“Se hubiera dicho que la tierra misma donde estaban plantadas nuestras casas se purgaba así de su carga de humores, que dejaba subir a la superficie los forúnculos y linfa que la minaban interiormente” (p.19) (Metáfora)
Metáforas como la citada abonan la lectura de La peste como una gran imagen del mal que no viene desde fuera, sino que habita en la sociedad moderna. Las ratas muertas que riegan la ciudad parecen materializar el pus que yace en la ciudad y la mina interiormente, y que recién ahora emerge a la superficie. La peste es entonces una purga de lo oscuro que ya la ciudad aloja en su interior desde antes, y que se representa bajo la imagen de los forúnculos y la linfa, es decir, de lo abyecto y enfermizo.
“El sol de la peste extinguía todo color y hacía huir toda dicha” (p.97) (Metáfora)
En este fragmento, existe una forma muy sutil de la personificación que acompaña la metáfora. Vemos cómo el sol, durante el verano de la peste, “extinguía todo color y hacía huir toda dicha”, acciones más propias de una voluntad consciente. Porque cuando se habla de “color”, no se trata en este caso de que la ciudad en sí quedó literalmente en blanco y negro; el “color” se asocia con la vida alegre y activa, en el caso de Orán. Si bien es cierto que el sol es abrasador y, objetivamente, hace que la población se encierre en su casa, sobre todo es percibido, en el caso de los ciudadanos atemorizados, como una señal más del castigo de Dios sobre los hombres de la ciudad, ya que por razones desconocidas aún su calor potencia la peste a niveles inmanejables.
"La única medida que pareció impresionar a todos los habitantes fue la institución del toque de queda. A partir de las once, la ciudad, hundida en la oscuridad más completa, era de piedra[;] (…) el orden de una necrópolis donde la peste, la piedra y la noche hubieran hecho callar, por fin, toda voz” (p.144) (Metáfora)
Durante el toque de queda que impide a los ciudadanos de Orán transitar por la calle a ciertas horas, la ciudad se asemejaba a un cementerio. Así, se dice que en la oscuridad la ciudad es “de piedra”, como si estuviera compuesta de lápidas y mausoleos, y luego se agrega que tiene el orden de una necrópolis. De esta manera, se construye la imagen de una ciudad que no solo está silenciosa por la noche, sino que ese silencio es lúgubre. Se refuerza así, con esta metáfora, la idea de un espacio lleno de muertos por la peste.
“No hay una isla en la peste” (p.189) (Metáfora)
En su segundo sermón, el padre Paneloux refiere la historia del Obispo de Belzunce, un hombre muy respetado en su comunidad, quien al no poder controlar la peste de su pueblo decide encerrarse en su iglesia con víveres y darle la espalda a sus fieles para evitar el contagio. Como venganza, el pueblo arrojó cadáveres infectados por las ventanas para que se enferme. Paneloux concluye esta historia afirmando que “no hay una isla en la peste”. De esta forma, comparando un aislamiento seguro con una isla, y el mar peligroso con la enfermedad, dictamina que no hay escapatoria. El jesuita, hábil orador, explica cómo el poder de la peste lo toca todo y es inevitable. Por este camino de la inevitabilidad, refuerza su idea de fatalismo activo: si bien la situación es obra de Dios, no hay que quedarse de brazos cruzados, sino actuar para combatir la enfermedad y ayudar a los enfermos.
“La tempestad que sacudía su cuerpo, con estremecimientos convulsivos, hacía cada vez más frecuentes sus relámpagos y Tarrou iba derivando hacia el fondo” (p.248) (Metáfora)
El narrador utiliza la metáfora del temporal para referirse a los efectos que tiene la peste sobre el cuerpo de Tarrou. Así como vimos a lo largo de este análisis que se echa mano de las metáforas provenientes de la naturaleza para abordar la peste, como, por ejemplo, aquellas relacionadas con el sol, las flores, el viento y los atardeceres, en este caso, la tempestad viene a mostrar el modo en el que Tarrou siente en su cuerpo la enfermedad. Inclusive, su cuerpo convulsiona y estas convulsiones, previas a su muerte, son “relámpagos”.