La peste

La peste Resumen y Análisis Capítulo 4

Resumen

La brigada sanitaria está organizada: Rambert dirige el puesto de cuarentena en el hotel y Grand se ocupa de los datos y las cifras que le llegan. Rieux se encarga de los enfermos, junto a Tarrou, y Castel, de perfeccionar el suero para curar la peste.

Tarrou está bien de salud, pero sus anotaciones en el diario han perdido profundidad y diversidad; parece ahora interesarse, sobre todo, por Cottard. Cottard, por supuesto, sigue satisfecho con el discurrir de los días bajo la epidemia. El diario de Tarrou pinta la imagen de un hombre que parece florecer con la peste, que se alegra de estar con los demás compartiendo el malestar, en lugar de apartarse de la sociedad como solía hacer.

Rambert aún planea irse. Rieux le advierte, con afecto, que el juez Othon puede prenderlo. Rambert le da las gracias por la advertencia, y le pregunta por qué no intenta impedir su partida. Rieux suspira y dice que, a esta altura, no sabe lo qué es correcto y qué no, pero que debe aportar su granito de arena a la felicidad.

Finalmente, un buen día, Rambert consigue la estrategia para irse, y decide despedirse de la brigada. Tarrou lo acompaña hasta donde está Rieux, mientras comenta que el padre Paneloux está listo para sustituirlo en la estación de cuarentena. Sin embargo, Rambert ha cambiado repentinamente de opinión: va a quedarse a ayudar en la brigada hasta las últimas consecuencias.

Hacia finales de octubre, llega el momento de probar el suero de Castel; para Rieux, es la última esperanza. El hijo pequeño del juez Othon está muy enfermo. Rieux no duda en administrarle el suero. Tras la inoculación, Rieux, Paneloux, Tarrou, Grand y el doctor Castel se reúnen para observar los efectos. El niño se pone rígido, sufre, y luego se relaja. Después repite el ciclo, una y otra vez. La mayoría de estos hombres han visto morir a niños antes, pero no han visto la agonía de uno de ellos minuto a minuto, como ahora. Sienten angustia y espanto; un niño inocente está perdiendo la vida delante de ellos. El niño, a menudo, jadea y tiene temblores; luego, se hunde de nuevo en su languidez. Grita. Justo cuando Rieux está a punto de huir, por no poder soportar más los gritos, el niño muere.

Rieux se mueve para salir de la habitación y, al pasar por delante de Paneloux, que le tiende la mano, estalla, diciendo, en referencia al discurso del párroco, que el niño era inocente de todo pecado, y que Paneloux lo sabe tan bien como él. Cuando Paneloux sugiere que algo así sobrepasa el entendimiento humano y que deben amar incluso lo que no pueden entender, Rieux responde que él tiene una concepción diferente del amor, y que nunca podrá amar un esquema de cosas en el que los niños son torturados. Sin embargo, añade, para conciliar, que sabe que él y Paneloux trabajan por lo mismo, y que están unidos más allá de las diferencias.

Paneloux prepara en esos días un segundo sermón para la ciudad y le dice a Rieux que debe ir a escucharlo. El día de la misa hay mucho viento, y la iglesia no está tan llena como la primera vez; la gente se ha vuelto menos religiosa y más supersticiosa. Paneloux se expresa en un tono más suave, y habla de nosotros en lugar de vosotros esta vez. Conversa de cómo nada en la tierra es más horrible que el sufrimiento de un niño y, naturalmente, buscamos entenderlo y razonar con él. Cuando no es posible entender, para el cristiano, dice, la última opción es creerlo todo o negarlo todo. La prueba es el todo o la nada, y Rieux se da cuenta desde los bancos de la iglesia que, para algunos feligreses, esto debe sonar a herejía. Paneloux dice que su elección es creerlo todo para no negarlo todo. Esto huele a fatalismo para el común de la gente, pero para Paneloux se trata de un fatalismo "activo" (p.188). No hay que promover la peste como los apestados de Persia, que arrojaban harapos a los equipos sanitarios para que diesen peste a los infieles, pero tampoco ser como los monjes de El Cairo, que daban la comunión sosteniendo la hostia con pinzas por el profundo terror al contagio. Simplemente, hay que encontrar en las tinieblas del presente el modo de avanzar haciendo el bien.

Por esos días, Paneloux tiene que abandonar su habitación y alojarse en casa de una parroquiana. Es ella quien descubre una mañana que el padre no se ha levantado porque se siente mal. Le propone llamar a un médico, pero él se niega. Cuando empeora, debe internarse en el hospital. Allí, Rieux lo cuida hasta que muere, luego de toser un coágulo de materia roja. El caso es clasificado como dudoso, por no coincidir con los síntomas de la peste.

La versión neumónica de la epidemia, que probablemente tuvo en Paneloux una de sus primeras víctimas, se extiende rápidamente. Esta es más contagiosa y más mortal. El suministro de alimentos se ve afectado y los pobres comienzan a resentirse aún más con los ricos, ya que la peste no parece afectar a todos por igual. La propaganda es optimista, a pesar de las muertes. Ver a los verdaderos héroes y la realidad de la peste solo es posible cuando se acude a los depósitos de cuarentena o a los campos de aislamiento. Estos campos son temidos y despreciados por todos.

A finales de noviembre, una tarde en la que descansan en la terraza del viejo asmático, paciente de Rieux, Tarrou le pregunta al doctor si puede tomarse una hora libre por amistad, y Rieux sonríe y dice que sí. Tarrou comienza su relato diciendo que él ya tiene la peste. Cuando era joven, vivía de un modo inocente. Le iba bien, y tenía una buena relación con su padre, un abogado fiscal. Un día, el padre de Tarrou lo invitó al tribunal, donde debía hablar. El joven aceptó, pero en lugar de quedar impresionado, se espantó porque su padre pidió la pena capital para el criminal, al punto que dejó la casa familiar. Tarrou experimentó la pobreza después de dejar su rico hogar. Se interesó por la pena de muerte y se convirtió en un militante contra ella. Finalmente, dice que ninguna persona puede mover un dedo sin correr el riesgo de provocar la muerte de otra persona, y que por eso todos tienen la peste. No siente paz, pero quiere encontrarla de alguna manera. Cuando termina de hablar, el médico le pregunta si tiene una idea del camino para conseguir la paz. Tarrou responde que es el camino de la simpatía; en esencia, dice intentar ser un santo sin creer en Dios. Tarrou sugiere que los dos hagan algo: darse un baño en el mar. Rieux acepta y los hombres bajan a la playa. Se desnudan y se meten en el agua. Flotan y se dejan llevar, completamente en paz. Se sienten libres de la ciudad y de la peste por un momento.

Grand no aparece durante las fiestas de diciembre, así que Tarrou y Rieux van a buscarlo. Lo ven de pie en la calle, con lágrimas en el rostro. Rieux le sugiere que se vayan a casa, pero Grand sale corriendo frenéticamente y luego cae al suelo, evidentemente enfermo. Tarrou y Rieux lo llevan a su casa, y como no tiene familia, deciden que se quede allí en lugar de ser evacuado. Durante toda la noche, Rieux es atormentado por la idea de la muerte inminente de Grand, pero a la mañana siguiente este está muy mejorado. Al mediodía, no hay ningún cambio en su condición, y al anochecer está claro que está totalmente fuera de peligro. Rieux está desconcertado.

En otra parte de la ciudad, una joven se recupera del mismo modo que Grand, y en un encuentro, el viejo asmático le dice, alegremente, que las ratas han vuelto a Orán.

Análisis

Este es, posiblemente, el capítulo más profundo de la novela. Los personajes sufren cambios importantes, la ciudad se ve completamente transformada y el texto alcanza una suerte de clímax con algunas muertes cruciales, que ponen el foco en el sentido de la existencia humana y el costado más filosófico del relato.

En primer lugar, uno de los personajes que sufre un gran cambio es el de Joseph Grand. Si bien, en una primera parte, su nombre era una suerte de ironía con respecto a su existencia mediocre y pequeña, su grandeza se pone de manifiesto en su participación admirable en la brigada. Grand no pierde jamás las energías, se pone a disposición completa de las necesidades del grupo y deja de lado, inclusive, su obsesión con la novela que estaba escribiendo. Su apellido pasa de ser una ironía a convertirse en un nombre parlante, aquel que es muy común en la literatura tradicional y vincula el modo de llamar a un personaje con cualidades de su personalidad o aspecto. Joseph es, finalmente, grande de espíritu y fortaleza.

Por su parte, Rambert también toma la decisión de brindarse a la brigada y a los enfermos, justo antes de partir. Ya algo se había modificado en él a partir del final del segundo capítulo, cuando se entera de que el doctor Rieux tiene, como él, a su amada (y esposa) fuera de la ciudad. Se siente algo avergonzado, y a partir de allí decide colaborar con la brigada hasta conseguir un salvoconducto para salir de Orán. Sin embargo, algo sucede en medio de todas las tratativas que lo hace cambiar rotundamente de opinión y profundizar su compromiso. Se siente ya parte de la ciudad, de la comunidad, y surge en él una genuina y espontánea necesidad de brindarse al prójimo.

Menos espontánea y más deliberada es la actitud de Tarrou, que desde un primer momento se siente convocado a colaborar, como un miembro de Orán, a pesar de ser un forastero. Su participación es progresiva, pero no podría decirse que sufre una transformación radical, sino más bien que profundiza sus convicciones y las lleva a su máxima consecuencia.

La historia de Tarrou, que se repone en esta parte, abre la puerta a un tópico que no es de los principales, pero no deja de ser un tema importante en el relato, ya que tiene que ver con ideas de Camus que aparecen en otros textos, como El extranjero y Los justos. Se trata de la pena de muerte, y surge en la biografía de Tarrou en La peste, con algunos detalles que la vinculan a la biografía del propio Camus. Tarrou dice haber quedado espantado, y distanciado de su padre para siempre, luego de verlo pedir la pena capital para un acusado en el tribunal. Albert Camus fue un ferviente opositor de la pena de muerte bajo todas sus formas, una condena vigente en Francia durante su tiempo. El padre de Camus, por su parte, asistió una vez a la ejecución de un reo por curiosidad. Cuando volvió a la casa, el pequeño Camus quedó impresionado al verlo totalmente desencajado por la impresión que la experiencia le había dejado. Ya adulto, el escritor presenció ejecuciones durante la ocupación nazi de Francia y luego, recobrada la libertad de la nación gala, asistió a juicios donde vio cómo, ahora en sentido contrario, se pedía enfurecidamente la pena de muerte para los acusados. Estas experiencias determinaron de por vida su posición con respecto a la pena capital.

Tarrou menciona también su participación pasada en movimientos políticos que buscaban una mejora en la humanidad, pero que recurrían al asesinato y lo justificaban con elaborados y convincentes argumentos, quitándole su peso real. Acá puede verse una crítica de Camus hacia los totalitarismos comunistas. El escritor, que había participado en el Partido Comunista de Argelia y se consideraba de izquierda, era cada vez más crítico con los regímenes como el de la Unión Soviética y con los intelectuales franceses que lo apoyaban. Esta crítica se profundizaría en su obra filosófica El hombre rebelde, y culminaría con el fuerte debate público con su antiguo amigo, el también filósofo y escritor existencialista Jean-Paul Sartre.

El personaje de Paneloux resulta ser de los más interesantes, ya que encarna, en sus sermones y sus conversaciones con Rieux, muchos de los pensamientos de Camus en torno a la religión cristiana. Paneloux, a diferencia de Tarrou, experimenta a partir de la muerte del niño Othon una reorganización de su fe y un trastrocamiento de sus ideas religiosas. Si en su primer sermón hablaba de castigo divino por los pecados cometidos por la sociedad oranesa, ahora, ante la agonía de un inocente frente a sus ojos, comprende que la peste contiene algo más. Su segundo sermón ya no es dirigido a un “vosotros” como el primero, sino que ahora se incluye a sí mismo en sus propias palabras y habla de “nosotros”. Desde una concepción fatalista, acepta ahora la peste como un designio divino que no puede ser modificado, pero que, no por eso, debe llevar a la pasividad de los fieles. Se trata más bien de un camino que de un castigo. Propone un fatalismo “activo” (p.188). La fe no debe perderse, aun ante el sufrimiento de un niño: “Así también nosotros debemos persuadirnos de que no hay una isla en la peste. No, no hay término medio. Hay que admitir lo que nos causa escándalo porque si no habría que escoger entre amar a Dios u odiarle. Y ¿quién se atrevería a escoger el odio a Dios?” (p.189). Para él, “es posible que debamos amar lo que no podemos comprender” (p.181).

La solidaridad con los enfermos tiene diferentes manifestaciones en La peste. Para el personaje de Tarrou, se trata de una simpatía por el ser humano y una rebelión contra la muerte. Todos los hombres cargan con una peste que puede ser contagiosa, es decir, que las acciones de todos pueden repercutir en los otros de diferente modo. Su solidaridad está impulsada por el deseo de estar en paz consigo mismo y sus acciones. De esta forma, busca alcanzar una suerte de santidad atea.

Para el Dr. Rieux, como vimos anteriormente, la solidaridad se basa en la honestidad. Interrogado por Rambert, dice que, en su caso, se trata de hacer lo mejor que pueda su trabajo y no defraudar a los que cuentan con él. No acepta el mal de la epidemia, mira de frente a la peste y la combate desinteresadamente. En el fondo, el doctor Rieux es un humanista: considera que lo importante no es amar a alguien en particular con todas las fuerzas, sino de ayudar a todos los hombres por igual. A diferencia de Tarrou, que ha meditado largamente en sus convicciones y las ha puesto a prueba, Rieux realiza su tarea con una convicción profunda también, pero inexplicable. Es algo que le brota naturalmente, sin someterlo a pruebas intelectuales.

Lo que motiva la solidaridad del padre Paneloux, a diferencia del pragmatismo material de Rieux, es la salvación espiritual. La muerte del niño Othon lo hace dudar de sus convicciones religiosas, pero finalmente resuelve que es una obra de Dios y que debe amarla aun sin comprenderla, y debe hacerlo sin abandonar a los enfermos, sino acompañándolos y luchando codo a codo por su salud espiritual y la de la brigada.

El tema de las diferentes representaciones de la solidaridad refleja el motivo del hombre rebelde que está presente en gran parte de la obra ficcional y filosófica de Camus. Para Camus, no es la revolución, sino la rebelión constante lo que impulsa al hombre crítico, activo y humanista, y lo protege de la tiranía que se autoproclama defensora de la libertad. Los personajes de la novela se rebelan contra el sinsentido de la vida que presenta el encuentro con el sufrimiento y la muerte que todo lo destruyen. Su rebelión individual (la santidad, la honestidad, la religión, etc.) se transforma en una epopeya colectiva casi naturalmente. La solidaridad no acaba con la peste, pero sí la hace más soportable y da un sentido a la vida de los hombres que luchan contra ella.

A través de estos personajes específicos, el narrador dice dar cuenta objetivamente de algo que se replicaba por toda la ciudad. No los glorifica como héroes porque, nos aclara, ellos no son los únicos que están en los equipos de voluntarios y que ofrecen su solidaridad, sino que son los personajes que el narrador puede atestiguar de forma cercana y objetiva, porque ha estado entre ellos.

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