Resumen
El narrador es un concertista de piano que viaja por un país que no es el suyo, recorriendo diferentes ciudades. Antes se las tenía que arreglar para conseguir gente que aprobara la realización de los conciertos, pero ahora tiene un trabajo como corredor vendiendo medias de mujer, con el que se paga los viáticos. Un amigo lo ayudó a conseguir este empleo diciendo que el narrador, por ser concertista, tenía muchas relaciones femeninas, y que entonces “podría aprovechar la influencia de los conciertos para colocar medias” (p.273). El gerente lo contrata no solo por eso, sino también porque el concertista sacó el segundo promedio en leyendas de propaganda para sus medias “Ilusión”, con la frase: “¿Quién no acaricia, hoy, una media Ilusión?” (p.273). Él pensó que vender medias sería más fácil que organizar conciertos, pero resulta que insistir a los comerciantes es muy difícil. Por eso se resigna a esperar que lo despidan mientras aprovecha el viático.
Una noche, el concertista-vendedor llega a una ciudad desconocida. En un café, piensa en su vida y en cómo le gusta “aislar las horas de felicidad y [encerrarse] en ellas” (p.273). Entra un hombre ciego con un arpa al café. Está cubierto de mugre, al igual que su instrumento, y da vuelta los ojos hacia el cielo mientras hace el esfuerzo de tocar. Al verlo, el narrador piensa en sí mismo y siente depresión. Sale del bar y vuelve a su hotel.
A la mañana siguiente, el narrador entra en una tienda, donde lo reciben un niño y una niña. Ella, la mayor, le dice que la mamá, quien manda en la tienda, no está, y el narrador se sienta a esperar. Su hermanito se pone a jugar con el vendedor. Este recuerda que tiene un chocolatín en el bolsillo y lo saca; el niño se lo quita. Entonces el narrador se tapa los ojos con las manos y empieza a fingir que llora. Después de un rato, el niño le da la golosina, el narrador se ríe y se lo devuelve, pero en ese momento se da cuenta de que tiene la cara mojada.
El vendedor-concertista sale de la tienda antes de que vuelva la dueña. Se va a almorzar y vuelve al café de la noche anterior, pero ve al ciego y sale en seguida. En el banco de una plaza se pone a pensar, intrigado por las lágrimas que le salieron a la mañana. Hace el intento de ponerse a llorar ahí, con las manos en la cara, tomando una actitud que lo conmueve. Las lágrimas empiezan a salir.
Se acerca una mujer a la que no llega a verle el rostro, porque mantiene su cara agachada; solo ve que sus piernas llevan puestas las medias “Ilusión”. La mujer le pregunta qué le pasa y le dice que puede confiar en ella. El narrador no dice nada. Después de un rato, ella le pregunta “cómo es ella” (p.276). Al narrador le hace gracia que piense que llora por una mujer, pero luego recuerda a una novia del pasado, que se ponía a llorar cuando él no quería caminar con ella por la orilla de un arroyo. Le cuenta esto a la desconocida, que se ríe y le dice: “Ustedes siempre creen en las lágrimas de las mujeres” (p.276). El narrador le agradece el consuelo y se va sin mirarla.
El concertista-vendedor entra en una de las tiendas más importantes. Intenta venderle sus medias al dueño de la tienda, sin éxito. Llega un grupo de mujeres y el narrador empieza a llorar. Todos se sorprenden y se preguntan el motivo de su angustia. Es así como consigue que el dueño le compre una docena de medias. El narrador repite su llanto en varias tiendas de distintas ciudades, hasta alcanzar las mismas ventas que cualquier otro vendedor.
Una vez lo llaman de la casa central. El gerente le pide una demostración de su llanto enfrente de todos. El narrador siente disgusto; es la primera vez que llora sin que los demás ignoren sus sentimientos, pero igual consigue sacar lágrimas. Luego le solicita al gerente que nadie más use ese procedimiento para las ventas. Al otro día, mientras redactan el documento que le da exclusividad para utilizar “el sistema de propaganda consistente en llorar” (p.279), una muchacha le pregunta si es verdad que llora por gusto. El narrador le responde que sí. Entonces la muchacha le dice que ella sabe más que él, porque él no sabe que tiene una pena.
El concertista reanuda sus ventas y sus llantos hasta diciembre. En enero y febrero se toma un descanso, pero después del carnaval reanuda su labor, extrañando el éxito de sus lágrimas. Llega a una ciudad en la que dio unos conciertos exitosos. Allí llora por primera vez en un hotel, a la vista de algunos amigos que se acercaron a saludarlo. Una pobre vieja se sienta con él, con una cara triste que le “[dan] ganas de ponerse a llorar” (p.280).
En el primer concierto que da, el narrador se siente nervioso. Ejecuta uno de los movimientos con torpeza, hasta que sus manos, cansadas, salen del teclado y se colocan en su cara. Es la primera vez que llora en escena. La gente murmulla. Él se levanta para salir del escenario. Entonces alguien le grita: “¡¡Cocodriiilooooo!!” (p.280). El narrador oye risas mientras se dirige al camarín. Allí se lava la cara y luego vuelve al escenario para terminar la primera parte. Finalizado el concierto, la gente se acerca y le pregunta por lo del cocodrilo. El narrador dice que el que gritó tiene razón, que él no sabe por qué llora y que le es tan natural como lo es para el cocodrilo. Un médico se acerca y le pregunta si llora más de día o de noche. Él, que no vende por las noches, le responde que llora únicamente de día. Entonces el médico le aconseja que no coma carne, porque tiene una vieja intoxicación.
A los pocos días realizan una fiesta para agasajar al concertista en el club principal. Mientras se prepara, el narrador se pone un frac y se mira al espejo, pensando que el cocodrilo tiene una papada como la de él. Llega al club demasiado temprano, por lo que disimula, diciendo que quiere tocar un poco el piano. Mientras toca el instrumento, observa a una mujer que se acerca, llevando una de sus medias en la mano. Cuando está frente a él le pide que se la firme. El narrador se ríe, pero luego le habla a la mujer como si aquello ya hubiera ocurrido. Asegura que no puede firmar la media porque esta no resiste la pluma, y le dice que es mejor firmar una etiqueta que se pegue a la media. La mujer se sienta para colocarse la media y luego le dice que es una pena que él haya resultado ser tan mentiroso, y que le debería haber agradecido la idea. Ella termina de acomodarse la media en silencio y luego se marcha.
El director del liceo da un brindis en nombre del concertista. El narrador resolvió no llorar esa vez y, después del discurso, dice que ahora no puede llorar ni hablar, e incita a que se reanude el baile haciendo una cortesía. Le da un abrazo al director y, por sobre su hombro, ve a la mujer, que le sonríe y le muestra un pequeño retrato suyo del periódico pegado en la media. El narrador se siente dichoso y va a bailar. Un muchacho le pregunta si no le molesta que le digan cocodrilo, y él responde que le gusta. Entonces el joven le muestra una caricatura de él como un gran cocodrilo, con una mano en la boca, los dientes como un teclado, y la otra mano en una media con la que se enjuaga las lágrimas.
De regreso en el hotel, piensa en todo lo que lloró en aquel país y siente un “placer maligno” (p.283) por haber engañado a todo el mundo. Mirándose en el espejo, con la caricatura en la mano, le ocurre algo inesperado: su cara empieza a llorar. El narrador apaga la luz y se acuesta, pero su cara sigue llorando. Cuando se despierta quiere enjuagarse las lágrimas secas, pero tiene miedo de que la cara se ponga a llorar de nuevo. Entonces se queda quieto girando los ojos en la oscuridad, como el ciego que toca el arpa.
Análisis
En “El cocodrilo”, vemos de vuelta al narrador-protagonista visitando o viviendo en una ciudad que no es su lugar de origen, como en “El acomodador” o “El balcón”. También, como en tantos otros relatos de Felisberto Hernández, el narrador toca el piano, pero esta vez tenemos a un concertista devenido vendedor de medias para mujer. Antes de esto, el pianista vivía angustiado por conseguir los medios para realizar sus conciertos, y se le ocurre que vender medias sería más sencillo, mientras su amigo insinúa que él podría “aprovechar la influencia de los conciertos para colocar medias” (p.273). Lo que sucederá, a lo largo del relato, es que su capacidad de vender medias por medio del llanto le permitirá consagrarse como concertista, si bien no podrá escapar de la angustia que esconde bajo sus lágrimas de cocodrilo.
En el inicio del relato, el narrador nos cuenta que le gusta encerrarse en su soledad gozando de “las horas de felicidad” (p.273) que tiene. Sabe que pronto lo van a despedir porque no es buen vendedor de medias, por lo que resuelve disfrutar del tiempo que le queda. El vendedor-pianista se halla pensando en esto, en un café de aquella ciudad desconocida, cuando un hombre ciego le hace sentir “depresión” (p.274), por lo que decide irse “antes de perder la voluntad de disfrutar de la vida” (p.274). En este sentido, vemos cómo el narrador procura conservar su felicidad mientras una angustia misteriosa lo persigue. El ciego, que volverá a ser mencionado en varias partes del relato, aparece como un doble del narrador, que le devuelve una imagen de la miseria y del dolor sufridos mientras intenta tocar su música.
El llanto llega por primera vez durante una actuación, cuando el narrador está jugando con un niño. Pero a medida que comienza a verter lágrimas falsas con el fin de vender medias, algo en la actitud que toma al llorar lo conmueve y lo ayuda a encontrar una angustia de origen desconocido. La mujer que le da la idea de llorar de mentira –cuando le dice que las mujeres a veces fingen sus lágrimas– es la primera que intenta descubrir el motivo de su llanto. Al narrador le hace gracia la posibilidad de estar llorando por una mujer, pero luego le “[viene] a la memoria” (p.276) el recuerdo de una novia suya, y se le ocurre que el llanto de aquella tiene algo que ver con el suyo. Si bien le dice al dueño de una tienda que él no tiene razones para llorar –“¡Pero si me va bien! ¡Y tengo mucho ánimo!” (p.277)– también reconoce que a veces le “viene […] como un recuerdo” (p.277) que lo mueve al llanto. En este sentido, percibimos que los recuerdos vienen sin ser llamados como agentes del cambio, y aunque el narrador piensa que llora a voluntad, es posible que la clave de su angustia resida en esos recuerdos misteriosos que motivan su llanto.
El narrador cree fingir cuando llora, pero las mujeres a su alrededor perciben algo genuino en su congoja. Además de la primera mujer que intenta consolarlo, las señoras en la tienda también se compadecen de él: una anciana muestra empatía con su cara triste, y una muchacha de la casa central le dice que ella sabe más que él, porque el narrador “no sabe que tiene una pena” (p.279). Al principio se sugiere que el concertista sabe mucho de mujeres, pero, irónicamente, son las mujeres quienes, en apariencia, saben más que él sobre sí mismo.
El narrador empieza a tener éxito mientras viaja por distintas ciudades, “escondido detrás de una careta con lágrimas” (p.279). Se imagina a sí mismo como un “actor” (p.280) que convence a su público con su llanto, y tal vez por ese motivo se pone a llorar en el medio de un concierto, para sorprender a los espectadores. Esto parece producir el efecto deseado, porque el narrador es aclamado por sus proezas y más adelante es invitado a una fiesta en su honor. En aquella fiesta se siente “un antiguo comerciante que después se hubiera hecho pianista” (p.281), como si él no fuera un pianista devenido en vendedor, sino un vendedor que se ha convertido en un exitoso pianista.
Al narrador no le molesta que lo traten de “cocodrilo”, que, según el saber popular, representa al que vierte lágrimas de mentira. Sin embargo, el narrador no dice que miente cuando llora, sino que no sabe el origen de su llanto: “en realidad yo no sé por qué lloro; me viene el llanto y no lo puedo remediar, a lo mejor me es tan natural como lo es para el cocodrilo” (p.280). El cocodrilo es el otro doble del narrador, quien, cuando se ve en el espejo, siente que el cocodrilo se parece a él: “Creo que ese animal tiene papada como la mía. Y es voraz…” (p.281). Él disfruta su caricatura como cocodrilo y dice sentir un “placer maligno” (p.283) de haber engañado a todos. Pero tal vez el engaño es otro: el de pretender que sus lágrimas son de cocodrilo. En este punto el narrador parece engañarse a sí mismo, lo que se revela en la escena final, cuando se vuelve a enfrentar a su imagen en el espejo, mirando alternativamente la caricatura del cocodrilo y su reflejo, hasta que su cara se echa a llorar. Aquí vemos otro desdoblamiento: el de la cara que se independiza del narrador, porque llora por sí sola: “Yo la miraba como una hermana de quien ignoraba su desgracia” (p.283).
El relato cierra con una imagen que retorna al inicio de la historia: la del ciego que mueve sus ojos en la oscuridad de su ceguera, del mismo modo que el narrador los mueve en la oscuridad de su habitación, sin poder hallar el motivo de su angustia.