Tan razonable como representar una prisión de cierto género por otra diferente es representar algo que existe realmente por algo que no existe.
Esta cita reproduce el epígrafe de la novela. Camus toma esta frase del texto del célebre Daniel Defoe Serias reflexiones de Robinson Crusoe. En 1722, Defoe publica el Diario del año de la peste, al que erróneamente se suele atribuir la cita del epígrafe y en el cual combina, como simula hacer Camus, elementos ficcionales con testimonios de la época, narrado por una voz que se presenta también como testigo de la epidemia que azotó Marsella en aquellos años.
El modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere. En nuestra ciudad, por efecto del clima, todo ello se hace igual, con el mismo aire frenético y ausente. Es decir, que se aburre uno y se dedica a adquirir hábitos. Nuestros conciudadanos trabajan mucho, pero siempre para enriquecerse. Se interesan sobre todo por el comercio, y se ocupan principalmente, según propia expresión, de hacer negocios. Naturalmente, también les gustan las expansiones simples: las mujeres, el cine y los baños de mar. Pero, muy sensatamente, reservan los placeres para el sábado después de mediodía y el domingo, procurando los otros días de la semana hacer mucho dinero.
En las primeras páginas del capítulo 1, el narrador presenta la ciudad en la que transcurrieron los hechos. Allí, vemos la población que será protagonista de la peste. Se trata de hombres y mujeres que viven una vida frenética pero monótona, concentrada mayormente en conseguir dinero. No representan una comunidad conectada entre sí y solidaria, sino fuertemente individualista.
Los justos no temerán nada, pero los malos tienen razón para temblar.
A comienzos de la peste, el padre realiza un sermón público en la Catedral al que concurre buena parte de la población. Allí, impulsa su visión de que la enfermedad es un castigo divino, comparando la peste con las plagas que aparecen en la Biblia para azotar a los enemigos de Dios. Como se ve en la cita, afirma que los justos y los inocentes no tienen por qué temer.
Más adelante, la experiencia de la enfermedad hará que el padre se cuestione sus palabras. A partir de ello, elabora una nueva visión fatalista sobre la crisis, entendiendo que es necesario amar la enfermedad, aunque no se la comprenda.
La tarde que lo esperaba, el doctor Rieux estaba mirando a su madre, tranquilamente sentada en una silla en un rincón del comedor. Allí era donde pasaba sus días cuando el cuidado de la casa no la tenía ocupada. Con las manos juntas sobre las rodillas, esperaba. Rieux no estaba muy seguro de que fuese a él a quien esperaba. Sin embargo, algo cambiaba en el rostro de su madre cuando él aparecía. Todo lo que una larga vida laboriosa había puesto de mutismo en ese rostro, parecía animarse un momento.
Esta cita es el ejemplo más contundente del rol que la señora Rieux tiene en la vida de su hijo. Durante la novela, el doctor Rieux se presenta como un ejemplo del hombre rebelde, que se enfrenta al absurdo de la vida, sacrificando su propia felicidad para ponerse al servicio de los otros. Lo hace naturalmente, sin poder explicarlo en una razón moral o intelectual. Sin embargo, este sacrificio tiene un costo físico. Rieux trabaja duramente en largas jornadas, en las cuales las muertes suelen ser inevitables. Cuando llega a su casa, se encuentra con su madre, una señora sencilla y calma que se dedica a las tareas de la casa y reconforta a su hijo con su serenidad frente a la peste. Con su presencia maternal, las cargas de la profesión se alivian un poco.
—Tiene usted razón, Rambert, tiene usted enteramente razón, yo no quería por nada del mundo desviarlo de lo que piensa hacer, que me parece justo y bueno. Sin embargo, es preciso que le haga comprender que aquí no se trata de heroísmo. Se trata solamente de honestidad. Es una idea que puede que le haga reír, pero el único medio de luchar contra la peste es la honestidad.
—¿Qué es la honestidad?— dijo Rambert, poniéndose serio de pronto.
—No sé qué es en general. Pero, en mi caso, sé que no es más que hacer mi oficio.
Este diálogo es central para comprender al personaje del doctor Bernard Rieux. Hablando sobre el plan que tiene Rambert de escapar ilegalmente de Orán para reunirse con su amada, el médico desnuda su motor para luchar contra la peste: la honestidad. No se trata de una honestidad abstracta o ligada a una verdad universal, general. Rieux no sabe lo que es la honestidad como concepto; solo sabe lo que significa ser honesto para él mismo: cumplir con su trabajo. Algo que parece simple desnuda una posición filosófica. Este personaje es un hombre ejemplar, coincidente con el concepto de hombre rebelde de Camus, siendo un fiel reflejo del ideal de solidaridad. En la palabra “oficio” se ve concentrado todo su accionar: combatir la muerte, ocuparse de la salud de sus pacientes, ofrecerse a todos más allá de su felicidad personal.
—¿Es que ustedes han escogido y han renunciado a la felicidad?
No respondió ninguno de los dos. El silencio duró mucho tiempo hasta que llegaron cerca de la casa del doctor. Rambert repitió su última pregunta, todavía con más fuerza, y solamente Rieux se volvió hacia él. Rieux se enderezó con esfuerzo:
—Perdóneme, Rambert —dijo—, pero no lo sé. Quédese con nosotros si así lo desea (...), nada en el mundo merece que se aparte uno de los que ama. Y, sin embargo, yo también me aparto sin saber por qué.
Esta cita funciona como un complemento de la anterior. Rambert, que pretende irse de la ciudad por todos los medios para buscar a su amada, se encuentra perplejo frente al accionar del doctor Rieux y de Tarrou, quienes combaten tenazmente la enfermedad, haciendo a un lado su propio bienestar.
Habiéndole explicado que su motivación se basa en un sentimiento de honestidad, ahora Rieux se ve enfrentado a decir de dónde proviene ese sentimiento que lo obliga a ocuparse de la salud de sus pacientes más allá de todo. Luego de un silencio largo y profundo, confiesa que no sabe cómo responder. No hay un afán de lucro o de prestigio. Simplemente, es algo que le sale naturalmente, sin intelectualizarlo. Es una convicción profunda e incuestionable.
La salvación del hombre es una frase demasiado grande para mí. Yo no voy tan lejos. Es su salud lo que me interesa, su salud, ante todo.
Esta frase marca dos modos de enfrentarse al absurdo de la vida. Para Camus, que la vida termine en la muerte denota su falta de sentido. Frente a esto, se presentan varias soluciones o caminos posibles.
Una de ellas, representada en el personaje del padre Paneloux, es la fe cristiana. Frente a la peste, el jesuita acompaña a los enfermos consolándolos y rezando. Enfrenta a la muerte que trae la enfermedad desde una concepción fatalista, entendiendo que se trata de los designios de Dios, y que lo importante es ocuparse de la salvación celestial de las almas.
Rieux, por el contrario, no es religioso. Su manera de enfrentarse a la muerte es ocupándose de lo material, ofreciendo su solidaridad con sus pacientes. Su trabajo es en el aquí y ahora, cuidando de los cuerpos. Amar a los hombres es hacer todo para curarlos en esta vida, no en una vida futura cuya existencia es incierta. Sin embargo, si bien son posiciones contrarias, en la novela encuentran, al final, una conciliación.
—Lo comprendo —murmuró Paneloux—, esto subleva porque sobrepasa nuestra medida. Pero es posible que debamos amar lo que no podemos comprender.
Rieux se enderezó de pronto. Miró a Paneloux con toda la fuerza y la pasión de que era capaz y movió la cabeza.
—No, padre —dijo—. Yo tengo otra idea del amor y estoy dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados.
La conversación entre el padre Paneloux y Rieux permite apreciar las posiciones contrarias que ambos tienen frente a la enfermedad. Por un lado, Rieux es un médico ateo, que combate la enfermedad con los conocimientos de su oficio, sacrificando su bien personal en pos de la solidaridad con los demás. No encuentra en la peste un sentido más allá de su práctica. Por el otro lado, Paneloux es un hombre religioso que entiende la realidad a partir de su concepción cristiana. La peste trastoca su visión. Primero, sostiene que se trata de un castigo divino que afecta a los malos, así como las plagas bíblicas afectaron a los enemigos de Dios. Pero luego de asistir al sufrimiento y muerte de Jacques, el inocente hijo del señor Othon, se encuentra desconcertado. En la cita vemos su cambio de parecer frente a la enfermedad.
—Vuelvo a pedirle perdón por lo de antes —le dijo—, una explosión así no se repetirá.
Paneloux le alargó la mano y dijo con tristeza:
—¡Y, sin embargo, no lo he convencido!
—¿Eso qué importa? —dijo Rieux—. Lo que yo odio es la muerte y el mal, usted lo sabe bien. Y quiéralo o no estamos juntos para sufrirlo y combatirlo.
Rieux retenía la mano de Paneloux.
—Ya ve usted —le dijo, evitando mirarle—. Dios mismo no puede separarnos ahora.
A pesar de la contraposición entre las visiones que tienen el padre Paneloux y Rieux, que provocan en este último una apasionada reacción, en el fondo ambos están hermanados. Como se ve en esta cita, ninguno de los dos logra convencer al otro. Sus ideologías son muy opuestas. Sin embargo, Rieux, que minutos antes reaccionó con violencia, tiende una mano al padre. Se da cuenta de que ambos, a su modo, trabajan como compañeros para apaciguar los efectos de la peste. Más allá de las diferencias de ideas, el fin común puede convertir las posturas aparentemente más incompatibles en complementarias.
He llegado al convencimiento de que todos vivimos en la peste, y he perdido la paz. Ahora la busco, intentando comprenderlos a todos y no ser enemigo mortal de nadie. Sé únicamente que hay que hacer todo lo que sea necesario para no ser un apestado y que sólo eso puede hacernos esperar la paz o una buena muerte a falta de ello.
Tarrou es presentado como un santo laico y ateo. A diferencia de Rieux, quien se ve empujado hacia la solidaridad de manera irreflexiva, casi naturalmente, él tiene un pasado de militancia política y una larga reflexión sobre su accionar. En esta cita, podemos ver cómo su dedicación en el combate de la peste tiene una base filosófica. Todos en la sociedad, para Tarrou, están conectados en su accionar. Lo que haga un hombre puede resultar en el sufrimiento de otro. Por eso, acabar con la peste es una responsabilidad colectiva, no solo de las autoridades políticas y de los médicos.