No era Amaliwak un dios cabal; pero era un hombre que sabía; que sabía de muchas cosas cuyo conocimiento era negado al común de los mortales: que acaso dialogara, alguna vez, con la Gran-Serpiente-Generadora, que […] había engendrado los dioses terribles que rigen el destino de los hombres, dándoles el Bien con el hermoso pico del tucán, semejante al Arco Iris, y Mal, con la serpiente coral, cuya cabeza diminuta y fina ocultaba el más terrible de los venenos.
En el cuento de Carpentier, Amaliwak es el héroe de la historia. Esta condición heroica se remarca, desde el inicio, por su capacidad para comunicarse con los dioses, lo que lo convierte en un mediador entre la humanidad y la divinidad. No es un dios, sino un hombre respetado por su comunidad, debido a que posee conocimiento de lo divino; hasta se le atribuye la capacidad de comunicarse con la Gran-Serpiente-Generadora, la entidad que habría engendrado a los dioses. Es por eso que Amaliwak se convierte en el elegido para salvar y regenerar la vida en la tierra.
La mención de la creación divina del bien y del mal, que se manifiesta en la belleza y en el peligro de la naturaleza, advierte la necesidad de que los hombres aprendan a discernir lo bueno de lo malo para vivir en armonía entre sí y con los otros seres vivos, lo que se pondrá a prueba con la llegada del diluvio universal.
¿Por qué habré de ser yo […] el depositario del Gran Secreto vedado a los hombres? ¿Por qué se me ha escogido a mí para pronunciar los terribles conjuros, para asumir las grandes tareas?
Amaliwak conoce la tarea que se le ha encomendado, pero no sabe por qué ha sido el elegido para llevarla a cabo. A pesar de su sabiduría, parece abrumado por la incertidumbre, y sus preguntas demuestran su humildad y su reconocimiento de la carga que se le ha impuesto. Este momento de duda aparecerá varias veces en el relato, en la medida en que la aparición de otros advertidos y la espera de más órdenes divinas pongan a prueba su rol como el héroe elegido para salvar el mundo.
La Enorme-Canoa había roto su última atadura con la tierra. Flotaba. Y se lanzaba hacia un mundo de raudales abiertos entre montañas, raudales cuyo bramido continuo ponía pavor en el pecho de los hombres y animales. La Enorme-Canoa flotaba.
Este fragmento cierra la segunda parte del cuento, que se centra en la construcción de la Enorme-Canoa y la llegada del diluvio. En esta parte, se describe la incredulidad de las tribus frente a la posibilidad de que aquella embarcación inmensa sea puesta a navegar. Pero, así como la lluvia toma dimensiones colosales y sobrenaturales, la inverosímil canoa consigue el prodigio de despegarse de la tierra y flotar. Esta proeza sucede mientras humanos y animales se estremecen con el atronador sonido del diluvio, en una atmósfera que mezcla lo maravilloso con el temor frente a la catástrofe natural.
“¿Qué hace usted aquí?”, preguntó el hombre de Sin a Amaliwak. “¿Y usted?”, contestó el anciano. “Estoy salvando a la especie humana y las especies animales”, dijo el hombre de Sin. “Estoy salvando a la especie humana y las especies animales”, dijo el anciano Amaliwak. Y como las mujeres del hombre de Sin habían traído vino de arroz, no se habló más de cuestiones difíciles de dilucidar, aquella noche.
Este es el primer encuentro entre advertidos de la historia. Después de darse un abrazo, los hombres intercambian un diálogo breve en el que reconocen que se les ha asignado la misma tarea: la de salvar a la vida humana y animal. Frente al desconcierto que podría generar el saberse elegidos para realizar la misma misión, lo que podría poner en duda su rol como elegidos, los hombres deciden no hablar del asunto y optan, en cambio, por celebrar el encuentro. Este gesto, que se repetirá con la llegada de Noé, revela cierta inclinación de los advertidos por convivir en armonía, incluso en condiciones de adversidad e incertidumbre.
En la proa, […] un anciano, muy anciano, de largas barbas, recitaba lo inscripto en las pieles de los animales. Y lo recitaba a gritos, para que todos lo escucharan…
La primera descripción de Noé presenta al personaje bíblico como un anciano que se da aires de importancia, al tratar de imponer a gritos la lectura de sus escrituras, como si las revelaciones de su dios fuesen las únicas que importan. Amaliwak se muestra fastidioso con Noé, respondiendo a cada recitado con preguntas como “¿No fue acaso lo que hice?”, dándole a entender al recién llegado que no es el único advertido. De esta manera, el relato de Carpentier realiza una crítica, desde el punto de vista americano, a la hegemonía de la versión judeocristiana del mito del diluvio en la cultura occidental.
Todo está en saber si los hombres habrán salido mejores de esta aventura.
Las palabras de Noé introducen en la historia la dimensión moral y ejemplificadora del mito del diluvio. Se entiende que la intención de los dioses no es destruir lo que han creado, sino regenerar la vida mediante una lluvia que arrase con todo para purificar y volver al origen de la creación. Lo que está por verse, como bien señala Noé, es qué harán los seres humanos con esta oportunidad de comenzar de nuevo, lo que compromete el libre albedrío de los hombres frente al destino que se les ha impuesto.
Los Capitanes cenaron silenciosamente. Una gran congoja -inconfesada, sin embargo; guardada en lo hondo del pecho- les ponía lágrimas a las gargantas. Se había venido abajo el orgullo de creerse elegidos -ungidos- por las divinidades que, en suma, eran varias, y hablaban a los hombres de idéntica manera. “Por ahí deben andar otras naves como las nuestras”, dijo Our-Napishtim, amargo.
La llegada de Deucalión y Out-Napishtim cambia las condiciones del encuentro entre los advertidos. Ahora, en vez de celebrar juntos, los hombres comparten en silencio el desconcierto y la desilusión ante lo que ya no pueden ignorar: la realidad de que existen muchos dioses y muchos elegidos como ellos. Las palabras de Our-Napishtim expresan cómo han perdido el sentimiento de superioridad al comprender que su misión no es tan especial como creían. De alguna forma, esta experiencia de pérdida también implica una enseñanza sobre el relativismo cultural, es decir, sobre la idea de que ninguna cultura puede imponer su versión del mito como única y verdadera.
En ese instante La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo retumbó en los oídos de Amaliwak: “Apártate de las demás naves, y déjate llevar por las aguas”. Nadie, salvo el Viejo, escuchó el tremendo mandato. Pero a todos les ocurría algo, puesto que se marcharon de prisa, sin despedirse unos de otros, volviendo a sus embarcaciones. Cada una halló la corriente que le correspondía, en un agua que ya se pintaba a la manera de un río. Y, pronto, el anciano Amaliwak se encontró solo con su gente y con sus animales.
Justo en el momento en que los advertidos padecen la amargura de saber que hay muchos como ellos, cada uno recibe la orden de su dios de separarse y seguir el curso de las aguas que le corresponde. El hecho de que solo Amaliwak escuche el mandato de su dios sugiere la singularidad de su experiencia, pero esto se relativiza cuando el personaje percibe que los demás recibieron el mismo mensaje. En este fragmento, la historia sugiere que son los propios dioses los que deciden ponerle fin al breve momento de unión y camaradería, fomentando la división entre los seres humanos.
“Los dioses eran muchos -pensaba-. Y donde hay tantos dioses como pueblos, no puede reinar la concordia, sino que debe vivirse en desavenencia y turbamulta en torno a las cosas del Universo.” Los dioses se le empequeñecían.
Esta reflexión de Amaliwak expresa el conocimiento que ha adquirido de la experiencia que acaba de atravesar. El reconocimiento de que existen tantos dioses como pueblos es lo que lo lleva a concluir que la separación y el conflicto son inevitables. El momento de armonía y comunión a pesar de las diferencias ha quedado atrás y, de hecho, es justamente lo que tienen en común –la necesidad de creer en un dios o un grupo de dioses y de seguir sus mandatos– es lo que los ha separado. Por eso, Amaliwak siente que los dioses se le empequeñecen, no solo porque reconoce la relativa predominancia de cada dios, dado que solo dominan en su propio pueblo, sino también porque percibe que sus acciones son las que causan “desavenencia y turbamulta”. Esto indica una disminución en la estima y reverencia que Amaliwak sentía por las divinidades.
Pero, en eso, una oscura historia de rapto de hembra, dividió a la multitud en dos bandos, y fue la guerra. Amaliwak regresó rápidamente a la Enorme-Canoa, viendo cómo los hombres, recién salvados, se mataban unos a otros. Y según sus posiciones de combate en la costa elegida para su resurrección, era evidente que ya se había creado un Bando-montaña y un Bando-valle. Ya tenía éste un ojo colgándole de la cara; ya venía el otro con el cráneo abierto por una piedra. “Creo que hemos perdido el tiempo”, dijo el anciano Amaliwak poniendo su Enorme-Canoa a flote.
Estas palabras que cierran el cuento de Carpentier narran el fracaso del proyecto divino de regenerar a la humanidad, así como la desilusión de Amaliwak, que presencia la reaparición de la violencia y la discordia entre los humanos recién salvados del diluvio. No es casual que lo que dé inicio a la guerra sea un “rapto de hembra”, lo que remite a un motivo recurrente en la mitología de varias culturas: el secuestro de una mujer como origen del conflicto, como es el caso del secuestro de Helena que da inicio a la guerra de Troya en la mitología griega. La separación entre bandos sugiere la persistencia de la división como forma de estructurar las relaciones sociales, y la imagen de un hombre con un ojo colgado y otro con el cráneo abierto manifiesta que el conflicto siempre viene acompañado de violencia y muerte. La frase final de Amaliwak, “creo que hemos perdido el tiempo”, expresa su abatimiento ante la inutilidad de sus esfuerzos. Por eso, la historia se cierra en un tono de desesperanza y pesimismo, al mostrar a Amaliwak alejándose de los suyos, habiendo perdido la fe en los dioses y en los hombres.