Resumen
El relato se sitúa en un año incierto de la década de 1940, en la ciudad argelina de Orán. En aquel tiempo, Argelia, situada en el norte de África, estaba colonizada por Francia. La mañana del 16 de abril de ese año indeterminado, el doctor Bernard Rieux pisa una rata muerta delante de la puerta de su habitación. Más tarde, recibe un telegrama en el que su madre informa que está de camino a Orán; dice que se quedará con él y cuidará de la casa mientras su mujer está lejos. La esposa del doctor debe viajar para internarse en un sanatorio fuera de la ciudad debido a una grave enfermedad que la aqueja, y él no podrá acompañarla.
Al día siguiente, el doctor Rieux ve más ratas muertas en su casa y en la ciudad y, sobre todo, escucha un sinfín de relatos de otros habitantes de la ciudad que involucran ratas y más ratas. Ese mismo día, se despide, emocionado, de su esposa en el andén. Por la tarde, un joven visita al doctor mientras este se prepara para comenzar su ronda de consultas; se llama Raymond Rambert y es un periodista joven, atractivo y sagaz. Le dice a Rieux que se propone hacer un reportaje sobre las condiciones y el estilo de vida en los países árabes, y le pregunta si quiere participar. El médico se muestra cansado del mundo y reacio a comprometerse con un reportaje que no cree que realmente vaya a condenar en sus páginas las malas condiciones de vida en Orán. Sin embargo, no deja de mencionar al joven el asunto de las ratas, que interesa en buena medida a Rambert.
Al salir para la ronda de visitas médicas, Rieux se cruza con Jean Tarrou, que vive hace no mucho en la ciudad, y con quien conversa sobre las ratas también. Luego, llama a la oficina del servicio municipal para preguntar por este mismo asunto y Mercier, el director, admite que se siente algo perturbado. Rieux opina que el servicio sanitario debería tomar medidas pronto.
Durante los días siguientes, las cosas empeoran. Los habitantes del pueblo empiezan a mostrarse nerviosos, las ratas se balancean y caen muertas por doquier, estallan en chorros de sangre y aparecen con sus cuerpos blandos y calientes bajo los pies de la gente. El anuncio oficial de la cantidad de ratas muertas del 28 de abril es de 8.000, y cunde el pánico. Sin embargo, al día siguiente, no se cuentan casi muertes de roedores. La gente, aunque extrañada por la repentina ausencia de cadáveres, respira con alivio.
Ese mismo día, Michel, el portero, va al encuentro de Rieux. Se arrastra dolorosamente, apoyado en el brazo del padre Paneloux, sacerdote de la ciudad. Dice sentir bultos, y Rieux, al revisarlo, palpa un nudo duro en la base del cuello del hombre, a la altura de los ganglios. Manda a Michel a la cama y promete pasar más tarde a verlo. Recibe luego una llamada de un antiguo paciente, Joseph Grand, empleado del Ayuntamiento, a quien, por ser pobre, Rieux no cobra jamás honorarios. El hombre le suplica al médico que acuda a su edificio, ya que un vecino ha tenido un accidente. Rieux se apresura y encuentra a Grand con un hombre que ha intentado ahorcarse. El hombre en cuestión, Monsieur Cottard, pide por favor no ser denunciado a la policía. Dice haber tenido un ataque de locura, pero ya se encuentra mejor.
En la posterior visita a Michel, Rieux encuentra a su portero vomitando y quejándose de dolores internos. También tiene una sed furiosa y los ganglios extremadamente inflamados. Cuando llama a otro destacado médico de la ciudad, el doctor Richard, para ver si ha visto algo similar, este dice que ha visto fiebre y ganglios en sus propios pacientes en estos días también. Al día siguiente, el portero muere culpando a las ratas.
El narrador presenta un poco mejor a Jean Tarrou. Este joven fornido e inteligente hace semanas se ha instalado en Orán y vive en el hotel del centro: “sus apuntes, en todo caso, constituyen también una especie de crónica de este período difícil”, a pesar de que “en medio de la confusión general se esmeraba, en suma, en convertirse en historiador de las cosas que no tenían historia” (p.26). El narrador dice que, a partir de aquí, el diario de Tarrou lo ayudará a reconstruir el relato de los meses venideros como material testimonial. En muy pocos momentos en el texto, a partir de aquí, la voz de Tarrou aparecerá tal cual se extrae de sus apuntes; el narrador, por el contrario, se dedica a parafrasearlo y, en igual medida, a aportar él mismo sus propias historias y reflexiones de la peste hasta que, muchas veces, resulta difícil discernir de dónde proviene tal o cual pieza de información.
Con el cambio de clima, toda la ciudad parece padecer la fiebre al unísono. La inquietud crece exponencialmente. El doctor Rieux llama de nuevo a Richard y a otros colegas para hablar de los casos que tratan. Le pregunta si puede hacer que los nuevos casos sean puestos en salas de aislamiento, pero su colega dice que solo el Prefecto puede ordenarlo.
Más tarde, Rieux visita a Cottard para ver cómo se encuentra luego de su intento de suicidio. Allí están presentes el comisario y el vecino Grand, que tiene que dar testimonio, y se refiere a Cottard como “el desesperado” (p.33). Sin embargo, Grand deja claro que no tenía motivos para adivinar que Cottard podría intentar suicidarse. Cottard es llamado luego por el comisario y, muy asustado, declara que no volverá a intentar quitarse la vida. El comisario suspira. Ha sido una hora perdida en un contexto muy complejo, y le pregunta al médico por la fiebre que aqueja a la ciudad, pero Rieux no tiene respuestas aún.
La inquietud de Rieux aumenta luego de cada visita de sus rondas. En todo este capítulo, lo veremos deambular de aquí para allá por la ciudad visitando paciente tras paciente sin poder dar respuestas certeras. Un buen número de personas más enferman en los días siguientes y, ahora sí, comienzan a morir. Los médicos ven algunas similitudes entre los casos que tratan. Castel, un colega, dice que sabe exactamente de lo que se trata esta enfermedad; aunque todos los demás quieran fingir que es impensable, no lo es. Rieux reflexiona un momento, y acuerda: “es la peste” (p.36).
Análisis
La peste abre con un epígrafe particular que habla de la relación entre la novela de Camus y una vasta tradición de escritos vinculados con las epidemias. Pertenece al escritor Daniel Defoe y dice así: “Tan razonable como representar una prisión de cierto género por otra diferente es representar algo que existe realmente por algo que no existe” (p.7). Este epígrafe fue, y es aún hoy, una y otra vez erróneamente atribuido a un libro que Defoe escribió en el año 1722 sobre la ola de peste bubónica que azotó a la ciudad de Londres en 1665, titulado Diario del año de la peste. Ambos libros, tanto el de Defoe como La peste, tienen más de un punto en común: el narrador se presenta como testigo de los acontecimientos acaecidos -la peste azota una ciudad y esta se cierra, con todo lo que eso implica-, y el narrador en primera persona intercala en sus impresiones documentación para dar fuerza a su relato. Sin embargo, el epígrafe, como bien aclaramos, no pertenece a este libro, sino que se trata del prefacio del autor a las Serias reflexiones de Robinson Crusoe, el tercer volumen del relato de Robinson Crusoe en cuestión.
La cita sirve como advertencia al lector. A pesar de la confusión que reina sobre el epígrafe, Defoe no deja de ser quien dio relación sobre todo lo que acarreó la peste en Londres en el año 1665. Por esto mismo, y por cómo veremos más adelante que comienza el texto de Camus, entendemos que busca tender un puente entre ambos testimonios e instala en el horizonte semántico la idea de la peste bubónica. Cabe decir ya desde el comienzo que la obra de Camus es puramente ficcional, a pesar de que juega a construirse como un testimonio. El contenido del epígrafe echa luz, entre otras cosas, al por qué de esta intención de proponer la ficción como lo real: no porque algo sea una representación de un suceso que jamás existió deja de referirse a algo real y de constituir en sí mismo algo real. Cualquiera sea la interpretación que se dé dentro de este espectro, el epígrafe inicial da pie al lector para que no lea la novela como un mero relato de una peste inventada, sino como una representación de algo más profundo: una reflexión sobre nosotros. Volveremos más adelante sobre esto último.
“El modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere” (p.9), dice el narrador en la primera página. Pero, ¿de qué modo nos hace conocer la ciudad y sus actores este testigo de la peste? Puede decirse, para parafrasearlo, que el modo más cómodo que tenemos de conocer la escritura de este narrador es a través del lenguaje cinematográfico. Todo el primer capítulo parece estar inundado de largos planos secuencia en los cuales seguimos de aquí para allá al doctor Rieux en su carrera por la ciudad mientras el narrador, detrás de él, describe y presenta lugares y personajes en las rondas médicas. Un plano secuencia es un plano sin montaje, sin edición posterior, en el que vemos suceder toda una escena entera de una sola vez. En este caso, podemos pensar además en el plano subjetivo: Rieux va de un lugar a otro y el narrador lo acompaña, quizá, metafóricamente, escondiéndose detrás de su figura, tomando nota, atestiguando todos sus movimientos sin corte alguno.
Lo primero que se describe en La peste, antes de introducir a Rieux, es la ciudad de Orán. Dice el narrador:
En nuestra ciudad, por efecto del clima, todo ello se hace igual, con el mismo aire frenético y ausente. Es decir, que se aburre uno y se dedica a adquirir hábitos. Nuestros conciudadanos trabajan mucho, pero siempre para enriquecerse. Se interesan sobre todo por el comercio, y se ocupan principalmente, según propia expresión, de hacer negocios. Naturalmente, también les gustan las expansiones simples: las mujeres, el cine y los baños de mar. Pero, muy sensatamente, reservan los placeres para el sábado después de mediodía y el domingo, procurando los otros días de la semana hacer mucho dinero (p.9).
La población, esta población abúlica en cuanto a los placeres y la belleza, y a la vez codiciosa, será la protagonista de la epidemia. Se trata de hombres y mujeres que viven una vida frenética pero monótona, concentrada mayormente en conseguir dinero. No representan a priori una comunidad interconectada entre sí y solidaria, sino fuertemente individualista. Una de las razones que aduce el narrador para esta actitud de la población tiene que ver con el clima. A pesar de que esto es relativo (no hay un determinismo climático en La peste para explicar por qué las personas actúan como lo hacen) el clima es uno de los grandes protagonistas de la ciudad argelina, por varias razones que veremos más adelante.
Lo primero que el doctor Rieux encuentra la mañana en que el relato comienza es una rata muerta. De repente, en Orán, las ratas aparecen muertas por doquier sin explicación. Funcionan como una premonición de la peste. Sin embargo, no olvidemos que el relato de Camus está escrito luego de terminada la Segunda Guerra Mundial, y situado según el primer capítulo “en el año 194…” (p.9), y recordemos, por otra parte, que la peste bubónica, asociada simbólicamente en la historia y la literatura a las ratas, había azotado al mundo intermitentemente desde hacía centenarios, pero ya para esos años su aparición era focal y no tan agresiva como en la historia previa al Renacimiento. Se sabe que la principal fuente de contagio masivo de la peste eran las pulgas, pero durante muchos años las ratas fueron el foco de atención como el agente de contagio por antonomasia de la enfermedad, y, en el arte, son los roedores los que simbolizan esta enfermedad.
El narrador describe, en primer lugar, los cadáveres de las ratas muertas, “extendidas (...) con una pequeña flor de sangre en el hocico puntiagudo; unas hinchadas y putrefactas, otras rígidas, con los bigotes todavía enhiestos” (p.19). Más adelante, describe el padecer de Michel, su portero: “Rieux encontró a su enfermo medio colgando de la cama, con una mano en el vientre y otra en el suelo, vomitando con gran desgarramiento una bilis rojiza en un cubo. Después de grandes esfuerzos, ya sin aliento, el portero volvió a echarse. La temperatura llegaba a treinta y cinco, los ganglios del cuello y de los miembros se habían hinchado, dos manchas negruzcas se extendían en un costado. Se quejaba de un dolor interior” (p.23). Las señales son claras: los síntomas están a la vista, las ratas dan la pauta de que la peste es una posibilidad y, finalmente, los médicos la mencionan, no sin temor, al final de esta primera parte del capítulo.