En el primer momento Irene es la persona que con más gusto pondríamos de ejemplo como simpáticamente normal: es muy sana, franca y expresiva; sobre cualquier cosa dice lo que diría un ejemplar de ser humano, pero sin ninguna insensatez ni ningún interés más intenso del que requiere el asunto; dice palabras de más como cuando una persona se desborda, y de menos como cuando se retrae; cuando se ríe o llora parece muy saludable y así sucesivamente. Y sin embargo, en su misma espontaneidad está el misterio blanco. Cuando toma en sus manos un objeto, lo hace con una espontaneidad tal, que parece que los objetos se entendieran con ella, que ella se entendiera con nosotros, pero que nosotros no nos podríamos entender directamente con los objetos.
El narrador de “La casa de Irene” describe a la joven comparándola con una suerte de estándar general de cómo podría ser cualquier persona, y colocando sus acciones y palabras en el espectro de lo esperable, es decir, dentro de lo que podría llegar a hacer o decir cualquier “ejemplar de ser humano”. Lo interesante aquí es que, después de hacer esta descripción, aparece un conector adversativo –el “sin embargo” – que revela algo extraño inherente a la ejemplaridad de Irene: es lo inusual dentro de lo usual, lo anormal dentro de lo normal, lo que el narrador llama un “misterio blanco”. Ese misterio reside en la espontaneidad con la que Irene se entiende con los objetos que la rodean, algo que no puede explicarse pero que se puede ver, cuando, por ejemplo, Irene toma un objeto. Es así como el narrador se ve atraído por ese entendimiento entre persona y objeto que parece escapársele, y que convierte a Irene, con su misterio blanco, en interés amoroso del narrador.
Ella sonrió y bajó los ojos. Entonces yo pude mirarle toda la boca, que era muy grande. El movimiento de los labios, estirándose hacia los costados, parecía que no terminaría más; pero mis ojos recorrían con gusto toda aquella distancia de rojo húmedo. Tal vez ella viera a través de los párpados; o pensara que en aquel silencio yo no estuviera haciendo nada bueno, porque bajó mucho la cabeza y escondió la cara. Ahora mostraba toda la masa del pelo; en un remolino de las ondas se le veía un poco de la piel, y yo recordé a una gallina que el viento le había revuelto las plumas y se le veía la carne. Yo sentía placer en imaginar que aquella cabeza era una gallina humana grande y caliente; su calor sería muy delicado y el pelo era una manera muy fina de las plumas.
En esta cita de “Nadie encendía las lámparas”, el narrador-relator de cuentos revela su deseo por la sobrina de las viudas a través de una mirada que se detiene en partes de la cara de aquella mujer. Ojos, sonrisa y pelo toman protagonismo en esta imagen fragmentada de la sobrina, que a su vez incita al narrador con sus movimientos: sonríe para que este recorra la línea de sus labios, baja los ojos para que él imagine lo que ella ve por debajo de los párpados y luego esconde la cara para que el lujurioso narrador traiga a la mente el recuerdo de una gallina a la que se le ve la carne, símbolo de su deseo carnal. Es así como la mujer, que desde el inicio del relato aparece cosificada como una cabeza, es también animalizada en un juego de cortejo donde ella es la “gallina humana” y el narrador, el zorro que quiere convertirla en su presa.
Yo pensaba que el mundo en que ella y yo nos habíamos encontrado era inviolable; ella no lo podría abandonar después de haberme pasado tantas veces la cola del peinador por la cara; aquello era un ritual en que se anunciaba el cumplimiento de un mandato. Yo tendría que hacer algo. O tal vez esperar algún aviso que ella me diera en una de aquellas noches. Sin embargo, ella no parecía saber el peligro que corría en sus noches despiertas, cuando violaba lo que le indicaban los pasos del sueño. Yo me sentía orgulloso de ser un acomodador, de estar en la más pobre taberna y de saber, yo solo –ni siquiera ella lo sabía–, que con mi luz había penetrado en un mundo cerrado para todos los demás.
El narrador de “El acomodador” piensa que el ritual que realiza por las noches, donde se dispone a observar con su luz a la hija y los objetos del hombre adinerado, es algo predestinado que reivindica su lugar en el mundo; él, un pobre acomodador –que reflexiona en una “pobre taberna”– ve superadas sus limitaciones económicas en este espacio “inviolable” que lo une a la sonámbula, a pesar de que ella es inconsciente de su pertenencia a este mundo exclusivo y especial. Por eso, ella viola aquel mundo también sin darse cuenta, cuando durante las “noches despiertas” se va con otro hombre, desconociendo al acomodador. De esta manera, el narrador establece una diferencia entre la vigilia y el sueño, sugiriendo que la hija del hombre adinerado se encuentra en peligro cuando no sigue el impulso inconsciente de sus pasos sonámbulos. Pero como lectores sabemos que el narrador “penetra” con su luz a la muchacha hasta hacer que ella pierda su forma y se le vean los huesos. En este sentido, aquel “yo” narcisista que se repite en este fragmento, el yo de un narrador que siente que debe hacer algo para no perder este ritual que lo llena de orgullo, nos da una idea de que el verdadero peligro se halla, en realidad, en el momento del sueño, cuando la sonámbula es poseída sin consentimiento por un acomodador que tiene “lujuria de ver” (p.85).
Yo también puse los ojos en la ventanilla; pero atendía a la cabeza negra de mi amigo; ella se había quedado como una nube quieta a un lado del cielo y yo pensaba en los lugares de otros cielos por donde ella habría cruzado. Ahora, al saber que aquella cabeza tenía la idea del túnel, yo la comprendía de otra manera. Tal vez en aquellas mañanas de la escuela, cuando él dejaba la cabeza quieta apoyada en la pared verde, ya se estuviera formando en ella algún túnel. No me extrañaba que yo no hubiera comprendido eso cuando paseábamos por el parque; pero así como en aquel tiempo yo lo seguía sin comprender, ahora debía hacer lo mismo. De cualquier manera todavía conservábamos la misma simpatía y yo no había aprendido a conocer a las personas.
Esta cita de “Menos Julia” nos otorga una imagen de cómo el narrador percibe a su amigo a través de su recuerdo de la infancia y cómo este recuerdo, a su vez, se ve modificado por las experiencias nuevas del narrador, que parece movido por el deseo de aprender a “conocer a las personas”. El amigo es una incógnita, representada en esa cabeza de pelo negro que asemeja un punto en la pared verde o una nube en el cielo; es un misterio por resolver. La idea del túnel que el narrador está por descubrir le permite modificar el recuerdo de su amigo y acaso explicar esa quietud de las mañanas en la escuela. Del mismo modo en que entonces lo seguía sin comprender, ahora el narrador se entrega a la experiencia del túnel por la misma simpatía que los une. Pero esa experiencia no le develará ninguna verdad sobre su amigo o sobre las personas. El final del relato, que vuelve en círculo al recuerdo inicial –el de la cabeza negra– dejará al narrador pensando en que su amigo sigue siendo un misterio, como los objetos del túnel a adivinar.
Apenas nos sentamos, los tres nos quedamos callados un momento; entonces todas las cosas que había en la mesa parecían formas preciosas del silencio. Empezaron a entrar en el mantel nuestros pares de manos: ellas parecían habitantes naturales de la mesa. Yo no podía dejar de pensar en la vida de las manos. Haría muchos años, unas manos habían obligado a estos objetos de la mesa a tener una forma. Después de mucho andar ellos encontrarían colocación en algún aparador. Estos seres de la vajilla tendrían que servir a toda clase de manos. Cualquiera de ellas echaría los alimentos en las caras lisas y brillosas de los platos; obligarían a las jarras a llenar y a volcar sus caderas; y a los cubiertos, a hundirse en la carne, a deshacerla y a llevar los pedazos a la boca. Por último los seres de la vajilla eran bañados, secados y conducidos a sus pequeñas habitaciones. Algunos de estos seres podrían sobrevivir a muchas parejas de manos; algunas de ellas serían buenas con ellos, los amarían y los llenarían de recuerdos; pero ellos tendrían que seguir sirviendo en silencio.
En este fragmento de “El balcón” podemos ver dos temas en cruce: el tema del doble y el tema de los objetos. Por un lado, tenemos al narrador que se desdobla, separando su yo de sus manos, a las que les da vida propia. Por otro lado, estas manos pasan a pertenecer a un colectivo de manos independientes que entran en contacto con diversos objetos. Aquellos que se encuentran en la mesa son vistos como “formas preciosas del silencio”, pero en el momento en que las manos hacen su aparición en el mantel, el narrador proyecta una historia detrás de ese silencio. La vida de los objetos es, para el narrador, una historia de dominación y de afecto, porque las manos obligan a volcar, a hundir, a deshacer a los “seres de la vajilla”, pero también son capaces de mostrar amor por los objetos que poseen, como cuando los bañan o los secan. En todo caso, los objetos terminan sobreviviendo a las manos que los amaron y los sometieron. Sin embargo, en la historia de la hija del anciano casada con el balcón vemos una excepción, porque allí el objeto somete a su dueña, que no puede salir de la casa, y en el final no la sobrevive, porque se suicida por despecho.
Siempre que él pensaba en María, la recordaba junto a Hortensia y preocupándose de su arreglo, de cómo la iba a sentar y de que no se cayera; y con respecto a él, de las sorpresas que le preparaba. Si María no tocaba el piano –como la amante de Facundo– en cambio tenía a Hortensia y por medio de ella desarrollaba su personalidad de una manera original. Descontarle Hortensia a María era como descontarle el arte a un artista. Hortensia no sólo era una manera de ser de María sino que era su rasgo más encantador; y él se preguntaba cómo había podido amar a María cuando ella no tenía a Hortensia.
Horacio es uno de los personajes mecenas característicos de la literatura de Felisberto Hernández. Los mecenas son personas adineradas que poseen y consumen el arte que hacen otros, dentro de un ritual excéntrico que realizan en la privacidad de sus casas. Teniendo esto en cuenta, podemos pensar que, en Las Hortensias, el personaje de María es, desde la perspectiva de Horacio, uno de los múltiples artistas puestos al servicio de satisfacer sus necesidades estéticas. Si bien María es su esposa y no su empleada, ella participa en el ritual por medio de las sorpresas que le prepara a Horacio, colocando a Hortensia en lugares inesperados o haciéndole creer que la muñeca es ella. Asimismo, vemos en el fragmento citado que Horacio percibe la relación de María y Hortensia como la de un artista con su arte. La comparación con la amante de Facundo sugiere que Horacio ve la unión entre Hortensia y María como aquello que le atrae de su mujer. Pero la muñeca llega tiempo después de haberse enamorado de María, por lo que aquella termina distorsionando el recuerdo que Horacio tiene de María sin Hortensia. De esta forma, el desdoblamiento de María en Hortensia transforma a María, le agrega algo a su “manera de ser” que la hace formar parte del consumo artístico del mecenas, pero este agregado deteriora el vínculo entre marido y mujer de forma definitiva.
Él pensó en todo lo bueno que quedaba en la inocencia del mundo y en la costumbre del amor; y recordó la ternura con que reconocía la cara de su mujer cada vez que él volvía de las aventuras con sus muñecas. Pero dentro de algún tiempo, cuando su mujer supiera que él no sólo no tenía por Hortensia el cariño de un padre sino que quería hacer de ella una amante, cuando María supiera todo el cuidado que él había puesto en organizar su traición, entonces, todos los lugares de la cara de ella serían destrozados: María no podría comprender todo el mal que había encontrado en el mundo y en la costumbre del amor; ella no conocería a su marido y el horror la trastornaría.
Horacio siente culpa por haberse entregado a su deseo de convertir a Hortensia en su amante, trasgrediendo el deseo de María, que veía a la muñeca como sustituto del hijo que no podían tener. En su remordimiento, toma una parte de María, su cara, para construir una imagen de la inocencia de su esposa, inocencia que él pervertiría con el horror de su traición parafílica, destrozando “todos los lugares de [su] cara”. Para Horacio, es tan grande el tamaño de su traición que le trastocará a María su idea del mundo y del amor, convertidos a sus ojos en espacios del “mal”. Cuando María se entera de la traición de su esposo, siente desconsuelo y acusa a Horacio de haberle “asqueado la vida” (p.52). Sin embargo, esta idea del horror y del trastorno que imagina Horacio se adecúa más a su personaje que al de María. Es él quien se horroriza por la venganza de María, que, invirtiendo las sorpresas que le hacía a Horacio –haciéndole creer que Hortensia era ella– lo asusta poniéndose ella en el lugar de las muñecas. Horacio, en vez de María, es quien experimenta un cambio en su mundo ante la idea de que las muñecas cobren vida, cambio que lo trastorna y lo lleva hacia la locura.
Todo parecía muy natural; y mientras yo la acariciaba, la señorita se quedaba tan tranquila como la gallina de los pollos. Aunque estaba debajo de la pollera yo veía, sin embargo, la cara de la maestra; y ella miraba distraída para todos lados. A veces venía la madre: era una viejita muy buena –una vez me dio café con leche; pero yo no lo pude terminar porque ya había tomado en casa. En algunas siestas yo me quedaba pensando en la viejita o en cualquier otra cosa; y de pronto me olvidaba que debía estar debajo de la pollera; eso me daba fastidio y hacía esfuerzos para imaginar todo de nuevo.
En esta cita de “Mi primera maestra” se despliega la fantasía del niño, que imagina en las horas de sueño cómo sería vivir debajo de la pollera de su maestra. En primer lugar, vemos cómo toma elementos dispares de la realidad, como la tranquilidad de la gallina, la madre de la maestra, que vive con ella, o el café con leche que toma en su casa, para construir las escenas de su imaginación, en las que la maestra actúa como la gallina o en las que él no puede terminar el café imaginado ofrecido por la “viejita” porque en la fantasía también ya ha tomado el café de su casa. En segundo lugar, aparece el elemento fantástico o irreal característico del sueño, porque el niño es capaz de algo imposible, como ver a través de la pollera la cara de la maestra, capacidad que le permite sentirse unido a ella en la paz que ambos sienten. Por último, detectamos una tensión entre la voluntad creativa del niño, que se esfuerza por construir el espacio ideal de su sueño, y el divague inconsciente de la fantasía, que lo conduce a zonas de la imaginación inesperadas.
La gente no se iba y yo tenía una impaciencia desacostumbrada; hubiera querido salir de aquella tienda, de aquella ciudad y de aquella vida. Pensé en mi país y en muchas cosas más. Y de pronto, cuando ya me estaba tranquilizando, tuve una idea: “¿Qué ocurriría si yo me pusiera a llorar aquí, delante de toda esta gente?”. Aquello me pareció muy violento; pero yo tenía deseos, desde hacía algún tiempo, de tantear el mundo con algún hecho desacostumbrado; además yo debía demostrarme a mí mismo que era capaz de una gran violencia. Y antes de arrepentirme me senté en una sillita que estaba recostada al mostrador; y rodeado de gente, me puse las manos en la cara y empecé a hacer ruido de sollozos.
En este fragmento de “El cocodrilo” podemos ver que, antes de la idea de llorar por el hecho de hacer algo violento, surge el recuerdo del país de origen. De esta manera, se presenta indirectamente el tema de los recuerdos como aquello que moviliza al narrador que, en este caso, como en otros cuentos de Felisberto, es un pianista en viaje, extranjero permanente que no se reconoce ni entre la gente que lo rodea, ni en la ciudad en la que está, ni en la vida que ahora tiene como vendedor de medias. El narrador nos confiesa que lo motiva un deseo de cambiar algo del mundo y de sí mismo; esto se puede relacionar con sus ansias de hallar su identidad convirtiéndose en un músico exitoso. También aparece la palabra “desacostumbrar” dos veces, como si la violencia fuese aquello que se aplica para cambiar la costumbre; la costumbre de sí mismo y de su entorno. Es así como el llanto tiene, para el narrador, el poder de transformar su realidad, lo que en efecto sucede, si pensamos que el vendedor de medias consigue consagrarse como pianista en una de aquellas tantas ciudades que le son ajenas. Sin embargo, el primer móvil de su llanto, el recuerdo, lo perseguirá hasta el final del relato, cuando su éxito se vea opacado por un llanto que ya no se produce por la aparente voluntad del narrador, sino que está dominado por una fuerza extraña, que lo deja girando los ojos en la oscuridad.
En el mismo instante del relato no sólo me di cuenta [de] que ella pertenecía al marido, sino que yo había pensado demasiado en ella; y a veces, de una manera culpable. […] Pero desde el momento en que la señora Margarita empezó a hablar sentí una angustia como si su cuerpo se hundiera en un agua que me arrastrara a mí también; mis pensamientos culpables aparecieron de una manera fugaz y con la idea de que no había tiempo ni valía la pena pensar en ellos; y a medida que el relato avanzaba el agua se iba presentando como el espíritu de una religión que nos sorprendiera en formas diferentes, y los pecados, en esa agua, tenían otro sentido y no importaba tanto su significado. El sentimiento de una religión del agua era cada vez más fuerte. Aunque la señora Margarita y yo éramos los únicos fieles de carne y hueso, los recuerdos de agua que yo recibía en mi propia vida, en las intermitencias del relato, también me parecían fieles de esa religión; llegaban con lentitud, como si hubieran emprendido el viaje desde hacía mucho tiempo y apenas cometido un gran pecado.
El narrador de “La casa inundada” describe, en esta parte, el desdoblamiento que sintió dentro suyo en el momento en que la segunda Margarita, la que se anima a hablar, desplaza a la primera, la que él había imaginado con sus “pensamientos culpables”, haciéndola suya. Esta segunda Margarita, la que pertenece a su marido, se impone en seguida con el peso de su angustia, peso que se traslada por metonimia al tamaño de su cuerpo y que los hace “hundirse” en el agua; no el agua en la que pasean, sino en ese “espíritu” de una nueva religión que le quita importancia a los pecados y a los pensamientos culpables. Aquí aparecen los recuerdos como entidades personificadas, que se ponen a la par de las personas que los recuerdan, convirtiéndose en fieles de la religión del agua, al igual que el narrador y Margarita. Es así como la existencia de una segunda Margarita transforma al narrador, que empieza a sentir que “de [su] propia alma [le nace] otra nueva” (p.291), aunque “el alma de antes” (p.291) no se irá sin pelear por sus fieles, que son los de la “angustia propia” (p.292). Pero, finalmente, el narrador sucumbirá a la atracción de la segunda Margarita, a la que le irá cediendo la voz del relato hasta ser ella quien lo cierre con la dedicatoria a su marido.