseñado por mi mal a conocerte y sé quién eres. ¡No esperes llegar a persuadirme con embustes y nuevos artificios, ni que me deje yo ablandar ahora como antes, por esos aires de hipócrita que afectas, farsante, cínico!
Máxima confronta a Genaro después de que su tío le revela las cuantiosas deudas de su esposo, además de su última hazaña de falsificar la firma de Máxima en pagarés. Ante esta evidencia irrefutable, ya no es susceptible a los engaños de Genaro, lo que marca el fracaso de su simulación, que fue su principal herramienta para ascender socialmente y manipular a la élite. Este momento contrasta con la inicial ceguera de sus padres y de ella misma, que no supieron percibir el ingreso de un individuo que terminaría dilapidando el patrimonio familiar. De este modo, Máxima, como representante de esa élite, finalmente reconoce el cinismo y la moral utilitaria de Genaro, estableciendo un punto de no retorno en su relación y en la inevitable decadencia moral del protagonista.
—¿Me firmas el pagaré, me entregas el dinero, sí o no?
—No.
—¿No?
—¡Una y mil veces no!... soy la dueña yo, me parece...
—¿La dueña dices? ¡de tu plata, pero no de tu... de ése soy dueño yo!...
Y arrojándose sobre ella y arrancándola del lecho y, por el suelo, a tirones, haciéndola rodar, dejó estampados los cinco dedos de su mano en las carnes de su mujer:
—¡Miserable! —gritó Máxima corriendo desaforada, yendo a ocultar su vergüenza—¡miserable! —oyósela que exclamaba desde la habitación contigua—, ¡miserable, miserable! —repetía más allá, brotaba palpitante esa única palabra de su labio, como sangre que fluyera de la herida mortal de su pudor.
Él, entretanto:
—Andá no más, hija de mi alma... no son azotes... —gruñó—, ¡te he de matar, un día de éstos, si te descuidás!
El final de la novela culmina con la degradación moral de Genaro, validando las teorías naturalistas que sustentan toda la obra. Su exigencia airada por la firma del pagaré y el dinero, seguida de la agresión física a Máxima, expone su obsesión por la riqueza y su codicia insaciable. La negativa de Máxima a sus demandas, luego de una serie de fraudes y manipulaciones, despoja a Genaro de cualquier vestigio de simulación; ya no le queda otro recurso que la violencia, acompañada de amenazas de muerte. En la publicación original de la novela, censurada posteriormente, Genaro afirma que es dueño del “culo” de Máxima, lo que connota su deseo de control absoluto y posesión, no solo material, sino también físico y sexual. El grito desgarrador de Máxima manifiesta su humillación y la aniquilación de su dignidad, subrayando la vulnerabilidad de la élite ante el peligro que encarnan los advenedizos como Genaro. Nuevamente, el desenlace de la trama no busca generar empatía con el protagonista –a quien se lo vio, poco antes, preguntándose por su propio valor y su lugar en la sociedad–, sino consolidar a Genaro como el criminal oculto cuya depravación se presenta como consecuencia de las tendencias innatas que lleva en la sangre.