Cuentos de Felisberto Hernández

Cuentos de Felisberto Hernández Resumen y Análisis “El acomodador”

Resumen

El relato inicia con un narrador que cuenta que, cuando deja la adolescencia, se va a vivir a una ciudad grande. Su trabajo es el de acomodador de un teatro. El acomodador va siempre de un lado al otro, dentro del teatro y recorriendo la ciudad. A la noche, en su pieza de una pensión, le gusta observar una mesa con botellas y objetos por horas enteras, y se queda despierto hasta que le llegan por la ventana los ruidos del carnicero serruchando huesos.

Dos veces por semana, un amigo del acomodador lo lleva a un comedor gratuito para extranjeros en la casa de un hombre rico. El dueño de casa se hizo la promesa de otorgar estas cenas cuando su hija se salvó de ahogarse en un río, y come con sus invitados una vez por mes. Estando allí, el narrador se imagina que la hija en realidad no se salvó, mientras todos comen en silencio “abrumados de recuerdos” (p.80). En una de esas cenas, un comensal dice que se va a morir, y acto seguido deja caer su cabeza en la sopa. Los sirvientes se llevan al muerto y los demás vuelven a sus platos.

El acomodador empieza a sentir que se enferma de silencio. En el teatro ya no corre de un lado al otro y sus compañeros se tropiezan con él. Poco tiempo después lo despiden y toma un trabajo en un teatro inferior. Es entonces cuando empieza a notar que sus ojos emanan una luz que le permite ver en la oscuridad. Esto sucede por primera vez una noche en la que, en la oscuridad de la pieza, distingue las flores violetas del empapelado.

Cada noche su luz se hace más intensa. El acomodador cuelga objetos en la pared y ata copas con un hilo en el ropero para apreciar estos elementos con su luz. Una noche ve su rostro en el espejo con la luz que emana de sus ojos y se aterroriza, por lo que se jura no mirar nunca aquella cara y “aquellos ojos de otro mundo” (p.83). Mientras tanto, comienza a notar que algunas personas reconocen un brillo extraño en sus ojos.

El acomodador siente deseos de mirar con su luz lo que hay detrás de una habitación de la casa en donde se dan las cenas. Consigue hablar con el mayordomo y mostrarle su luz; el mayordomo se atemoriza al ver su rostro en la oscuridad, temor que el acomodador aprovecha para amenazarlo y conseguir que le dé acceso la habitación. Aquella noche, a las 2 de la madrugada, el mayordomo le abre la puerta de una sala enorme de grandes espejos y vitrinas de cristal repletas de objetos. El acomodador le pide al mayordomo un colchón, en el que se recuesta para mirar desde el piso con comodidad. Se queda una hora observando sin sentirse del todo tranquilo.

En una segunda sesión, el acomodador se da cuenta de que en la habitación hay una luz que no es suya. Aparece una mujer con un candelabro, que avanza lento y con la cabeza fija. Se acerca a donde está él y empieza a caminar por arriba del colchón, sin notar su presencia. La tercera vez, él espera que ella aparezca y cuando la ve, se tranquiliza, sintiendo costumbre y ternura ante su presencia. La mujer se acerca hasta donde está él, lo roza con la cola del peinador y camina por encima suyo. Las siguientes sesiones suceden de la misma manera. En este tiempo, el acomodador sueña que la sonámbula tiene puesto un vestido de novia y que él es un perro que la sigue a todas partes.

Una noche, el acomodador sale del teatro y se encuentra con una pareja de extranjeros que habla alemán. La mujer resulta ser la sonámbula de sus sesiones nocturnas. Decide seguirlos hasta un cine y los observa desde su butaca. La pareja nota sus miradas y sale corriendo del cine; él los persigue hasta que la pareja se acerca a un policía, y entonces el acomodador se va para otro lado. Entra a un bar, y a su salida nota que varios hombres llevan gorras, como la pareja que acompañaba a la mujer. Resuelve que llevará una gorra a su próxima sesión.

Cuando se vuelve a encontrar con la mujer en la habitación oscura, el acomodador saca la gorra y empieza a hacerle señales. La mujer se acerca al colchón y él le tira la gorra, que pega en su pecho y cae a sus pies. Después de unos instantes, la mujer grita, tira el candelabro y luego se desploma en el piso. El acomodador se levanta y la observa con su luz. Nota en ella un color amarillo verdoso como el de su cara cuando se vio en la oscuridad. Recorre el cuerpo de la mujer con su mirada y empieza a notar pedacitos de blanco en su piel, hasta que lo único que puede ver son sus huesos.

De pronto, el mayordomo llega y prende todas las luces. La mujer recupera sus formas. Entra el dueño de casa y se lleva a su hija en brazos. El mayordomo grita diciendo que el narrador tiene “una luz del infierno en los ojos” (p.93) y le echa la culpa de todo. Cuando el dueño regresa, le pregunta al acomodador si su hija lo invitó a venir a este lugar. Orgulloso, él le responde que no, que venía a ver los objetos y que ella le caminaba por encima. También le dice al dueño que él no podrá entender nunca y que lo envíe a una comisaría. Este le responde que no llamará a la policía porque fue su invitado y que espera que su propia dignidad le aconseje qué debe hacer. Mientras el acomodador piensa un insulto para responder, una mandolina cae de una vitrina y hace ruido con su caja armónica. Mientras el mayordomo va a levantar la mandolina, el dueño y el acomodador dan media vuelta y se retiran.

Los días que siguen el acomodador se deprime y lo vuelven a echar de su empleo. Una noche quiere ver sus objetos en la pared, pero le parecen ridículos. De a poco va perdiendo su luz.

Análisis

“El acomodador” es una historia que podemos analizar a través de una serie de desplazamientos. El primer desplazamiento es el del narrador-protagonista, el acomodador, que se muda a una gran ciudad. Allí, el narrador se mueve todo el tiempo: en su trabajo como acomodador corre de un lado al otro, y luego sale a registrar las calles, sintiendo placer al “imaginar todo lo que no conocía de aquella ciudad” (p.79). Solo cuando llega a su pieza se queda inmóvil, mientras observa durante horas los objetos en un mueble; aquí el tema de los objetos se cruza con el del deseo sexual, porque el narrador se obsesiona por poseer dichos objetos con su mirada. Pero pronto llegan los ruidos del exterior, del carnicero que serrucha huesos de animales. La ciudad, desde esta perspectiva, es un espacio exterior que fascina al narrador por todo lo que tiene para mostrar, pero también invade el espacio interior con los sonidos de sus movimientos, interrumpiendo la tranquilidad de lo privado.

Otro desplazamiento tiene que ver con las expectativas del relato. El título y el inicio del cuento dan a entender que la historia se va a centrar en la vida del narrador como acomodador en un teatro, pero pronto el relato se desplaza hacia otro espacio: un comedor en la casa de un hombre adinerado. Allí los extranjeros comen en silencio, un silencio orquestado por el dueño de casa: “llegaba como un director de orquesta después que los músicos estaban prontos. Pero lo único que él dirigía es el silencio” (p.80). El espectáculo, entonces, no se da en la sala del teatro, sino en la casa de este hombre que se impone frente a personas “[abrumadas] por sus recuerdos” (p.80), que comen “como dormidos” mientras son vigilados “por los servidores” (p.81). Estos fragmentos sugieren que la relación entre el dueño de casa (el que da caridad) y sus invitados (los que la reciben) es una relación de sometimiento y control. La imagen del extranjero que muere con la cabeza hundida en la sopa, sin interrumpir el silencio orquestado por el dueño de casa, representa esa relación de poder.

El narrador no es extranjero –cena allí porque es la visita permitida de uno de ellos– pero suponemos que es un extraño en la ciudad, a la que se ha mudado hace poco, y también que es un hombre de pocos recursos. Al igual que los extranjeros, el acomodador fija su mirada en el plato, enajenándose de todo, aunque su pensamiento, más libre, sigue desplazándose por la ciudad, imaginando que la hija del dueño de casa se ahogó en el río. De esta manera, su imaginación no solo compensa el estado precario de su situación actual, sino que también parece trasgredir el vínculo entre anfitrión y comensales, porque si la hija se hubiera ahogado, el dueño de casa no estaría dando estas cenas. Esto anticipa lo que sucederá más adelante, cuando el acomodador trasgreda con sus ojos la casa, los objetos, y a la propia hija del hombre adinerado.

El acomodador cuenta que empieza a “enfermar[se] de silencio” y que se hunde en sí mismo “como en un pantano” (p.82). Ya no puede desplazarse como antes, deja de correr por todos lados y se convierte en un estorbo, hasta que lo despiden y se ve en la obligación de trabajar en un “teatro inferior” (p.82). Esta degradación, junto con el motivo de la enfermedad, pone de manifiesto la vida atroz de la ciudad, que consume con su vertiginosidad a las personas hasta hundirlas en sí mismas, quitándoles las ganas de vivir y la capacidad de conectarse con los demás. Pero el acomodador se cree especial –“No importaba que ellos [los espectadores del teatro] no sospecharan de todo lo superior que era yo” (p.79)– y pronto encuentra un refugio en esa creencia, porque desarrolla una capacidad fantástica: la de ver en la oscuridad de su habitación con una luz que irradia de sus ojos. Luz y oscuridad se unen en este espacio privado e interior como una compensación frente a la hostilidad externa. Es una actividad que el narrador no puede compartir, porque en la oscuridad su rostro se convierte en algo monstruoso que ni él puede observar: “Me juré no mirar nunca más aquella cara mía y aquellos ojos de otro mundo […]; los ojos eran grandes redondeles, y la cara estaba dividida en pedazos que nadie podría juntar ni comprender” (p.83). De este modo, el acomodador se ve a sí mismo como una persona diferente, cuya capacidad fantástica no puede ser apreciada por su entorno.

En una de las cenas en el comedor, el acomodador siente deseos de “meter los ojos” en “la penumbra de la puerta entreabierta” (p.83), desde donde aparece el dueño de casa para unirse a la cena. Describe ese deseo como una “lujuria de ver” (p.85) que lo lleva a amenazar al mayordomo, diciendo que podría revolverle la cabeza por dentro y hacerle cosas más horribles que la muerte. Es así como el acomodador llega al espacio privado de otra persona, para poseer con los ojos sus objetos. Otro desplazamiento: en ese espacio, él no es el acomodador, sino el acomodado, que le pide al mayordomo un colchón para tener “el cuerpo cómodo” (p.86). Pero el narrador teme que lo descubran, temor que no lo deja hacerse dueño de los objetos: “Yo podía mirar una cosa y hacerla mía teniéndola en mi luz un buen rato; pero era necesario estar despreocupado y saber que tenía derecho a mirarla” (p.86-87).

Llega la hija del dueño de casa y la sesión ya no se trata de ver los objetos, sino de vincularse con aquella mujer. En este ritual, el acomodador permanece inmóvil mientras la sonámbula se desplaza sin advertirlo, aunque él siente una conexión en la intimidad de la oscuridad: “A veces ella interrumpía un instante el roce de la cola sobre mi cara; entonces yo sentía la angustia de que me cortaran la comunicación y la amenaza de un presente desconocido. Pero cuando el roce continuaba […] el abismo quedaba salvado” (p.89). Es así como el acomodador se olvida de “[su] propia luz” (p.89), dejándose llevar como en aquel sueño que tiene, en el que la mujer tiene un vestido de novia y él, que toma la forma de un perro, la sigue tranquilo, “como si se hubiera dormido en una playa y de cuando en cuando abriera los ojos y se viera rodeado de espuma” (p.90).

En contraste con este idilio de ensueño, el mundo exterior, el de la ciudad, lo devuelve al despojo de sentirse ajeno e incomunicado. Cuando encuentra a la mujer en la calle, esta no solo no lo reconoce, sino que además está con otro hombre y habla en otro idioma. El acomodador empieza a perseguir a la pareja, reanudando así sus corridas, mientras esquiva a personas que se cruzan en su camino y lo insultan. La persecución termina cuando la pareja acude a un policía; ante la ley, el acomodador se ve obligado a cambiar de rumbo. En una taberna, se pone a pensar en aquel mundo “inviolable” (p.91) y “cerrado para todos los demás” (p.92) que comparte con la mujer, y siente que debe hacer algo para no perderlo. Es entonces cuando se le ocurre llevar una gorra a la próxima sesión, prenda que llevan todos esos hombres extraños alrededor suyo.

La gorra parece romper el hechizo, porque cuando el acomodador se la arroja a la mujer en la oscuridad, esta se desmaya. Entonces él empieza a poseerla con su luz, que no solo la ilumina, sino que también “[toma] algo de ella” (p.92). Su mirada trastoca a la mujer; primero la pone amarilla verdosa –el color de su rostro iluminado con sus ojos– y después la hace transparente, porque él es capaz de ver sus huesos. Luego se prenden las luces, llegan el mayordomo y el dueño de casa, la mujer recobra sus formas y el vínculo especial se desvanece.

El acomodador y el dueño de casa tienen una conversación en la que cada uno intenta preservar su orgullo. “Usted no podrá entender nunca” (p.94), le dice el acomodador al dueño de casa, y, en rigor, aquel hombre adinerado no podría comprender el estado de despojo que padece el narrador. En este sentido, la conexión especial que el acomodador sintiera con la sonámbula –una mujer inconsciente, que no ha consentido a tener un vínculo con aquel hombre– se revela como un producto de la imaginación, un deseo de poseer compensatorio de una realidad en la que ni la sala, ni los objetos, ni la hija del dueño de casa, son suyos.

El final es un final apagado, característico de la narrativa de Felisberto Hernández. El acomodador se deprime, lo echan de su empleo –deja de ser acomodador, algo que lo enorgullecía– y de a poco va perdiendo la luz de sus ojos.