Resumen
Aunque la plaga parece remitir, el pueblo no se ha entregado del todo a la celebración y la alegría. El pasado no puede ser restaurado todo de una vez. Sin embargo, a medida que el clima fresco se impone en enero, la enfermedad pierde mucho terreno. El suero de Castel avanza y todos los nuevos tratamientos resultan meritorios. Aunque algunos enfermos siguen muriendo, entre ellos el juez Othon, por ejemplo, la epidemia retrocede.
Tarrou, Rambert y Rieux se unen a la multitud la noche de Navidad y se sienten como si caminaran sobre el aire. La pena se mezcla con la alegría; Tarrou se alegra al ver un gato; es el primero que ve desde la primavera.
El diario de Tarrou en este momento es, para el narrador, menos objetivo que antes: salta de un punto a otro y no necesariamente toma nota de los acontecimientos más relevantes. Tiene anotaciones sobre Grand, que está convaleciente, y luego vuelve a enfocarse en el trabajo de la brigada, para después versar sobre Cottard. Habla positivamente de la madre del doctor Rieux, porque le recuerda a su propia madre.
En lo que respecta a Cottard, el contrabandista depresivo comienza a perturbarse ante el retroceso de la peste. A medida que las cosas mejoran, se retira y se relaciona cada vez menos con el mundo exterior. Tarrou le sugiere que todo el mundo podría intentar tener una nueva vida luego de la epidemia, que no todo debe volver necesariamente a como era antes. Por un momento, Cottard se siente esperanzado. Sin embargo, mientras los dos hombres caminan por la noche, otros dos se acercan a ellos, le preguntan a Cottard por su identidad, y este huye, desesperado. Los hombres se dirigen a Tarrou y le dicen que necesitan obtener información sobre Cottard. De este modo, termina el diario de Tarrou.
Mientras tanto, Rieux espera un telegrama de su mujer. Él está lleno de expectativas con respecto a su cura y a volver a verla. Cuando regresa a casa, sin embargo, lo espera una mala noticia. Su madre le dice que Tarrou no se encuentra bien. Podría ser la peste, aunque Rieux no logra confirmar nada. Él y su madre acuerdan mantener al amigo en su casa y velar por él. El médico observa la lucha de su cuerpo, y sabe que solo pueden contar con la suerte. Tarrou lucha contra la enfermedad en silencio y con firmeza.
Una noche, Rieux cancela sus consultas y se sienta junto a la cama del agonizante Tarrou. Ve que su amigo se desvanece poco a poco, y finalmente muere. A la mañana siguiente, llega un telegrama anunciando también la muerte de su esposa. Rieux lo esperaba; piensa que, de alguna manera, este sufrimiento no es nada nuevo para él.
La ceremonia de apertura de las puertas de la ciudad tiene lugar en febrero. La ciudad se llena de júbilo mientras los trenes se preparan para entrar y salir. Los amantes que se reencuentran tiemblan de expectación y emoción. Rambert y su amada se abrazan con lágrimas en los ojos, y él se maravilla de lo extraño y espectacular de la situación. Rieux camina solo por las calles y poco a poco empieza a sentir una conexión con la "masa hirviente y clamorosa" (299), que tiene que ver con todo lo que han sufrido juntos los habitantes de Orán.
Llegado este punto, Rieux confiesa que es él mismo el autor de la crónica. Afirma que ha tratado de ser objetivo y fiel a la verdad, y que ha utilizado únicamente los documentos que le llegaron. Aclara que siempre se puso del lado de las víctimas y que solo aportó sus historias personales cuando estas podían arrojar luz sobre la situación en términos más universales. Por todo esto, creyó que lo mejor era ocultar su verdadera identidad y colocarse como personaje del relato.
Luego de esta confesión, Rieux continúa su narración. Se aleja caminando de las zonas de celebración de la ciudad para dirigirse a la calle donde viven Cottard y Grand. Lo sorprende un cordón policial, y más aún que se oyen disparos. Grand se acerca por detrás; conmocionado, pregunta qué pasa y, antes de obtener respuesta, dice: “es la ventana de Cottard” (p.250). Rieux, mirando hacia el edificio, se da cuenta de que es Cottard quien dispara desde dentro. Pero la policía finalmente irrumpe en el lugar y saca a Cottard, enloquecido. Los agentes lo golpean y se lo llevan.
Después de toda esta situación, Grand le confía a Rieux que ha escrito una carta a su ex-esposa, Jeanne, y que ha vuelto a empezar el manuscrito de la novela, esta vez omitiendo todos los adjetivos innecesarios.
Luego de despedirse de Grand, Rieux visita al viejo asmático, su viejo paciente, y le pregunta si puede subir a su terraza. Todo es exactamente como la noche en que él y su amigo Tarrou estuvieron allí, pero el ambiente es totalmente diferente. Es el momento en el que Rieux dice haberse dado cuenta de que debía redactar su crónica registrando todo lo sucedido, por lo que "no debe ser uno de los que callan, sino que debe dar testimonio a favor de esos apestados" (308). Sin embargo, mientras escucha a la gente exultante de abajo, recuerda lo efímera que puede ser la alegría, ya que la peste puede permanecer latente durante años y volver.
Análisis
Hacia el final de la novela, el narrador confiesa que él es el doctor Bernard Rieux. La crónica de la peste es producto de la necesidad que siente de dejar un testimonio de lo sucedido, es decir, dejar asentadas las formas en las que la vida en la ciudad se alteraron, a las personas que sufrieron y murieron por la enfermedad, los actos de heroísmo de los hombres comunes y el deseo profundo de vivir de los oraneses. Se dice a sí mismo que, si nadie realiza esta crónica, esas vidas quedarán en el olvido. Es por eso que Rieux se esfuerza por ser, y cree ser, objetivo y fiel a la verdad, al recoger diversos testimonios y copiar documentos como el diario de Tarrou.
Sin embargo, cabe que cuestionemos dicha objetividad. Los testimonios y el registro de los movimientos que el doctor decide hacer hablan más de él que de la gente de Orán. Para empezar, los protagonistas con nombre y apellido son varones. La participación de las mujeres en La peste se limita a la amada, apenas descrita, de Rambert, que funciona más como objeto de deseo que como sujeto de un romance; la madre de Rieux, que cumple el rol de mujer que cuida de la casa y de su hijo en reemplazo de su nuera y es casi la única que tiene voz en el relato; la esposa de Rieux, que se mantiene, como la amada de Rambert, abstracta y difusa, en las afueras de la ciudad. Hay otras mujeres, como la señora que aloja al padre Paneloux en su casa en sus últimos días, pero que no es más que el mismo arquetipo de mujer-cuidadora de la madre de Rieux, pero en versión pormenorizada. No hay mujeres heroínas, no hay mujeres que se cuestionen el sentido de la vida, la religión o que participen en las brigadas sanitarias.
Del mismo modo ocurre con el origen europeo de estos varones. Para los años 40, la independencia de Argelia no había llegado. En ese momento, a pesar de la ocupación francesa, había una relación fluida con las costas españolas, que se debía a los casi tres siglos de dominio español, y tenía como resultado el hecho de que la presencia española era inclusive mayor que la francesa. Pero, a pesar de estos datos, lo importante, que resulta inclusive absurdo tener que aclararlo, es recordar que Orán es una ciudad argelina y, como tal, árabe. En La peste, sin embargo, los personajes principales son todos franceses, y a los españoles se les reservan las actividades ilícitas como el contrabando. Los árabes brillan por su ausencia, aun cuando representaban más de la mitad de la población de la ciudad, y eran los habitantes originarios de la región. La tarea de Rieux, según él mismo, ayudará a contribuir a la memoria colectiva de la tragedia, y se presenta también como un mensaje al futuro. Sin embargo, luego de esta aclaración, queda claro que esa memoria colectiva es la de los varones blancos y europeos que habitaban Orán por aquellos años, y que son quienes escriben la historia.
En toda la obra de Camus podemos apreciar el elogio constante de la vida sencilla. Ante la pérdida irremediable de las expectativas del yo, la idea de vida simple, que emerge de la sabia pobreza de la que Camus disfrutó en su infancia, puede resultar útil. Sirve para ayudarnos a comprender una reacción diferente ante esta falta de sentido de la vida o la inevitabilidad de la muerte. Para Camus, la pulsión rebelde, presente en Tarrou, el doctor Rieux y el padre Paneloux, no nace necesariamente del oprimido: puede también nacer de la identificación ética con el otro oprimido. Mientras la gente se alegra por el fin de la enfermedad, el doctor Rieux sabe que el bacilo de la peste descansa y puede despertar en cualquier momento. Sin embargo, algo nos dice que una y otra vez su accionar sería el mismo: brindarse al otro espontáneamente y conducirse guiado por la honestidad. Es pesimista, sí, pero activo. Al igual que el padre Paneloux, comprende que, ante la inevitabilidad del destino fatal, no necesariamente hay que actuar con abandono.
Cabe preguntarse por qué La Peste termina, en el nivel de la trama, con el episodio de violencia de Cottard. En primer lugar, podemos pensar que el sentido de comunidad, la idea de que los oraneses en su conjunto estaban viviendo lo mismo, presente durante la peste, comienza a perderse entre los festejos. El individuo, en última instancia, y su experiencia del mundo, es irremplazable. Cottard, que se sentía finalmente miserable entre miserables, nuevamente deja de estar vinculado o conectado con los demás, y no puede tener un nuevo comienzo, como había conversado con Rieux días atrás, porque apenas hablaron de esta posibilidad, aparecieron dos agentes buscándolo. Cottard entiende que, para él, la epidemia ha sido una tregua en su conflicto con la justicia, un conflicto que va a reanudarse en cualquier momento.
El amor es uno de los motores de acción de los personajes de La peste, a pesar de que, en buena medida, varios de ellos estén embotados por las circunstancias en una actitud distante y operativa. Para pensar este punto, es útil retomar una pequeña escena, algo menor, del Capítulo 4. Rieux lee las notas de Tarrou. Allí, su amigo relata una noche en la que, con Cottard, asisten a la representación de Orfeo y Eurídice ofrecida por una compañía itinerante que se encontraba en la ciudad cuando comenzó la peste, y se vio atrapada allí: “Todos los viernes nuestro Teatro Municipal vibraba con los lamentos melodiosos de Orfeo y con las llamadas imponentes de Eurídice (...)” (p.166), recuerda Rieux mientras lee. Según los apuntes de Tarrou, el día en que fueron a verla sucedió algo fuera de lo ordinario: “Apenas se notó que Orfeo introducía en su aria del segundo acto ciertos trémolos que no figuraban en la partitura y que pedía con cierto exceso de patetismo al dueño de los Infiernos que se dejase conmover por su llanto. Algunos movimientos o sacudidas que se le escaparon parecieron a los más informados efectos de estilización que enriquecían la interpretación del cantante” (p.166). En el momento en que se desarrollaba el dúo de Orfeo y Eurídice, ante la extrañeza de la interpretación del artista afectado, la sala reacciona con inquietud creciente: “Y como si el cantante no hubiera estado esperando más que ese movimiento del público (...), en ese mismo momento avanzó de un modo grotesco, con los brazos y las piernas separados, en su atavío clásico, y se desplomó entre los idílicos decorados que siempre habían sido anacrónicos, pero que a los ojos de los espectadores no lo fueron hasta aquel momento, y de modo espantoso” (p.167).
En primer lugar, puede decirse que esta muerte es disruptiva en su dramatismo con respecto al relato que se teje hasta esta escena, sobre todo si pensamos que la ciudad viene de un proceso de desacralizar la muerte, desproveer de rituales todo lo que rodea la despedida de un ser querido, y limitar la relación con el cuerpo muerto a un pragmatismo frío que permite vivir, día a día, a pesar de que, cada noche, los muertos oraneses se acumulen en fosas comunes cubiertos de cal. La muerte del Orfeo, o lo que es más dramático aún, la muerte del actor que interpreta a Orfeo, viene a recordarle al pueblo de Orán la dimensión trágica de la pérdida de la vida. La gente se retira del teatro, primero, de a poco; luego, con desesperación. La cualidad particular del actor, el único Orfeo dentro de los muros de Orán semana tras semana, resulta difícil de asimilar a una masa de cuerpos inermes en una fosa. Esta muerte es la primera de una serie de muertes particulares que despiertan inclusive al doctor Rieux de su gélida operatividad logística: las muertes del niño de Othon, del padre Paneloux, de Grand y, finalmente, de Tarrou son relatadas en estos últimos capítulos y movilizan a los personajes.
Dicho esto, la obra de Orfeo no es casual dentro del texto, y de alguna manera se vincula con una de las conclusiones finales de La peste, finalizado el quinto y último capítulo: Como en Orfeo y Eurídice, el amor es el que logra crear los vínculos para vencer la adversidad. El sentimiento de amor proviene de lo más profundo de los seres humanos, y su potencia empuja a estos a solidarizarse entre sí, a formar comunidades y a colaborar para sortear los obstáculos. Así como Orfeo desciende al infierno para estar junto a Eurídice e intentar, en vano, recuperarla, los hombres se esfuerzan por trabajar codo a codo para salir de la peste, ese infierno que se ha instalado en la ciudad.
Sin embargo, si seguimos esta línea de pensamiento, tanto Orfeo como Eurídice se quedan eternamente en el infierno. Quizá, como dice Tarrou, “todos vivimos en la peste” (p.209). Y agrega: “Sé únicamente que hay que hacer todo lo que sea necesario para no ser un apestado y que sólo eso puede hacernos esperar la paz o una buena muerte a falta de ello” (p.209). De este modo, se acerca al fatalismo activo del padre Paneloux o a la solidaridad irreflexiva proveniente de la honestidad de Rieux. El destino es invariablemente trágico, pero no es menor conducirse con amor que no hacerlo; quizá esta sea, dentro de una buena cantidad de lecturas pesimistas de La peste, una de las más acogedoras posibles.