Los cuerpos enfermos
La primera descripción del cuerpo enfermo es la del portero del doctor Rieux:
Rieux encontró a su enfermo medio colgando de la cama, con una mano en el vientre y otra en el suelo, vomitando con gran desgarramiento una bilis rojiza en un cubo. Después de grandes esfuerzos, ya sin aliento, el portero volvió a echarse. La temperatura llegaba a treinta y cinco, los ganglios del cuello y de los miembros se habían hinchado, dos manchas negruzcas se extendían en un costado. Se quejaba de un dolor interior (p.23).
A partir de esta imagen detallada, completa, reconstruimos las señales de que la epidemia se trata de la peste negra, tantas veces descrita en la literatura. Los cuerpos son la hoja en blanco sobre la que se escribe la historia de la enfermedad: “Había que atenerse a lo que se sabía, el entorpecimiento, la postración, los ojos enrojecidos, la boca sucia, los dolores de cabeza, los bubones, la sed terrible, el delirio, las manchas en el cuerpo, el desgarramiento interior y al final de todo eso…” (p.38).
La imagen del cuerpo en descomposición, purulento, con manchas negras y bubones inflamados, es vívida, y roza lo que hoy conocemos como gore, la representación realista y visceral de la violencia sobre los cuerpos:
Había que abrir los abscesos; era evidente. Dos golpes de bisturí en cruz y los ganglios arrojaban una materia mezclada de sangre. Los enfermos sangraban, descuartizados. Pero aparecían manchas en el vientre y en las piernas, un ganglio dejaba de supurar y después volvía a hincharse. La mayor parte de las veces el enfermo moría en medio de un olor espantoso (p.35).
La ciudad de Orán
A lo largo de toda la novela, las descripciones de los estados de ánimo de las personas tienen su reflejo en la descripción de la ciudad, y en cómo esta varía a lo largo de la peste. A partir de imágenes sensoriales, Camus refleja una ciudad que sufre los cambios de sus habitantes, pero que también los potencia. Para empezar, la novela inicia hablando la ciudad, y no de los personajes que la habitan o de las acciones relacionadas con la enfermedad que se cierne sobre ella, pero estas descripciones no cumplen solo la función del mero escenario de la acción, sino que encarnan el sentir de la población. El narrador dice, por ejemplo: “En nuestra ciudad, por efecto del clima, todo ello se hace igual, con el mismo aire frenético y ausente” (p.9). Ese aire es el que sostienen a lo largo del texto los personajes.
En la descripción de la ciudad se utilizan imágenes sensoriales, marcando qué es lo que se puede ver y qué no: “una ciudad sin palomas, sin árboles y sin jardines, donde no puede haber aleteos ni susurros de hojas, un lugar neutro” (p.9). Las imágenes auditivas, que marcan en toda la novela la progresión de la peste, aparecen como una ausencia, mostrando Orán como un lugar sin aleteos o susurros de hojas. Estas imágenes buscan reforzar la declaración subjetiva que las encabeza, donde se dice que es una ciudad fea.
El narrador dice también: “Durante el verano el sol abrasa las casas resecas y cubre los muros con una ceniza gris; se llega a no poder vivir más que a la sombra de las persianas cerradas” (p.9). Las diferentes estaciones se construyen sobre este tipo de imágenes, acompañadas por las diferentes temperaturas, y, a partir de ellas, se despliegan los comportamientos de la gente de Orán.
Más adelante, se dice:
Fue a mediados de ese año cuando empezó a soplar un gran viento sobre la ciudad apestada, que duró varios días (...). El aire levantaba olas de polvo y de papeles que azotaban las piernas de los paseantes, cada vez más raros (...). La ciudad desierta, flanqueada por el polvo, saturada de olores marinos, traspasada por los gritos del viento, gemía como una isla desdichada (p.140).
Nuevamente, en esta cita se atribuye a la ciudad el sentimiento de sus habitantes. El aislamiento, al igual que la desdicha, es de las personas, pero es la ciudad la que es una isla en la imagen.
La omnipresencia de la muerte
La muerte se hace presente en diferentes imágenes, a lo largo del texto, que exceden la presencia física de la peste y los cuerpos muertos. Por ejemplo, el atardecer de Orán es, más de una vez a lo largo del texto, de un azul “mortecino” (p.36).
Hay imágenes poéticas de un desarrollo mayor, como es la muerte de las flores:
Las flores ya no llegaban en capullo a los mercados, se abrían rápidamente y, después de la venta de la mañana, sus pétalos alfombraban las aceras polvorientas (...). [Las flores] ahora iban a adormecerse, a aplastarse lentamente bajo el doble peso de las pestes y el calor. (...) El sol de la peste extinguía todo color y hacía huir toda dicha” (p.97).
Inclusive imágenes como el perfil de las casas sugieren al narrador la presencia de la muerte: “Sólo el mar, al final del mortecino marco de las casas, atestiguaba todo lo que hay de inquietante y sin posible reposo en el mundo” (p.39). Todo en la ciudad remite a la muerte, inclusive el silencio y el color apagado de sus espacios. Dice, por ejemplo, el narrador: “Era una de esas horas en que la peste se hacía invisible. Aquel silencio, aquella muerte de los colores y de los movimientos podían ser igualmente efecto del verano que de la peste” (p.120). En esta última imagen no queda claro, de hecho, que el aire mortecino de la ciudad no anteceda a la peste, es decir, que no sea una cualidad intrínseca de Orán.
La peste como presencia demoníaca
El padre Paneloux da un discurso en el que afirma que la peste es un castigo divino, y utiliza para enfatizar y amedrentar a los fieles, en función de esta intención, la imagen del diablo. La peste representa el mal encarnado; el padre compone la siguiente imagen: “Vedle, a este ángel de la peste, bello como Lucifer y brillante como el mismo mal, erguido sobre vuestros tejados, con el venablo rojo en la mano derecha a la altura de su cabeza y con la izquierda señalando una de vuestras casas” (pp.83-84).
Además de poner el foco de atención sobre la imagen diabólica de la peste que crea el padre para amedrentar a los feligreses, podemos pensar en los efectos que tiene el uso de la figura de la personificación de la epidemia, más allá de su carácter demoníaco. Dice también Paneloux: “Acaso en este instante mismo, su dedo apunta a vuestra puerta y (...) la peste entra en vuestra casa, se sienta en vuestro cuarto y espera vuestro regreso. Está allí, paciente y atenta, segura como el orden mismo del mundo” (p.84). El hecho de que la peste bubónica sea imaginada como una conciencia, un ser maligno, que atraviesa la puerta del hogar de los fieles mientras asisten a su misa, y se sienta paciente a esperar el retorno de la familia para ejercer su poder mortal, refuerza la imagen atemorizante que el padre Paneloux se propone instalar en sus oyentes.