La peste

La peste Resumen y Análisis Capítulo 2

Resumen

Llega finalmente el momento en Orán en que el miedo se apodera de la población. Con la ciudad sitiada, hay quienes no son de allí y no pueden salir, y están los que no pueden volver. Están quienes se encuentran a disgusto con las personas con las que tienen que compartir la cuarentena, y están también los que se dan cuenta de lo queridos que son los miembros de su familia. Las cartas son prohibidas por la posible contaminación, así que los telegramas se transforman en algo habitual. Sin embargo, lamentablemente, estos mensajes se vuelven cada vez más trillados por lo escuetos que son.

Lo que hace más duro el exilio es no saber cuándo terminará. Algunas personas caen en el abatimiento y sienten que no pueden soportarlo. La vida se torna aburrida y lenta; los habitantes de Orán “fluctuaban, más bien que vivían, abandonados a recuerdos estériles, durante días sin norte” (p.64).

El exilio es aún más pesado para los que no viven en Orán, pero que se ven atrapados allí durante la peste. Estas personas deambulan por las calles, desamparadas, atrapadas en su imaginación. Los que se separan de sus amantes se dan cuenta de que les cuesta evocar el rostro amado, lo que aumenta su angustia. El tráfico y suministro de alimentos está estrictamente controlado, se reduce la electricidad, se raciona el gas y muchas tiendas empiezan a cerrar sus puertas.

Una noche, luego del cierre completo de la ciudad, Rieux visita el hospital y, al salir, se encuentra con Rambert. El joven periodista le pregunta si puede ayudarlo: ha dejado a su amada en París y necesita salir de Orán cuanto antes. Espera que Rieux pueda darle un certificado que asevere que no tiene la peste. Rieux se muestra comprensivo, pero dice que no hay nada que pueda hacer.

El padre Paneloux, sacerdote jesuita, da un dramático discurso en la catedral de la ciudad. Las autoridades eclesiásticas se han preparado para utilizar sus propias armas contra la peste y organizan una semana de plegarias colectivas. Aunque los habitantes de Orán no son especialmente devotos, muchos acuden a estos actos. Paneloux dice a la congregación, en su misa, que la peste viene de Dios, y que es hora de reflexionar seriamente sobre los pecados cometidos. Los fieles deben darse cuenta de que esta peste "enseña el camino" (p.85).

Es difícil saber si el sermón ha afectado o no a la ciudad: algunos se sienten como si se les impusiera un castigo, algunos siguen con sus asuntos con aparente normalidad, otros intentan escapar de la ciudad. Tomando un café con Rieux, Grand suspira porque al menos tiene su obra literaria, que lo entretiene y lo previene de caer en la locura. Le confiesa que siente que esta novela debe ser perfecta. Cuando llegan a su casa, invita al doctor a entrar para ver personalmente su manuscrito. Rieux se sorprende, porque el manuscrito consiste en una sola hoja, y la única línea que tiene escrita dice: "En una hermosa mañana del mes de mayo, una elegante amazona recorría en una soberbia jaca alazana, las avenidas floridas del Bosque de Bolonia" (p.90).

Mientras tanto, Rambert continúa intentando salir de la ciudad. Va de un lado a otro sin rumbo, consulta a cuanto funcionario encuentra qué debe hacer para poder traspasar las puertas, lee los periódicos cada día con la esperanza de recibir buenas noticias.

El calor del verano azota Orán con fuerza. Según el narrador, Jean Tarrou menciona en sus notas que las pastillas de menta han desaparecido porque la gente cree que pueden prevenir el contagio. Otras observaciones que recoge del diario de Tarrou se centran en la hora del amanecer, cuando las víctimas de la noche y sus gritos de agonía se calman. Es como si la peste, al despuntar el sol, se tomara un respiro. Sin embargo, la tasa de mortalidad aumenta en la ciudad día a día, y el segundo suero que llega de París para combatir la epidemia es menos eficaz que el primero.

Tarrou visita a Rieux y va al grano: piensa en un reclutamiento de hombres sanos para ayudar, ya que los recursos sanitarios son insuficientes. Formarán brigadas de civiles para asistir al cuerpo médico. Rieux le dice a Tarrou, antes de despedirse, que vaya al día siguiente al hospital para que le pongan una inyección, y le advierte sin rodeos que sus posibilidades de sobrevivir son de una entre tres si ayuda a los enfermos. Tarrou se encoge de hombros y comenta que hace cien años una plaga arrasó Persia, y el único hombre que sobrevivió fue el que lavó los cadáveres.

Mientras el doctor Castel se afana en fabricar su propio suero contra la peste, Grand actúa como una especie de secretario general de los escuadrones. Rieux y Tarrou se reconfortan escuchando a Grand hablar de su proyecto literario, al que sigue dedicándose tan intensamente como a la organización de los escuadrones sanitarios, incluso cuando la peste hace estragos. Es realmente un "héroe insignificante y borroso que no tenía más que un poco de bondad en el corazón y un ideal aparentemente ridículo" (p.117).

Por su parte, Rambert se da cuenta de que no hay ningún medio legal por el cual salir de la ciudad. Cottard está muy involucrado en empresas de contrabando y le dice a Rambert que puede ayudarlo. Juntos van a un café y Cottard le pregunta a un hombre pequeño dónde está García, pues quiere que conozca a su amigo. El hombrecillo sonríe con conocimiento de causa y les dice que vuelvan por la noche. Esa noche regresan y se encuentran con el moreno y bronceado García. Cottard le comenta que Rambert tiene una amada en París y que necesita salir. García le dice a Cottard que Raoul es su hombre, y que se pondrá en contacto con él. Dos días después, en el puerto, se encuentran con Raoul, que le dice a Rambert que salir le costará diez mil francos. Al día siguiente, en un restaurante, Raoul le presenta a otro hombre. Este hombre, llamado González, a su vez, lo pondrá en contacto a Rambert con dos jóvenes guardianes que van a ayudarlo a salir de la ciudad. El hombrecillo, García, Raoul, González, los guardianes: esta cadena casi absurda de contactos estresa tanto como esperanza a Rambert. Los días siguientes le parecen interminables. Visita a Rieux, que menciona la falta de instrumental y mano de obra en las brigadas sanitarias. Sin embargo, Rambert solo piensa en el tiempo de vida que pierde lejos de su amada. Tarrou se une a la conversación y trae la noticia de que el padre Paneloux ha aceptado trabajar en las brigadas.

El día de la cita con los centinelas, Rambert entra en la catedral y pasa unos minutos en ella. Sale y ve a González, que le dice que los hombres con los que debía reunirse no han aparecido. Rambert suspira, frustrado. González le sugiere ir al mismo lugar al día siguiente. Pero entonces tampoco se presentan. Los hombres y González han desaparecido. Visita a Rieux para preguntarle dónde encontrar a Cottard, y así volver a comenzar el contacto con los guardias.

Al día siguiente, antes de la llegada de Rambert, los brigadistas conversan. Rambert dice que se uniría a la campaña de los escuadrones contra la peste, pero no quiere arriesgar su pellejo de nuevo, ya que estuvo años atrás en la Guerra civil española. Dice que morirá por amor, pero no por una idea; ahora solo piensa en su felicidad personal.

Antes de irse, Tarrou se dirige a Rambert en privado y le confía que la esposa de Rieux está en un sanatorio a cien millas de distancia. Rambert, conmovido y algo avergonzado, llama a Rieux a la mañana siguiente y le pregunta si puede trabajar con él en las brigadas hasta que salga de la ciudad.


Análisis

Rambert les pregunta a Tarrou y Rieux en el cuarto capítulo:

—¿Es que ustedes han escogido y han renunciado a la felicidad?

No respondió ninguno de los dos. El silencio duró mucho tiempo hasta que llegaron cerca de la casa del doctor. Rambert repitió su última pregunta, todavía con más fuerza y solamente Rieux se volvió hacia él. Rieux se enderezó con esfuerzo:

—Perdóneme, Rambert —dijo—, pero no lo sé. (...) [Nada] en el mundo merece que se aparte uno de los que ama. Y sin embargo, yo también me aparto sin saber por qué (p.174).

Esta cita, a la que aún no hemos llegado en esta parte, pero que adelantamos, funciona como un complemento de la situación en la que se encuentra Rambert en el segundo capítulo. Este joven, que pretende irse de la ciudad por todos los medios a buscar a su amada, que quedó fuera, se encuentra perplejo frente al accionar del doctor Rieux y de Tarrou, quienes combaten la enfermedad, haciendo a un lado su propio bienestar.

El exilio es uno de los temas primordiales del texto, y los hay de diversa índole: están los que se exiliaron involuntariamente, como la mujer de Rieux, que queda al otro lado de las murallas por haberse ido a tratar una enfermedad. Están quienes, como Tarrou, extranjeros, se toman el encierro dentro de Orán como algo lógico, ya que se sienten parte de la ciudad, a pesar de no ser oriundos. Rambert, por su parte, está desesperado. Es joven, acaba de conocer hace poco a su amada y siente que la perderá para siempre si no va inmediatamente a su encuentro. Salir de Orán se convierte en una obsesión y, cuando el enamorado agota los medios legales, se vuelca a las redes de contrabando, a las que accede a través de Cottard, para ver si logra escapar. Rambert se cree un incomprendido cada vez que conversa con Tarrou y Rieux; inclusive les espeta no tener ellos nada que perder. Es por esto que se avergüenza cuando Tarrou le cuenta, en privado, que Rieux tiene a su mujer enferma fuera de la ciudad. Para el narrador, focalizado en Rieux, los motivos de Rambert son válidos. Sin embargo, sutilmente opone al capricho y la necesidad individual otros temas, como la solidaridad y el fatalismo activo, que analizaremos más adelante.

La solidaridad es uno de los grandes temas de La peste. Los que establecen entre sí los personajes al formar la brigada y, más adelante, más allá del círculo de esta organización improvisada, son vínculos de solidaridad. No son tanto las ideas intelectuales o los acuerdos políticos, religiosos o económicos los que cohesionan a los hombres ante esta enorme adversidad, sino algo mucho más llano, simple e irreflexivo, que es la solidaridad espontánea hacia el otro, inclusive cuando no hay un acuerdo claro sobre los alcances u orígenes de esa entrega al otro. Por ejemplo, habrá quienes la practiquen desde la fe cristiana, como el fatalismo activo que el padre Paneloux despliega en el cuarto capítulo, o el intento de salvación espiritual que propone en este capítulo segundo. Otros personajes lo harán desde un pragmatismo basado en la honestidad, como el doctor Rieux. Tarrou, por su parte, cree que la solidaridad se basa en una simpatía por el ser humano y es una forma de rebelión contra la inevitable muerte.

El capítulo 2 no solo es extenso, sino que también termina de componer a los personajes principales de forma tal que nos brinda un abanico de diferentes puntos de vista y formas de acción en torno a la epidemia. El individualismo no solo está encarnado en este primer Rambert, desesperado hasta las últimas consecuencias por sortear el encierro, sino también en la figura de Cottard. Con la peste, este se vuelca a actividades ilícitas como el contrabando. Como bien vimos, es quien contacta a Rambert con personas que pueden intentar sacarlo de la ciudad, no a través de lazos de solidaridad, sino a través del dinero. Además, según las notas de Tarrou, Cottard, luego de su intento de suicidio, parece mejorar, a contracorriente de la peste o, lo que es peor, gracias a esta. De alguna manera, el hecho de que el resto de las personas en Orán sean desgraciadas lo hace sentir más unido a su comunidad.

En este capítulo nos encontramos también con el discurso del padre Paneloux. En él, atribuye a la voluntad divina la llegada de la epidemia y, de este modo, carga de culpas a la sociedad oranesa. Dios castiga con la peste a los ciudadanos por sus pecados y estos deben ser purgados para acceder a la salvación. Según el fatalismo, los hechos que acontecen son inevitables e inmodificables. Las cosas son de cierto modo y no pueden ser de otro para la doctrina fatalista, y esta aceptación debe conducir a una acción consecuente con este pensamiento. Para Paneloux, Dios quiso este destino para Orán y debe aceptarse esta verdad última.

Por último, cabe hacer lugar al modo de representación del sufrimiento y la enfermedad en este texto. Camus roza lo que hoy en día conocemos como gore en el arte visual y narrativo: es un concepto que proviene del ámbito del cine en primer lugar, y se desprende del cine de horror. En el gore hay una explotación de la violencia gráfica extrema pero, sobre todo, un foco en el cuerpo humano y la teatralización de lo visceral, sangriento y escatológico. Toman por sorpresa algunas descripciones del narrador del sufrimiento físico de los enfermos de la peste, por demás pormenorizadas y centradas, por ejemplo, en los hedores; lo revulsivo; las contorsiones de dolor; los gritos, gemidos y alaridos de los pacientes; los bubones; la sangre; la piel ennegrecida. Dice el narrador: “Había que abrir los abscesos; era evidente. Dos golpes de bisturí en cruz y los ganglios arrojaban una materia mezclada de sangre. Los enfermos sangraban, descuartizados. Pero aparecían manchas en el vientre y en las piernas, un ganglio dejaba de supurar y después volvía a hincharse. La mayor parte de las veces el enfermo moría en medio de un olor espantoso” (p. 35). Estas descripciones contrastan con la actitud pragmática, algo fría, del doctor Rieux, quien consciente o inconscientemente precisa de cierta distancia emocional con las situaciones con las que debe lidiar hora a hora.

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