Resumen
A mediados de agosto está claro que la peste se ha tragado todo y a todos; “lo había envuelto todo” (p.140) dice el narrador. Un fuerte viento se levanta y llena las calles de polvo y silencio. La epidemia, antes centrada sobre todo en los barrios exteriores, ataca ahora el distrito comercial. En la cárcel del pueblo hay una alta mortalidad, y tanto los presos como los guardias enferman por igual.
Se desencadena una ola de violencia revolucionaria a pequeña escala, en la que algunos intentan superar a las fuerzas del orden y otros dan rienda suelta a su terror y rabia. Se impone entonces la ley marcial, con un toque de queda y otras normas restrictivas. Por la noche, cuando la ciudad está completamente a oscuras, "Orán parecía una enorme necrópolis" (p.144), una ciudad “}"donde la peste, la piedra y la noche hubieran hecho callar, por fin, toda voz" (p.144).
Una de las peores cosas de la situación es la imposibilidad de celebrar entierros y funerales. Se suprimen las ceremonias elaboradas; los sentimientos se hacen a un lado en favor del pragmatismo. Con el tiempo, los ataúdes se agotan y solo unos pocos comienzan a ser utilizados y saneados luego. El pequeño cementerio no tarda en llenarse; se derriban los muros y se invaden los terrenos vecinos para enterrar los cadáveres. Los entierros se convierten en una tarea nocturna.
Todas las actividades que rodean a las tumbas y los entierros requieren mano de obra. Sin embargo, el obrero enferma rápidamente por el contacto con los cadáveres. A pesar de los caídos, no es difícil encontrar trabajadores para estas tareas, porque, para algunos, "la miseria era más fuerte que el miedo" (p.148).
El narrador lamenta su incapacidad para ofrecer una escena espectacular en este punto, alguna hazaña o gesta heroica como las de las crónicas del pasado. Pero la realidad es que no hay nada menos "espectacular que una peste" (p.151). Es un adversario astuto e infatigable, “más eficaz cuanto más mediocre” (p.152).
La gente parece consumirse emocional y físicamente. Toda emoción parece trillada; no hay nada exaltado. Sienten la tristeza y el sufrimiento, sí, pero han dejado de sentir su “ardor” (p.152). Hay algunos destellos de esperanza al principio, pero estos, al igual que todo lo demás, se desvanecen. La gente solo vive en el momento presente. Resulta desconcertante cuando uno cae accidentalmente en la planificación del futuro, o en el placer de las cosas, solo para darse cuenta de lo inútil que es. Una persona así vuelve a caer naturalmente en el fango del desánimo.
En general, los ciudadanos de Orán son anodinos. "Perdían la apariencia del sentido crítico adquiriendo la apariencia de la sangre fría" (p.154). Los que habían destacado por haber encontrado o perdido el amor ya no son curiosos ni privilegiados. La calamidad ha afectado a todos y es asunto de la ciudad en su totalidad. El amor persiste, pero el narrador dice: "sencillamente no era utilizable, era pesado de llevar (...), estéril como el crimen o la condenación" (p.155).
Para el narrador, el momento más potente de cada día llega a primera hora de la tarde, cuando la gente está en la calle, pero no hace más que marcar el tiempo y crear un "enorme rumor de pasos y de voces sordas" (p.155).
Análisis
Este capítulo tiene su particularidad, ya que funciona casi como una pausa, una meseta en la trama. En estas páginas, el narrador hace una suerte de balance del estado de la ciudad, los cambios que produjo la peste en este corto tiempo y los efectos sobre sus ciudadanos.
Es evidente que el peor momento de la epidemia está por llegar, a pesar de que el narrador nos haya detenido por un tiempo para observar alrededor. En este interludio, inmediatamente anterior al pico de contagio, se dice que la peste “lo había envuelto todo” (p.140). En esta frase, y en el relato de los nuevos usos y costumbres, resulta claro que, finalmente, la enfermedad es un destino colectivo y no individual para los habitantes de Orán. Ahora sí, la peste ha llegado a todos lados y es un asunto de todos, a pesar de que prevalecen el miedo y la sensación de privación individual por las medidas sanitarias.
La gente ya no es la misma. Cuando sale por las tardes a la calle se crea un "enorme rumor de pasos y de voces sordas, el doloroso deslizarse de miles de suelas ritmado por el silbido de la plaga en el cielo cargado, un pisoteo interminable y sofocante, en fin, que iba llenando toda la ciudad" (p.155). La sociedad oranesa empieza a decaer físicamente a causa de la enfermedad, al igual que decae la propia ciudad: el comercio muere, el silencio reina, la gente vive sometida a los caprichos del clima y del bacilo de la peste. Todos los medios de transporte y comunicación modernos se detienen y Orán se convierte en un mundo carcelario, un limbo al que todos sus habitantes están condenados. La transformación de Orán, que pasa de ser una ciudad neutral e indiferente a una ciudad victimizada, cerrada y ocupada, es el centro de este capítulo.
La indiferencia da paso a una conciencia colectiva del dolor compartido gradual a medida que la epidemia invade todos los barrios y afecta a todos los ciudadanos, independientemente de su estatus social o su procedencia étnica. Dice el narrador, por ejemplo: “Desde el punto de vista superior de la peste, todo el mundo, desde el director [de la cárcel] hasta el último detenido, estaba condenado y, acaso por primera vez, reinaba en la cárcel una justicia absoluta” (p.142). Los guardias enferman tanto como los presos, y no hay condecoración del Ayuntamiento que los ampare. “Ya no había destinos individuales, sino una historia colectiva que era la peste y los sentimientos compartidos por todo el mundo” (p.140). Esta realidad que se vive, por ejemplo, en la cárcel, se extiende a todo espacio posible.
Sin embargo, resulta forzado sentenciar que a partir de esta transversalidad de la epidemia, de su ataque indiscriminado a cada miembro de la sociedad, es que nace la conciencia colectiva de que de la enfermedad debe salir la sociedad en su conjunto, estableciendo lazos de comunidad y solidaridad antes desconocidos. Las brigadas son destellos de solidaridad, acciones focales dentro de un panorama mayor de mucha abulia e individualismo. Lejos está el narrador de proponer que la transversalidad de la enfermedad sea en sí misma el catalizador de la conciencia colectiva y el sentimiento de comunidad.
Si bien antes la epidemia azotaba con fuerza en los barrios más pobres de la ciudad, poco a poco llega al centro, y se instala “en los barrios de los grandes negocios” (p.141). Sin embargo, los barrios populares siguen siendo más castigados que los ricos, tanto por la peste como por medidas sanitarias más extremas, así como por las necesidades económicas que se potencian. La solidaridad no es generalizada. Pero sí puede pensarse que, luego de este intervalo en la acción del capítulo 3, en el que se nos dibuja el panorama catastrófico de los efectos que está teniendo la peste en su avance, de su transversalidad, nace un espíritu de comunidad en la brigada sanitaria ideada por Tarrou.
Las descripciones que se hacen de la ciudad, las imágenes de sus barrios y paisajes circundantes, están minadas de sugerencias macabras. La muerte sobrevuela la ciudad, que “gemía como una isla desdichada” (p.140), porque la muerte lo invade todo: las flores se marchitan aplastadas por la peste y el calor; el cielo es de un “resplandor mortecino” (p.36) en el atardecer, al igual que los marcos de las casas. “El sol de la peste extinguía todo color y hacía huir toda dicha” (p.97), dice el narrador. La primavera ya no trae alegría y juegos; los habitantes de Orán están aplastados bajo el peso de la epidemia.
Sin embargo, si bien, por un lado, la muerte lo inunda todo y "Orán parecía una enorme necrópolis" (p.144), por el otro, los rituales asociados a la muerte se ven trastocados. Los seres queridos deben despedirse sin velatorio, sin funeral. Los cajones comienzan a reutilizarse hasta que, finalmente, se abren fosas comunes en las que se echan los cuerpos cubiertos de cal. Los entierros pasan a ser una actividad nocturna, reservada y silenciosa, en lugar del evento social reconocido por todos para despedir a un ser querido. Mientras la ciudad se vuelve un espacio tétrico e inhóspito, la muerte se convierte en una actividad que debe ser optimizada por la logística de las brigadas sanitarias, y es desprovista de todo ritual, concepto estético y uso cultural.
Por último, cabe en este capítulo hacer una mención a los hechos de rebeldía contra la autoridad que se producen en Orán durante la peste. En primer lugar, los incendios. Según el narrador, algunas personas, enloquecidas por la cuarentena, prenden fuego sus habitaciones o casas. Por otra parte, pequeños grupos armados más de una vez intentan franquear por la noche las puertas de la ciudad. Estos hechos promueven el estado de sitio, que se suma al estado de emergencia sanitaria por la peste.
El estado de sitio, es decir, la constitución de una suerte de prisión en la propia ciudad, el control policial extremo y la violencia institucional creciente, es otro de los pilares sobre los que se sostiene la lectura alegórica que Jean-Paul Sartre hace de La peste en relación con la ocupación nazi en Francia. El estado de sitio o estado de excepción otorga poderes generalmente casi absolutos a las fuerzas armadas de las naciones, ciudades o provincias, y suspende no solo el sistema político vigente, sino, generalmente, otras formas de comunidad paraestatales también. En el caso de La peste, no está allí puesto el foco. El estado de sitio es casi una mención más dentro de otras medidas tomadas por el Poder Ejecutivo de Argelia o de Orán (esta distinción no se aclara), y la atención se centrará en cómo la transversalidad del padecimiento promueve la creación de la brigada sanitaria pensada por Rieux, gestionada por Grand e integrada también por el padre Paneloux, Rambert, Castel y Tarrou.