La obra comienza con la aparición de Dioniso, disfrazado de Heracles, junto a Jantias, su sirviente, quien monta un asno. Se dirigen a la casa de Heracles mientras discuten entre sí acerca de trivialidades.
Llegan a la casa de Heracles. Le preguntan cómo deben hacer para ir al inframundo. Dioniso pretende buscar allí a Eurípides y llevarlo nuevamente a Atenas, ya que está haciendo falta que haya, al menos, un buen poeta en la ciudad. Heracles le brinda la información necesaria y Dioniso parte, junto a su sirviente, rumbo al inframundo.
En primera instancia, se encuentran con Caronte, quien, según las indicaciones de Heracles, debe cruzarlos al inframundo en su barca. Caronte, sin embargo, se niega a transportar a Jantias, argumentando que él no cruza esclavos. Este, por lo tanto, decide bordear la laguna a pie. Dioniso se acomoda en la barca. Caronte le aclara, entonces, que él deberá remar hasta el otro lado. Haciendo un gran esfuerzo físico y soportando las burlas de unas ranas que le cantan al oído una canción absurda, Dioniso atraviesa la laguna remando.
Allí se reencuentra con Jantias. Este ve a lo lejos a la empusa, un monstruo con una pierna de bronce y otra de excrementos. La empusa cambia constantemente su forma. Por momentos es un buey; luego, un perro o una mujer hermosísima. Dioniso se asusta mucho. Jantias, entonces, le dice que la empusa se ha ido.
Los protagonistas llegan a la casa de Plutón y golpean la puerta. Éaco pregunta quién es. Dioniso se hace pasar por Heracles. Éaco, entonces, se enfurece. Lo acusa de haberle robado a Cerbero, el perro de siete cabezas, y lo amenaza con someterlo al tormento de diferentes demonios. Acobardado, Dioniso obliga a Jantias a intercambiar sus vestimentas. Aparece en la puerta de la casa una doncella. Se alegra de ver a Heracles (que ahora es Jantias disfrazado), y lo invita a pasar y disfrutar de un banquete junto a un grupo de bailarinas vírgenes. Dioniso, entonces, obliga a Jantias a intercambiar sus vestimentas nuevamente.
Entran en escena unas despenseras. Acusan a Heracles (Dioniso disfrazado) de deberles dinero. Dioniso, una vez más, intercambia sus vestimentas con Jantias.
Éaco reaparece en la puerta de su casa. Jantias (disfrazado de Heracles) le asegura que él nunca le robó nada, y le sugiere que torture a su esclavo (que ahora es Dioniso) para obtener de su boca la verdad. Entonces, Dioniso dice que él es un Dios, y que Jantias no lo es. Éaco, para comprobar quién miente, golpea a ambos, ya que, en teoría, los dioses no padecen dolor. Tanto Dioniso como Jantias sufren con cada golpe. Éaco, resignado y confundido, lleva a ambos a la casa de Plutón.
Allí, un servidor le cuenta a Jantias que Esquilo y Eurípides tienen constantes discusiones acerca de quién es mejor poeta. Antes de la llegada de Eurípides, Esquilo no tenía rival alguno en el inframundo. Ahora, en cambio, Eurípides le disputa el lugar. Plutón ha decidido que se libre una competición poética entre ambos autores para definir quién es el mejor. Dioniso será el juez.
Se lleva a cabo dicha competición. Los dos poetas citan versos de sus obras y se burlan mutuamente. Eurípides sostiene que sus obras son superiores porque están más cerca de la vida real, mientras que Esquilo afirma que las suyas son mejores porque en ellas hay personajes ideales que sirven de modelo de virtud a los atenienses.
Para resolver la contienda, Dioniso hace subir a ambos personajes a una balanza. Allí, los poetas pronuncian algunos versos de sus obras. La balanza se inclina a favor de Esquilo, quien resulta ganador de la competición. Dioniso decide entonces volver al mundo de los vivos con Esquilo en lugar de llevarse a Eurípides. Antes de marcharse del inframundo, Esquilo afirma que quien debe ocupar el trono mientras él no esté allí es Sófocles y no Eurípides. El coro elogia a Esquilo y expresa su anhelo de que el poeta ayude a los atenienses con sus versos.