Resumen
El narrador relata la historia de una de sus visitas veraniegas a una ciudad en la que daba unos conciertos de piano. En verano hay poca gente en la ciudad, porque una gran parte de los habitantes se va de vacaciones a otro lado.
Después de uno de sus conciertos, conoce a un anciano que se lamenta de que su hija no pueda escuchar su música, porque no puede salir de su casa. El anciano y el pianista van juntos a un café. Allí, el anciano le cuenta que vive en una casa vieja y grande, y que su hija se la pasa una gran parte del día en un balcón de invierno de su habitación. Luego le dice al narrador que le agradecería si fuese a su casa a cenar y a tocar el piano, a lo que el narrador accede.
Mientras se acerca a la casa, el narrador ve que el balcón está en un primer piso que da a la calle y que está compuesto por vidrios de colores. En la casa también hay un jardín rodeado por un alto paredón con una fuente y estatuillas. Al narrador le sorprende ver un largo corredor lleno de sombrillas; el anciano le cuenta que son regalos para su hija, a la que le gusta tener las sombrillas abiertas para ver los colores.
Encuentran a la hija parada en medio del balcón. La muchacha agradece la visita y se disculpa por no poder salir, mientras señala el balcón, diciendo que es su único amigo. El narrador le pregunta si el piano no es amigo suyo también, y aquella le dice que era un gran amigo de su madre. Ella le pide que espere hasta la noche para tocar el piano porque acostumbraba a escuchar el piano de su madre a la luz del candelabro. Luego se acerca al balcón y le cuenta al pianista que cuando ve pasar varias veces a un mismo hombre por el vidrio rojo de su balcón, casi siempre resulta que es violento o de mal carácter. También le dice a su visita que lo vio venir a través del vidrio verde, que casi siempre les toca a las personas que viven solas en el campo.
La hija, el anciano y el pianista van al comedor, que se ubica a un nivel más bajo de la calle. En la mesa hay un montón de objetos viejos de la familia que el narrador observa, pensando en las diferentes manos que los hicieron y los manipularon. La hija cree que los objetos adquieren alma a medida que entran en relación con las personas, y que su balcón adquirió la suya cuando ella empezó a vivir en él.
Una sirvienta de baja estatura, de nombre Tamarinda, llega para llevarse los platos de la mesa. El narrador piensa que los objetos pierden dignidad cuando “la enana” (p.100) los toca. Mientras aquella mujer mete sus brazos en la mesa, la hija le cuenta de un camisón blanco que la acompaña desde que escribiera sus primeros poemas, y empieza a recitar uno dedicado a dicha prenda. El pianista se mortifica pensando que debe aparentar atención. Cuando termina el poema, el pianista improvisa algunas palabras de apreciación, pero en seguida la hija continúa con otro poema. El pianista siente que todo ha perdido prestigio y se dispone a comer y beber con desenfado.
Finalizado el segundo poema, el pianista intenta mejorar la situación haciendo chistes, que tienen un buen efecto en los presentes. Aquella noche no toca el piano y se queda a dormir en una habitación contigua a la casa. Allí, el pianista se pasea recibiendo de la memoria los recuerdos de aquellos días.
Por la mañana, el narrador pianista pasa por un corredor que da al jardín y oye una conversación entre el anciano y su hija. Hablan sobre una tal Úrsula, que está enamorada de otro que no es su marido. Al mediodía, huésped y anciano almuerzan solos, sin la presencia de la hija. Luego el narrador sale a comprar un libro, y de regreso ve pasar frente al balcón a un hombre viejo y rengo, de sombrero verde y alas anchas.
Aquella noche vuelven a cenar juntos. La hija no recita y el pianista relata cuentos que hacen reír al anciano a carcajadas. Cuando terminan de comer, la hija dice que quiere escuchar música aquella noche. Van a su habitación y el narrador empieza a tocar, pero pronto una de las cuerdas se rompe y la joven da un grito. El anciano trata de consolar a su hija y el huésped se retira a su habitación.
A la mañana siguiente, el narrador escucha a la hija decirle al padre que el enamorado de Úrsula tiene un sombrero verde de alas anchas. En el almuerzo, el narrador aprovecha para preguntarle al anciano sobre Úrsula. Este le cuenta que su hija, desde chica, lo obliga a escuchar historias de vidas inventadas por ella, en las que incluye hechos y vestimentas que percibe desde el balcón.
Anciano y huésped cenan también solos, y se quedan conversando hasta muy tarde. El narrador vuelve a su habitación y, cuando está acostado, oye que llaman a la puerta. La hija entra, se coloca en una silla al lado de la cama y saca un cuaderno de versos para leer. Mientras el pianista hace un esfuerzo por no quedarse dormido, la hija da un grito cuando estalló la cuerda del piano. En el piso hay una araña grande en posición de saltar. El narrador le empieza a tirar con varios objetos hasta que consigue darle. La hija le pide que no le diga nada al padre, porque él se opone a que lea hasta tarde, y se retira.
Al día siguiente, el anciano va la habitación del narrador para pedirle perdón; la hija le contó todo. El pianista le dice que se irá a tocar a una localidad vecina, pero promete volver. A los pocos días de irse, recibe un llamado telefónico del anciano. Este le pide que vuelva porque ha ocurrido una desgracia de la que no puede contarle en ese momento. Solo le dice que Tamarinda y su hija están bien, aunque la última ya no quiere levantarse ni ver la luz del día, y que ha mandado a cerrar todas las sombrillas. El narrador regresa sin dar el concierto y se encuentra con el anciano en un café. Allí, este le cuenta que dos días atrás, durante una tormenta, estaban en el comedor cuando oyeron un estruendo. Corrieron a la habitación de la hija y vieron que el balcón se había caído.
El narrador va a visitar a la hija del anciano. Cuando se encuentran solos, esta le dice que el balcón no se cayó, sino que se tiró. Se echa la culpa, diciendo que el balcón se puso celoso cuando ella fue a la habitación del pianista. El narrador intenta decirle que el balcón se cayó por su propio peso, pero aquella afirma que la araña fue un aviso y una amenaza. Entonces se levanta y se dirige a la puerta que da al vacío, donde estaba el balcón. El narrador teme que se tire, pero la muchacha se acerca a una mesita y saca su cuaderno de versos. Empieza a recitar un poema titulado “La viuda del balcón” (p.110).
Análisis
“El balcón” es uno de aquellos relatos de Felisberto Hernández en los que el narrador ingresa en la casa de un personaje para observar una cotidianidad ajena y extraña. La casa del anciano y su hija está en una ciudad que, al momento de la visita del narrador pianista, está casi deshabitada: la primera imagen que se nos da de dicha ciudad es la de una casa abandonada en la que se instaló un hotel donde solo quedan los sirvientes: “apenas empezaba el verano la casa se ponía triste […]. Si yo me hubiera escondido detrás de ella y soltado un grito, éste en seguida se hubiese apagado en el musgo” (p.95). Al narrador le atrae ese tipo de tranquilidad vinculada al motivo del sonido y el silencio, porque dice al principio que le gusta ir de visita a aquella ciudad desolada, en la que “todas las cosas eran lentas, sin ruido” (p.96). Por otra parte, esta casa-hotel parece anticipar la del anciano, que también tiene apariencia de ser una casa inhabitada: “yo salí para comprar un libro a propósito para ser leído en una casa abandonada entre yuyos” (p.104).
El narrador accede a conocer la casa y a la hija del anciano movido por un gesto de amabilidad, pero pronto empieza el escrutinio de los espacios y los objetos. Sentado a la mesa del comedor, siente que las cosas allí dispuestas son “formas preciosas del silencio” (p.99), que evocan recuerdos de la familia y de otras personas que los hicieron o los tuvieron. De este modo, la mirada del narrador ennoblece los objetos por el modo en que aprecia su interacción con la tranquilidad de la casa y con los vínculos que imagina entre estos y las personas.
Sin embargo, la presencia de los habitantes de la casa, que tienen sus relaciones particulares con los objetos del hogar, rompe la imagen idealizada que el narrador ha construido del entorno. Él ve a Tamarinda, una sirvienta caricaturizada por su tamaño, a través de una mirada que se detiene en las partes diminutas de su cuerpo, que cuando tocan los objetos los degrada: “De pronto apareció en la orilla del mantel la cara colorada de la enana […]. [E]lla metía con decisión sus bracitos en la mesa para que las manitas tomaran las cosas […]. [A]l ser tomados por la enana, los objetos de la mesa perdían dignidad” (p.100). El anciano también contribuye a la degradación de los objetos por el modo en que se sirve de beber: “el anciano tenía una manera apresurada y humillante de agarrar el botellón por el pescuezo y doblegarlo hasta que le salía vino” (p.100). Finalmente, la hija también termina por fastidiar al narrador cuando recita un poema “cursi” (p.101) sobre su camisón blanco, disponiendo una escena patética en la que el narrador se irrita ante la necesidad de fingir atención.
La hija del anciano es quien mejor encarna esa tensión entre lo solemne y lo paródico a través de su relación con los objetos de la casa. Hay algo bello para el narrador en el modo en que la hija dispone sus sombrillas en el corredor, quitándole funcionalidad al espacio –que no se puede usar cuando hay mucho viento, porque se volarían las sombrillas– para convertirlo en una especie de sala de arte. El huésped coincide con su anfitriona en sentir cariño por las ropas viejas, pero aquella lleva su amor por los objetos al extremo de otorgarles un alma y de dedicarles poemas.
La hija está tan comprometida con la casa y sus objetos que no puede salir de allí. Pero su mayor compromiso es con una parte de la casa, el balcón, que cobra vida propia a través del amor que la hija construye con él como objeto independiente. El balcón funciona como un espacio intermedio entre lo exterior y lo interior, porque le permite a la hija observar el afuera que no puede conocer. Pero es un balcón cerrado, compuesto de vidrios de colores que condicionan o distorsionan la vista. A través del balcón, la hija del anciano toma prestado “hechos y vestimentas” (p.106) para sus vidas inventadas, fantasías de la mente que se corresponden con los vínculos imaginarios que la hija establece con sus posesiones. El narrador también “[hace] cuentos” (p.104), pero su intención es hacer reír, del mismo modo que le parece divertido pensar que los objetos adquieren alma a medida que se relacionan con las personas: “de acuerdo a lo que usted dijo de los objetos, los trajes son los que han estado en más estrecha relación con nosotros –aquí yo me reí y ella se quedó seria…” (p.100). En este sentido, el narrador también oscila entre el juego y el aprecio de los objetos, pero él sabe equilibrar esa oscilación mejor que la hija, que se entrega de lleno a su vínculo afectivo con ellos.
Un tema que aparece en la trama es el de los recuerdos. El narrador cuenta que, por la noche, “[recibe] de la memoria algunos acontecimientos de los días anteriores, y [piensa] en personas que [están] muy lejos de allí”, y luego relata que “a la mañana siguiente [hace] un recorrido sonriente y casi feliz de las cosas de [su] vida” (p.103). En este sentido, los recuerdos –los lejanos y los cercanos– se le presentan de forma autónoma –los recibe de la memoria, como si aquella fuera un agente externo a él– y siente un vínculo feliz con ellos. Para la hija del anciano el recuerdo de su madre tiene la forma concreta de un objeto: el piano. La madre tocaba siempre el piano de noche con las luces prendidas, y así quiere la hija que su invitado toque el piano por la noche y con luz artificial. Aquí vuelve a aparecer el motivo de la luz y la oscuridad en conjunción con el del silencio y los sonidos: primero, la hija cuenta que su madre “encendía las cuatro velas de los candelabros y tocaba notas tan lentas y tan separadas en el silencio como si también fuera encendiendo, uno por uno, los sonidos” (p.98), y cuando el narrador se dispone a tocar, sus acordes juegan de un modo semejante con el sonido, el silencio y las luces: “cuando fui a hacer el primer acorde, el silencio parecía un animal pesado que hubiera levantado una pata. Después del primer acorde salieron sonidos que empezaron a oscilar como la luz de las velas” (p.105).
En seguida una cuerda estalla y la hija del anciano pega un grito y se tapa los ojos, como si creyera que su intento de remorar a su madre a través de su invitado fuera la causa del estallido. Podemos ver cómo la hija interpreta la rotura de la cuerda, y más adelante la aparición de una araña enorme, como amenazas de los objetos, que no quieren que ella tenga un vínculo con el narrador. Por más que el anciano intente consolarla, diciéndole que “las cuerdas estaban viejas y llenas de herrumbre” (p.105), o que el narrador le diga que el balcón estaba viejo y que cayó “por su propio peso” (p.109), ella está convencida de que los objetos tienen vida propia, y que el balcón, descorazonado, se suicidó. Convertida en “la viuda del balcón” (p.110), la hija resuelve no levantarse más de la cama ni ver la luz del día; “vive nada más que con luz artificial” (p.108), dice el anciano, como si su hija no quisiera que ingrese nada externo a la casa, ni siquiera la luz del sol. En el final, el narrador queda suspendido en la tortura de tener que escuchar otro poema de la joven, que acaso seguirá con sus costumbres de siempre, tal vez con el agravante de hundirse más en el recuerdo de su madre, que solo tocaba el piano de noche, con las luces encendidas.