Resumen
El narrador nos cuenta de una vez que leyó un cuento en una sala para un grupo de personas. Entre estas personas hay dos viudas que son las dueñas de la casa, a las que el narrador mira de vez en cuando. En el fondo de la sala descubre a una mujer joven de pelo ondulado. Para disimular que la observa, detiene cada tanto su mirada en una estatua con palomas que ve a través de las persianas.
El narrador lee la historia de una mujer que todos los días va a un puente con la esperanza de suicidarse, pero que siempre halla obstáculos que se lo impiden. Él lee distraído y se sorprende al oír las risas de los que escuchan el relato. Cuando termina su cuento, la gente se acerca a hablar con él. Un señor empieza a contarle un cuento de otra mujer que se suicida. Le cuesta tanto encontrar las palabras que todos, incluido el narrador, se ponen impacientes.
Cuando el señor termina su relato, el narrador se sienta junto a otras personas. Una de las viudas presenta a la mujer de pelo ondulado, que resulta ser su sobrina. También se acercan a charlar un hombre de frente pelada y otro recién peinado que tiene gotas de agua en las puntas del pelo, al que el narrador se refiere como “el femenino”. El de la frente pelada le dice al narrador que seguramente él es “un personaje solitario que se conformaría con la amistad de un árbol” (p.131). El narrador le responde que no podría invitar al árbol a pasear, y los tres hombres se ríen. El peinado se queja del señor que intentó contar un cuento y le dice al narrador que es un político al que siempre lo ponen en los certámenes literarios.
La sobrina de la viuda sugiere que el árbol puede salir a pasear porque “se repite a largos pasos” (131). Luego agrega que los árboles pueden indicar un camino, juntarse a lo lejos y separarse de cerca, para abrir el paso y dejar pasar. El narrador y los dos hombres elogian la ocurrencia de la mujer. El “femenino” también dice que, por las noches, los árboles asaltan y asustan, y la mujer se burla de él diciendo que parece Blancanieves.
El narrador y la mujer van juntos a una habitación en la que hay una mesa con una jarra de flores. Allí, la sobrina le pregunta por qué se suicidó la mujer de su cuento, y el narrador le responde que eso solo lo sabe la mujer, a la que no podría hacerle una pregunta. La sobrina se ríe y baja los ojos, entonces el narrador observa su boca grande, con los labios estirados hacia los costados. También ve el remolino de las ondas de su pelo, que revelan un poco de piel. Al narrador esto le recuerda una gallina a la que se le ve la carne porque el viento le revuelve las plumas.
Llega una de las tías con copitas de licor. Le dice a su sobrina que tenga cuidado de su acompañante, que tiene “ojos de zorro” (p.132). Cuando se quedan de vuelta solos, la mujer le pregunta al narrador si tiene curiosidad por el porvenir, y este le dice que solo tiene curiosidad por el presente o por saber qué haría si estuviese en otra parte.
La gente le pide al narrador que toque el piano. Este comienza a tocar, pero en seguida una de las viudas se pone a llorar y todos callan. La sobrina y la hermana llevan a la viuda para adentro y, al rato, la sobrina dice que su tía no quiere escuchar música desde la muerte de su esposo. Mientras algunos invitados se van, el resto se queda hablando, cada vez en voz más baja a medida que la luz del día se va. Nadie enciende las lámparas.
El narrador está por irse y la sobrina le dice que tiene que hacerle un recado. Pero en vez de decirle algo, la mujer recuesta su cabeza en la pared y le toma al narrador la manga del saco.
Análisis
En “Nadie encendía las lámparas”, el narrador se presenta como un escritor o relator de cuentos y también como alguien que sabe tocar el piano: es un artista. Pero su relato se concentra en lo que observa mientras lee en voz alta sin prestar atención a lo que lee, lo que convierte al artista en espectador de su auditorio y al auditorio en el espectáculo de este breve cuento. Para que esto ocurra, se produce la disociación entre el yo que narra y sus palabras, que salen de su boca por “la costumbre de decirlas” (p.129), produciendo un efecto en los oyentes sin que el narrador sea del todo consciente de lo que dice. Los lectores de este relato apenas sabemos de qué se trata su cuento, y nos sorprenden las risas de los presentes tanto como le sorprenden al narrador.
Es así como se desplaza el foco de la atención, de lo que el narrador cuenta a lo que el narrador observa, lo que podemos leer como un comentario del acto de leer o interpretar. Lo que observa se presenta de forma fragmentaria: vemos las caras de las viudas, una de las cuales tiene ojos que parecen “vidrios ahumados detrás de los cuales no [hay] nadie” (p.129), y la cabeza de una mujer joven, recostada contra una pared “como una planta que hubiera crecido contra el muro de una casa abandonada” (p.129). También el narrador observa una estatua en la que reposan y dan vueltas unas palomas, y piensa que la estatua juega con las palomas y que se entiende con ellas. En estas imágenes, las personas se deshumanizan o cosifican a través de sus partes –la viuda tiene ojos como vidrios, la joven de cabello ondulado y cabeza recostada parece una planta– y los objetos y los animales (la estatua, las palomas) se humanizan o subjetivan por medio de las apreciaciones del narrador.
Podríamos pensar que el señor que intenta contar una historia se presenta como un doble degradado del narrador. Aquel señor es un político que quiere ser artista –según se infiere de que siempre lo pongan de miembro en certámenes literarios–, pero que tiene dificultades para “encontrar las palabras” (p.130). En él también se produce esa disociación entre el yo y las palabras, pero el político, a diferencia del narrador, solo consigue impacientar a las personas que lo escuchan. De esta forma, su aparición provee un mal ejemplo del acto de narrar.
Cuando el cuento que lee el narrador termina, su observación continúa. Aparecen otras personas, como el hombre de frente pelada y el recién peinado, cuya conversación parece continuar las risas del otro relato. Estas conversaciones pueden ser ocurrentes, como cuando la mujer sugiere que es posible sacar a pasear a un árbol, pero no llevan a nada. El interés principal del narrador está en otro lado: en la mujer que se convierte en objeto de su deseo sexual. Ambos entran en un ritual de seducción hecho de insinuaciones, miradas y silencios. Luego de que el narrador compare a la mujer con una gallina, aparece la viuda para advertirle a su sobrina que tenga cuidado con el narrador, porque tiene “ojos de zorro” (p.132), y este responde que no están en un gallinero. De esta manera, el cortejo se presenta como una suerte de cacería en el que el narrador es el predador y la mujer, la presa.
El final del cuento es un final sin resolución, que se apaga de a poco. La casa se va poniendo a oscuras porque nadie enciende las lámparas, y a medida que se va el sol, los presentes, que a su vez se van yendo también, hablan cada vez más bajo. De esta forma, “Nadie encendía las lámparas” toma el motivo de la luz y la oscuridad haciendo que el relato dure lo que tarda el sol en caer, dado que en el inicio del relato este se asoma con su caída, echándose “lentamente encima de algunas personas” (p.129), y en el final notamos que se ha ido porque el narrador intenta irse tropezando con los muebles en la oscuridad.
Antes de partir, la mujer le dice al narrador que quiere hacerle un encargo, pero en vez de hablar se recuesta en la pared, repitiendo la posición en la que el narrador la descubrió por primera vez. Es así como la historia termina antes de que se concrete algo entre ellos, casi como cuando en “La casa de Irene” el relato se interrumpe porque el narrador y la joven ya se han puesto de novios. En este sentido, “Nadie encendía las lámparas” se presenta como un cuento en el que (casi) nada sucede, cuyo misterio y atracción reside en el hecho de presentarnos una situación a medias: desconocemos el relato que cuenta el narrador, del mismo modo que desconocemos cómo seguirá el vínculo de aquel con la mujer de pelo ondulado.